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Grecia – Moria: un laboratorio de odios

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Patricia Simón, desde Lebos

lamarea.com, 12-9-2020

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En septiembre de 2018, un informe de Médicos Sin Fronteras se convertía en noticia mundial: cada vez más niños y niñas del campo de Moria querían suicidarse. Y aquí, por decencia, debe ir un punto y aparte que invite, al menos, a un segundo de silencio para asimilar la dimensión de esta frase.

La ONG denunciaba que “en nuestro grupo de actividades de salud mental para niños (de entre 6 y 18 años) el equipo de MSF ha observado que casi uno de cada cuatro se autolesionan, han intentado suicidarse o han tenido pensamientos suicidas. Otros menores sufren ataques de pánico, ansiedad y de ira, pesadillas constantemente y mutismo por elección”. Es decir, hay menores y adultos que dejan de hablar porque su mente se agota de intentar traducir y poner palabras a la sinrazón de jugarse la vida para encontrar refugio y terminar presos en celdas de plástico con el logo de las Naciones Unidas.

Más del 80% de las personas solicitantes de asilo que vivían en Moria ,y que ahora sobreviven al raso, proceden de Afganistán y, el resto, de países igualmente arrasados por la violencia como Siria, Irak, Congo, Camerún, Mali… Es decir, huían de experiencias profundamente traumatizantes y cuando llegaron a la isla griega de Lesbos se encontraron expuestas a unas condiciones de vida deplorables, al temor constante a ser deportadas o encarceladas en la prisión que había dentro del campo de refugiados, a enfermar y, sobre todo, a que todo esto le ocurra a sus seres más queridos. Si los niños y niñas se querían suicidar, ¿qué no querrían hacer sus padres y madres?

Según Mario López, psicólogo y responsable de Salud Mental de Médicos Sin Fronteras en el proyecto de Moria desde hace cuatro meses, la situación se había degradado exponencialmente durante el último mes. «A partir de julio, las personas referidas a salud mental se multiplicaron por tres o cuatro. No paraban de llegar padres que se sentían incapaces de gestionar y calmar a sus hijos». López explica que el hecho de que hubiese muchas familias que llevaban más de un año en el centro había degradado mucho la situación y que pasaron a hacer dos intervenciones de emergencia al día, cuando era la media semanal. Ataques de pánico, trastornos de conversión, autolesiones y «durante la última semana de agosto, tuvimos el mismo número de casos de violencia sexual que solíamos tener en un mes entero«.

Este era el polvorín en el que se había convertido Moria antes del incendio: «la ira de los adolescentes estaba muy dirigida a los padres y madres porque no entienden qué hacen aquí cuando les habían prometido un sitio mucho mejor. Y lo que me temo es que ahora hay mucha gente que piensa que va a ser trasladada a un sitio mejor y me temo que se van a quedar aquí. Y en la situación en la que se encuentran, sin un reparto regular siquiera agua ni alimentos, no sé cómo va a ser la reacción si finalmente no pueden salir de isla».

El campo de Moria: cuando el refugio te tortura

El campo de Moria era un espacio de tortura, según Irene Redondo, investigadora especializada en salud mental y derechos humanos.  “Los gobiernos han permitido que estas personas permanecieran meses, e incluso años, encerradas en unas condiciones abiertamente maltratantes. La privación indirecta del sueño, la falta de una alimentación mínima y adecuada, el aislamiento comunicativo, la exposición a temperaturas extremas sin la posibilidad de protegerse ante ellas… sumado a las constantes humillaciones, amenazas y ejercicios de violencia por parte de los funcionarios públicos, generan en su conjunto un efecto combinado constituyente de tortura”, sostiene quien, tras los incendios que arrasaron el campo, colabora con labores de apoyo a las personas solicitantes de asilo que pasan su cuarto día al raso.

Redondo considera que “la población que ha pasado por Moria ha sido víctima de fuertes impactos en su propia identidad, viendo quebradas las capacidades humanas de confiar en los demás y cambiando de forma radical su visión del mundo. La percepción de que hay personas que no solo permiten que esto ocurra, sino que son directas perpetradoras de la violencia, supone uno de los mayores impactos. La tortura, sobre todo actualmente, no siempre va acompañada de marcas físicas, pero sí que supone el más contundente quiebre de uno mismo al verse sometido a una absoluta pérdida del control sobre su propia vida, incluyendo los detalles más cotidianos”.

Así lo verbalizan, de muy distintas maneras, la mayoría de las personas entrevistadas por La Marea durante la última semana. Una tortura que, en algunos casos, termina generando hartazgo, ira y, en última instancia, podría desembocar en el odio.

