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Chile: oportunidad histórica y vacío estratégico

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PABLO ABUFOM SILVA

El domingo se desarrolló en Chile el plebiscito que va a definir la posible reforma de la Constitución heredada por el pinochetismo. Se está frente a una oportunidad histórica de cambio pero a la vez condicionada por límites significativos.

Crisis del régimen, crisis de las alternativas transformadoras

Chile es uno de esos países en los que se expresan muy claramente tres dimensiones de la crisis actual del capitalismo: 1) arrastra los duraderos efectos negativos de las políticas globales de ajuste de los setenta y ochenta, tradicionalmente llamadas neoliberales, 2) se enfrenta a una fase aguda de una precarización de la vida, y 3) la pandemia del coronavirus muestra hasta dónde predomina en el mundo una peligrosa combinación de conducción empresarial del Estado y el autoritarismo militarizado. Estas tres dimensiones globales, que existen simultáneamente y se refuerzan de manera mutua, tienen formas concretas en Chile:

(1) El régimen político-económico que se configuró durante la dictadura no es otra cosa que la respuesta que dieron a la crisis de acumulación de los sesenta y setenta los sectores dominantes de la burguesía primario-exportadora y financiera. En ese sentido, es inevitable reconocer la estricta continuidad entre dictadura y transición. Se tiende a identificar al «neoliberalismo» con una voluntad política de carácter nacional, pero no es sino una necesidad histórica que responde a la dinámica concreta de las crisis globales del capitalismo. Y ese régimen de acumulación ha impulsado una profunda inestabilidad social y política, resultando en un giro autoritario de la democracia, pero también en amplio movimiento de impugnación de ese mismo régimen, expresado hoy en un proceso de creación de una nueva Constitución.

(2) La noción de «precarización de la vida», instalada exitosamente por el movimiento feminista, se ha convertido en un modo cada vez más común para referirnos a la situación vital de las grandes mayorías en Chile. Es una noción potente, que ha permitido que reivindicaciones que durante décadas se han presentado de manera sectorial y fragmentaria adopten una lucha general. Al mismo tiempo, poniendo al centro la experiencia de la vida, permite abrir la crítica anticapitalista a la totalidad de las dimensiones de la experiencia de la clase trabajadora, y no exclusivamente a sus ingresos, derechos u oportunidades. La revuelta popular del 18 de octubre de 2019 estalló, precisamente, en un contexto de creciente precarización de la vida en términos laborales, salariales, de salud, educativos, medioambientales, de pensiones y cuidados, y con particular brutalidad para mujeres y disidencias sexuales, para migrantes y pueblos originarios.

(3) La pandemia del coronavirus, cuyo primer caso oficialmente registrado en Chile fue el 3 de marzo, representó un frenazo al despliegue de la revuelta del 18 de octubre del 2019. El gobierno recibió como caída del cielo una oportunidad para cerrarle el paso a esa iniciativa popular. El foco de la agenda pública se desplazó radicalmente desde la crisis política, que tenía al gobierno relativamente arrinconado, hacia la crisis sanitaria, que permitió invocar la «unidad nacional ante el invasor» y fue la ocasión para una producción militarizada del espacio. Como consecuencia, fue posible encerrar a «las masas de octubre» y, con ello, impulsar una agenda de mayor precarización del empleo y subsidio a las empresas.

Por todo lo anterior, en Chile, esa crisis global en Chile se presenta como una encrucijada: los pueblos y la clase trabajadora enfrentamos una oportunidad histórica de cambio, pero nos atraviesa un profundo vacío estratégico.

Esa oportunidad histórica es la que abrió la revuelta popular que estalló en octubre del 2019, que alcanzó su punto más alto con la Huelga General del 12 de noviembre, fue arrinconada institucionalmente por el «Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución» del 15 de noviembre, reemergió fugazmente el 8 y 9 de marzo durante la Huelga General Feminista y fue atropellada por la pandemia desde la declaración de Estado de Excepción Constitucional de Catástrofe el 18 de marzo de este año. A esa oportunidad histórica se le ha llamado, con bastante precisión, «momento constituyente», es decir, una ventana de tiempo incierto y cargado de promesa que se plantea explícitamente impugnar un orden y constituir otro, incluyendo el cambio constitucional, pero no reducido a él.