Chambelle, 21 años, República Democrática del Congo

Chambelle se protege del sol bajo la carpa que los solicitantes de asilo han construido en las aceras de la carretera a Mitilene, en la que permanecen desde hace cuatro días apenas sin comida ni gua. A su lado, apostado también en el quitamiedos, le acompaña su hermano. Sus cuerpos corpulentos y musculados parecen desmadejados. “Vinimos del Congo por razones personales que no quiero compartir”, comienza diciendo Chambelle, cansado de tener que presentar su hoja de servicios de desgracias para justificar su derecho a estar en suelo europeo. Este es también uno de los aspectos torturantes en el que hemos convertido el sistema europeo de asilo y de protección internacional. Llegó hace cuatro meses y siente que las violencias relatadas nunca son suficientes para quienes tienen capacidad de decisión sobre sus vidas.

¿Cuántas veces ha de contar una mujer que ha sido violada en su éxodo? ¿Se ha convertido la tortura en un requisito indispensable para que la solicitud de asilo tenga un mínimo de posibilidades de prosperar? ¿Es imprescindible haber sido la persona más desgraciada del planeta para que se te abran las puertas de la Europa-Edén? Esa es la sensación que tienen muchos de los solicitantes de asilo: que sus vidas no bastan, que siempre habrá alguien con un currículum más dramático disputándole la posibilidad de reiniciar sus vidas en un lugar seguro. Competir por el peor pasado para tener la posibilidad de un futuro. En eso ha mutado la ginkana para el ‘Welcome, refugee’.

Chambelle muestra su devastación psico-emocional sin aspavientos. “Siento que estamos perdiendo la cabeza. Llevamos cuatro meses aquí y ni por un segundo nos hemos sentido tratados como seres humanos. El racismo y el desprecio está en todas partes. Necesitamos salir de tierra griega, esto es el infierno”.

Chambelle cree que el centro de Moria y el abandono que sufren sus habitantes tras los incendios son una escuela para el odio. “Moria te obliga a cambiar de mentalidad, es fácil que te conviertas en un ‘bandido’. Hacemos todo lo que está en nuestras manos por sobrevivir y, en lugar de ayuda, aquí solo recibimos menosprecio y maltrato. Eso te hace sufrir tanto…”, explica el joven para quien la peor experiencia ha sido el incendio del campo. “Cuando pensábamos que nada peor podía ocurrir, verme rodeado de llamas junto a mi hermano, mientras la policía nos gritaba como a ganado…. Para que luego digan que hemos sido nosotros quienes lo hemos quemado. Han sido los fascistas, todo el mundo lo sabe”.

No se ha aclarado el origen del fuego, pero la falta de información en todos los órdenes con los que se castiga a las personas solicitantes de asilo han desembocado en una rumorología continua, que los medios alimentamos reproduciéndola. Esa falta de información es resultado de la normalización de un racismo estructural que permite que unas 13.000 personas lleven cuatro días tiradas en las calles sin que nadie les haya comunicado oficialmente, y de manera presencial, qué van a hacer con ellas. Porque esa es otra de las formas que el sistema de asilo tiene de quebrar a sus supuestos protegidos: privarles de cualquier tipo de agencia sobre sus vidas. Nada de todo esto sería posible si fuesen blancos y, sobre todo, si no fuesen pobres.

Porque todo lo que tiene Chambelle es una pequeña mochila con ropa y papeles, y un pensamiento que nunca cesa: “Todo el tiempo estoy con la idea de que tenemos que salir de aquí, es lo único en lo que puedo pensar, es agotador”. Un estado mental que no difiere sustancialmente de aquellas personas presas que consideran injusto su encarcelamiento. Porque esa es exactamente la percepción que tienen Chambelle y muchas de las personas que han solicitado asilo en Moria: que están presas en esta isla. Por eso, desde que comenzaron en el mediodía del viernes las manifestaciones contra los planes del Gobierno heleno de reubicarles en un nuevo campo de refugiados, uno de los gritos más repetidos es “Libertad”.

La sensación de injusticia y de esa falta de control sobre sus vidas es la antesala de una profunda frustración que, a menudo, los periodistas remarcamos cuando solo nos acercamos a ellas para que nos relaten sus experiencias traumáticas, reduciéndolas a su dimensión de seres sufrientes, mientras que para los análisis socio-políticos acudimos a portavoces de ONG o analistas de nuestros países de origen.

Cuando le pregunto a Chambelle si podrá perdonar todo este sufrimiento, contesta: “Claro, soy cristiano, mi religión se basa en el perdón. Pero no podré olvidar cómo me hicieron sentir. Quiero ir a Francia o a Portugal porque son dos lenguas que hablo, lo que me dará la oportunidad de comunicarme con la gente de allí. Al pueblo griego ni siquiera puedo decirles que ellos son en parte los responsables de que estemos aquí tirados, pasando hambre. No nos quieren, pero no nos dejan irnos”, concluye.

Chambelle, como el resto de solicitantes de asilo, ha sufrido los insultos de habitantes de Lesbos cuando hacía kilómetros a pie para comprar en un supermercado. Ha sido receptor de todo ese odio que, sabe, llega a convocar manifestaciones xenófobas y neofascistas con el único fin de exigir que se esfumen, que desaparezcan, que se ahoguen antes de llegar a las costas griegas.