Inaugurado por el impulso popular del 18 de octubre, este momento constituyente sigue abierto; pero su potencia transformadora adquirió una forma restringida en la Convención Constitucional que fue establecida por el itinerario del 15N. Si bien no es un proceso acabado, y es imaginable una eventual disrupción popular del itinerario constitucional, no parece completamente descabellado plantear que los límites de este momento constituyente son los límites de la capacidad organizativa del pueblo que lo hizo emerger y, por lo tanto, se trata de una potencia débil, como su propio vacío programático y estratégico. Hoy, el desafío parece ser producir las condiciones que harán posible aprovechar el escenario que se nos impuso para avanzar en una acumulación de fuerza político-social que nos permita enfrentar las diversas dimensiones de la crisis.

Por su parte, ese vacío estratégico es el que acompaña a la clase trabajadora en Chile desde el 11 de septiembre de 1973, cuando no solo se destruyó física y simbólicamente el proyecto histórico socialista, sino que se trastocaron brutalmente las condiciones sociales y políticas que hacían posible un proyecto de ese tipo, puesto que la historia, la clase y Chile fueron transformados radicalmente.

En la izquierda de Chile, ese vacío estratégico se manifiesta como la carencia de una hipótesis sobre cómo se producirá un proceso revolucionario en Chile, que presente una visión unitaria sobre las diversas subjetividades de la clase trabajadora plurinacional (particularmente aquellas que emergen o se fortalecen con la revuelta), que articule sus reivindicaciones o fragmentos de programa en un horizonte donde esté claro qué destruir, qué construir y qué transformar, y las tareas propias de un proyecto de transformación revolucionaria en todos los ámbitos de la vida, a partir de las oportunidades concretas que entrega la crisis política, la emergencia del movimiento feminista y la inestabilidad social que hierve en cada lugar que experimenta la precarización cotidiana.

Situación de la clase trabajadora: fragmentación, politización polarizada y la potencia callejera del fascismo

La situación actual es de una profunda fragmentación al nivel de las condiciones de vida y de lucha de la clase trabajadora, por lo que la posibilidad misma de un programa de transformación está permanentemente bajo la presión de sus fragmentos: coexisten y compiten entre sí reivindicaciones que, en lo inmediato, no parecen vincularse más que externamente. Pero en medio de ese vacío estratégico y esta fragmentación programática, la revuelta introdujo un salto político significativo: la demanda por una Asamblea Constituyente, que llevaba años pululando en los pasillos de la historia nacional, irrumpió en el centro de la escena para reunir las demandas sociales en una demanda política que, pese a su reducción jurídica, permitió identificar una tarea de carácter más global, y no solo sectorial.

Además, en Chile, como en otros países en procesos de crisis política tales como Perú o El Líbano, incluso Estados Unidos, la pandemia del coronavirus ha exacerbado las tendencias que venían mostrándose en los meses anteriores. La pandemia revela y agudiza las mismas fuentes de la crisis social y política que viene creciendo en Chile desde hace veinte años: la respuesta autoritaria del Estado, la precarización de la vida (particularmente, en los sectores informales y feminizados de la clase trabajadora) y la falta radical de un bloque opositor al régimen (y no solo al gobierno de turno) que pueda articular una fuerza de cambio.

Por otro lado, la politización polarizada que hemos señalado desde hace años se fortalece tanto por la revuelta como por el itinerario constitucional, y en la pandemia atrinchera a los distintos sectores, volviendo mucho más lento el veloz dinamismo del periodo octubre-marzo. Asistimos a una intensificación del grado de conciencia política, es decir, a un desarrollo acelerado de la comprensión sobre aquello que determina nuestras condiciones de vida. Y como la conciencia no es algo «mental», sino eminentemente práctico, éste no es solo un fenómeno en el ámbito de las opiniones públicas, sino de la acción colectiva de esos sectores en politización.

Tenemos muy claro el proceso de politización «por izquierda» a través de sindicatos, movimientos estudiantiles, organizaciones de mujeres y disidencias, agrupaciones socioambientales y todo tipo de expresiones sociales en los territorios. Pero algo que debemos atender con cada vez mayor detención es la politización popular «por derecha» a través de iglesias evangélicas, agrupaciones fascistas de nuevo tipo, grupos paramilitares rurales o grupos de choque urbanos. Esto adquirió una profunda relevancia luego del Acuerdo del 15N, que estableció un lugar de legitimidad pública para estos sectores en la campaña del Rechazo para el plebiscito constitucional. Estos actores, que habían quedado desplazados del espacio público por la presencia irrefrenable de los sectores en revuelta, encontraron la protección que siempre han necesitado sus ideas de odio y restauración autoritaria del orden: la policía los acompaña y protege en sus marchas, el Estado los fomenta y, al mismo tiempo, se desentiende de su violencia misógina, xenófoba y antipopular.

En los meses de pandemia hemos visto una radicalización de algunos de estos sectores, dando cuenta de una potencia regresiva en la politización de sectores populares bajo la conducción ideológica de la ultraderecha, esencialmente cristiana, racista y anticomunista. En el marco de la extensa huelga de hambre de presos políticos mapuche en el territorio del Wallmapu, comuneros de distintas zonas ocuparon municipalidades en señal de protesta y para exigir una respuesta del Estado a las demandas de los peñi encarcelados. Ante esto, la única respuesta del nuevo gabinete conducido por el pinochetista Ministro del Interior Víctor Pérez fue negar la existencia de presos políticos y viajar a la zona para reunirse con terratenientes y empresarios antimapuche. El efecto inmediato de eso fue la coordinación de una acción directa racista que intentó desalojar los municipios ocupados y linchar a sus ocupantes. Al son de «el que no salta es mapuche» tuvo lugar un hecho inédito en la historia reciente de la ultraderecha chilena: la irrupción de la acción directa de masas como parte de su repertorio de agresión táctica.

Más recientemente, otros sectores reaccionarios de la patronal antimapuche sostuvieron un paro de camiones que bloqueó vías, amenazó el abastecimiento durante la pandemia y evidenció, una vez más, el sesgo con el que el gobierno trata la acción directa violenta cuando se trata de intereses compartidos: cuando el pueblo corta rutas, represión; cuando lo hacen los patrones, diálogo. Las demandas del gremio coincidían plenamente con la agenda represiva del gobierno en términos de criminalización del pueblo mapuche y militarización del orden público. No puede descartarse que este paro haya sido coordinado desde La Moneda. Pero, sobre todo, es relevante señalar que el hecho de que estos sectores recurran a un acto de violencia extrainstitucional con un gobierno que les es esencialmente favorable (a diferencia del paro patronal de octubre de 1972 para desestabilizar la Unidad Popular) solo demuestra la crisis interna del oficialismo para representar los intereses de sus bases empresariales, así como la disposición de los sectores más reaccionarios a tomar medidas de fuerza para imponer sus intereses. Ambas cosas refuerzan la situación de crisis política e inestabilidad del régimen.

Todo lo anterior nos llama a estar alerta ante la necesidad de abordar la avanzada de la ultraderecha en el plano institucional y en la calle con una política que responda no solo a los efectos inmediatos de su presencia nefasta (particularmente la violencia racista y misógina) sino, sobre todo, a la precarización de la vida que hace posible que estos sectores promuevan una salida aun más precarizadora y excluyente ante la crisis. Una alternativa nacionalista, xenófoba, racista y misógina ante la crisis es una alternativa que promete soluciones de corto plazo mediante la intensificación de la competencia entre sectores de la clase trabajadora. Frente a eso, la apuesta de la izquierda no puede ser solo el contraataque físico, sino sobre todo la conformación de fuerza y programa anticapitalista, feminista y antirracista con el objetivo deliberado de que la conquista efectiva de mejoras en las condiciones de vida se traduzca en la conquista política de esos sectores populares que encuentran en la extrema derecha una alternativa.

Desorden en el partido del orden (y en la oposición)

Al igual que para enfrentar la revuelta de octubre, el partido gobernante muestra su función como encarnación política del giro autoritario de la democracia. Pero esto no ocurre sin producir tensiones al interior del bloque, donde se han ido desarrollando polos que comparten un mismo horizonte de cerrada defensa del capitalismo en Chile, pero que adoptan tácticas políticas abiertamente diferenciadas.

Del mismo modo que el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución no deja tranquilo a ningún sector de la oposición (excepto, quizá, al extremo centro de la Democracia Cristiana), los términos del itinerario constitucional tampoco convencen a los sectores del oficialismo. Renuentes ante la idea de un cambio constitucional, la derecha se dividió rápidamente entre las opciones Apruebo y Rechazo del plebiscito del 25 de octubre.

Este parece ser el efecto general del itinerario constitucional del 15N: atravesó la tenue unidad de los sectores populares en revuelta con la división entre quienes ven en el itinerario un engaño y quienes ven una oportunidad y reforzó en la derecha gobernante la división entre una derecha pragmática, que va por el Apruebo para prevenir una derrota mayor, y una derecha principista, que se atrinchera en torno al Rechazo abrazada a sus raíces pinochetistas.

Por su parte, la oposición parlamentaria apenas existe en cuanto oposición. Es decir, carece de un proyecto que organice su acción política de manera consciente. Las expresiones más superficiales de esto se encuentran en los desordenados inicios de una carrera presidencial en la que, de forma inédita, el candidato comunista Daniel Jadue lleva la delantera. Pero lo sustantivo de ese vacío de proyecto está en su incapacidad para responder a los desafíos que la revuelta le impuso al régimen, a una nueva ola de insurgencia anticolonial en el Wallmapu y a la pandemia. Ante esto, la mayoría de la oposición parlamentaria queda reducida a una variedad de fuerzas sin iniciativa, que aprueban leyes contra la protesta, adoptan una postura tibia ante el terrorismo de Estado y se suman al gobierno en la aprobación de medidas que han hecho que la crisis la paguemos los y las trabajadoras.

Esto se explica por el hecho de que en, la historia reciente, el sector político que dirigió el Estado («Concertación de Partidos por la Democracia» entre 1990 y 2010, «Nueva Mayoría» entre 2014 y 2018) ha sido el principal agente político de lo que el movimiento feminista ha llamado «agenda precarizadora de la vida». La revuelta de octubre vino a verificar una vez más la bancarrota de ese proyecto transicional, al revelar la crisis radical tanto de esa diplomacia interburguesa llamada «política de los acuerdos» como de las distintas variantes del programa económico de «crecimiento con igualdad» basado en privatizaciones, concesiones y una ingenua regulación del mercado.

Este escenario de desorden representa una oportunidad para las alternativas políticas anticapitalistas y feministas. Pero es una oportunidad débil, considerando su fragmentación y su debilidad programática. En este sentido, el mayor desafío para una alternativa anticapitalista es organizativo y programático.

¿Dónde están las oportunidades?

Proceso constituyente. La pandemia trastocó los tiempos del itinerario constitucional, pero se mantiene su carácter: un proceso derivado de la revuelta, que es una forma enajenada de la potencia popular, y que por lo mismo demanda una intervención contundente de la izquierda anticapitalista para que el golpe que nos dieron el 15 de noviembre no sea fatal. Todavía está abierta esa ventana de posibilidad. Pero no basta con hacer campaña por el Apruebo o levantar candidaturas para la Convención Constitucional si no se forja desde los sectores movilizados un camino de desarrollo programático que sustente esa intervención. Aún reconociendo el rol creativo que pueden tener las campañas hacia el plebiscito y la Convención en este contexto particular, lo que hará la diferencia para enfrentar las amenazas precarizadoras que conlleva el proceso es que existan trincheras programáticas que hayan sido deliberadas democráticamente, desde las que sea posible mantenerse alerta ante cada intento de reforzar la agenda autoritaria y patriarcal del gobierno.

Desde antes del «contraestallido» de la pandemia, era claro que el 2020 abría una importante ventana de oportunidad para una consolidación organizativa y programática del tejido social reconstruido a lo largo de la revuelta y sus expresiones territoriales. Organizativamente, este proceso puede darse mediante una firme articulación de las nuevas y viejas expresiones organizadas en sindicatos, movimientos sociales y asambleas territoriales, para sostener niveles más elevados de movilización, en la línea de las jornadas del 18 al 25 de octubre, la Huelga General del 12 de noviembre y la Huelga General Feminista del 8 y 9 de marzo. En términos de programa, se nos presenta la tarea de establecer las trincheras programáticas que permitan asegurar los avances subjetivos en el proceso político abierto.

Algunos ejemplos de trincheras programáticas construidas en la historia reciente son la demanda de educación gratuita, de un nuevo sistema de pensiones, de un aborto libre, legal, seguro y gratuito, la reducción de la jornada laboral a 40 horas o del derecho a negociación por rama. Son reivindicaciones o visiones programáticas bien arraigadas en la conciencia popular y que, de ese modo, permiten avances más firmes (tanto como resguardarse en momentos de dificultad, como cuando hay una pandemia o cuando se tiene a un gobierno aprovechando cada ocasión para avanzar en su agenda de precarización).

Esta lectura está motivada por dos premisas: primero, que la forma restringida del itinerario constitucional hace extremadamente difícil que la nueva Constitución represente un avance concreto en transformaciones profundas del régimen político institucional en Chile; y segundo, que la articulación programática de las fuerzas movilizadas es el fundamento de cualquier escenario de disputa superior.

En este sentido, entendiendo que el itinerario constitucional del 15N marca la coyuntura política de manera inexorable, se le presenta a los sectores movilizados el desafío de la máxima unidad posible y de una coexistencia táctica que haga posible que la diversidad de tareas organizativas y programáticas se organicen en torno a la cuestión constituyente, reconociendo la complementariedad de las apuestas que levantan los diversos sectores del pueblo.

¿Cuáles son estas tareas y estas apuestas? Por un lado, la preparación del itinerario constitucional mediante una Asamblea Popular Constituyente convocada por los principales movimientos sociales, que permita articular un proceso de deliberación democrática en el que las fuerzas sociales y territoriales construyan mandatos constituyentes que orienten toda intervención política en el proceso constitucional (ya sea a través de candidaturas para la Convención Constitucional o a través de procesos de asedio movilizado desde la calle). Esto es lo que han estado impulsando diversos movimientos sociales (Unidad Social, algunas asambleas territoriales, sectores del Colegio de Profesores), así como organizaciones políticas como Solidaridad, Convergencia 2 de Abril, Movimiento Dignidad Popular, Partido Igualdad, entre otras. Un proceso de Asamblea Popular Constituyente sería una oportunidad para reunir a las fuerzas de la revuelta en torno a las movilizaciones que serán necesarias para que el carácter restringido del proceso constitucional no cierre el momento constituyente que se abrió en octubre.

Por otro, el desborde del proceso constituyente institucional mediante una participación independiente y decidida de la izquierda anticapitalista en la Convención Constitucional, sin «ilusiones constitucionales» ni falsas expectativas, sino más bien con la claridad de que allí está la mejor oportunidad para mantenerse fiel con el «espíritu de Octubre» y profundizar la crisis política.

 Programa post-pandemia. Otro de los escenarios de oportunidad para un avance sustantivo en la coyuntura está en la disputa sobre las formas en que se resolverán las múltiples crisis reveladas por la pandemia del COVID-19. La pandemia ha exhibido la extensión y profundidad de la precarización de la vida en Chile, y ha mostrado la incapacidad del régimen chileno para resolver las crisis que él mismo crea. Particularmente, el compromiso del partido amplio del orden (que va desde la extrema derecha hasta el progresismo) con el empresariado grande, mediano o pequeño les llevó a aprobar un plan de «protección al empleo» que cargó sobre la clase trabajadora todo el peso del desempleo o el subempleo producto de la pandemia, obligando a cubrir la reducción de su salario con su propio seguro de cesantía. Por otro lado, ese mismo compromiso con mantener funcionando la circulación de capital llevó al gobierno a bajarle el perfil a la peligrosidad de la pandemia, con una respuesta errática y que excluyó de las decisiones tanto a la comunidad científica y las trabajadoras y trabajadores de la salud como al conjunto de la población, que demostró estar mucho mejor organizada que el Estado para resolver el abastecimiento cotidiano y el autocuidado.

La izquierda anticapitalista encuentra una gran oportunidad en la crisis múltiple que es, al mismo tiempo, causa y efecto de la pandemia. El desafío es captar la radicalidad de esa crisis y apostar a un programa radicalmente anticapitalista en términos de organización del trabajo, sistema tributario, socialización de los cuidados, lucha contra la violencia patriarcal y reorganización pública del sistema de salud, entre otras medidas urgentes.

En Chile experimentamos de forma aguda esa crisis triple que reseñábamos al inicio de este escrito. La enfermedad, el desempleo y la represión son y seguirán siendo lanzadas contra la clase trabajadora como las principales herramientas para asegurar que siga cargando el costo de la crisis. Pero, a diferencia de otros momentos históricos, nos hallamos hoy en una situación inédita de impugnación del régimen, de rápida articulación de capacidades políticas en torno al proceso constituyente, de recuperación de la confianza en la propia fuerza a través de la violencia democrática de la revuelta y de potenciales alianzas plurinacionales e internacionalistas en el marco de una crisis sanitaria global.

[Agradezco los comentarios y sugerencias de Javiera Manzi, Karina Nohales, Alondra Carrillo, Gabriela Rubio y Mauricio Fuentes, que mejoraron considerablemente el análisis y la redacción de este texto]

PABLO ABUFOM SILVA

Traductor y magíster en filosofía por la Universidad de Chile. Editor de Posiciones, Revista de Debate Estratégico, miembro fundador del Centro Social y Librería Proyección y parte del colectivo editorial de Jacobin América Latina

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