Sobre sus cuerpo se descarga todo ese odio, que ahora se ve agravado con la tortura que supone, literalmente, que te hagan pasar hambre. El “tengo hambre” que ayer por la tarde nos decían muchas de las personas tiradas en la calle es solo una consecuencia más del sistema de apartheid que sufren estas personas. No es de extrañar, por tanto, los gestos de malestar y fastidio con el que muchas de ellas respondían a la propuesta de una entrevista, especialmente las mujeres, más preocupadas por buscar algo que darles de comer a sus hijos e hijas. Muchas de ellas se adentraban en los campos circundantes para buscar racimos de uva o algo que poder llevarse a la boca.

Kamara, 26 años, Mali

Kamara es el imán de la mezquita suní de los africanos del campo de Moria –en realidad, una chabola construida con palés, un poco más grande que el resto–. Dice que le eligieron para dirigir los rezos por sus conocimientos del islam, que aprendió con su padre, el imán en su pueblo. Según cuenta Kamara, huyó de su país tras haber sido obligado por el grupo yihadista Katiba Macina a combatir entre sus filas. Tras participar en tres combates y negarse a matar, consiguió escapar. “El Islam no se puede imponer por la fuerza, quiero llegar a Francia o a otro país para explicar que nuestra religión no es como algunos creen, que tiene mensajes positivos y que respeta al resto de las creencias”. Se le nota molesto, agotado, devastado. Lo demuestra el tono de su voz cuando comienza a hablar sobre lo que más le ha quebrado de su estancia en Moria.

“Nunca voy a olvidar lo que ha supuesto estar en su prisión”. No se refiere al campo en sí, sino al centro de detención donde eran encerrados los hombres a los que se les denegaba su solicitud de asilo como antesala a la deportación. “Éramos 70 hombres encerrados en una tienda. Nos daban un huevo, un bollo de pan y un tomate para desayunar. A menudo no había para todos y los teníamos que repartir. Un policía me dijo que los musulmanes no éramos bienvenidos, que ellos son católicos”, explica, sin mirar en ningún momento a esta periodista. Solo se comunica visualmente con el hombre que traduce sus respuestas.

Tras ser puesto en libertad ante la suspensión de las devoluciones a Turquía, Kamala nunca ha vuelto a una cola de reparto de la comida. Es una cuestión de orgullo. Hasta el incendio, se alimentaba de lo que podía comprar él con el resto de su comunidad. “He pedido la deportación voluntaria a mi país, pero ahora están suspendidas. Prefiero morir en una prisión en mi país que en una aquí”, concluye.

El desprecio por los refugiados era tal en Moria que ni escuelas oficiales había. Solo dos centros, puestos en marcha por los propios refugiados con el apoyo de diversas ONG. Y en una de las mezquitas suníes puestas en marcha por la comunidad afgana, varios hombres se encargaban de enseñar a leer y escribir con el Corán. «Aquí no hay nada para nuestros niños, así que por lo menos les alfabetizamos», me explicaba Ibrahim, un refugiado afgano que nunca se habría imaginado que terminaría siendo maestro. En otra chabola, dos niñas de 9 y 10 años juegan a ser las profesoras de una quincena de criaturas. Todo era tan exageradamente desestructurante en Moria que llegaba un momento en el que dejaba de sorprender. Porque era muy fácil olvidarte que seguías en la UE, en la potencia normativa de los derechos humanos.

Las personas refugiadas son  plenamente conscientes del valor que se le da a la educación en Europa y que, por tanto, si no se les garantizaba ese derecho a sus hijos es porque se les considera una casta inferior. Ahora, en la carretera donde permanecen desde el incendio, Soraya, una joven afgana de 18 años, ofrece clases a los pequeños que lo deseen.

Adanna (pseudónimo), 18 años, Somalia

Adanna salió de Somalia, con una amiga, a los 11 años. No tenían a nadie y fueron a buscarse un futuro en Yemen. Así es la vida, a veces, fuera de nuestra burbuja. Durante cinco años fue trabajadora doméstica: desde el amanecer hasta el alba; por periodos como interna y, otros, compartiendo habitación para dormir con otras personas. Los detalles podrían llenar una novela, pero lo cuento con la misma ausencia de dramatismo con el que ella me los trasladó. Con un aplomo que no le ha robado la capacidad de acabar algunas descripciones dramáticas con una sonrisa: como ocurre con el cante en el flamenco, hay penas que riéndolas se espantan.

Siendo aún menor, el ISIS intentó reclutarla, la guerra de Yemen se agravó y la explotación laboral a la que estaba condenada como mujer migrante pobre, la empujaron a seguir con su búsqueda de oportunidades: Jordania, Siria, Turquía. Y desde allí, a Moria.

Como en cualquier espacio donde se suman hacinamiento, miseria, violación sistemática de los derechos humanos y la falta de un horizonte de mejora, en el campo de Moria la violencia se ceba contra las mujeres. La violencia sexual es tan acuciante que había mujeres que se ponían pañales por la noche para no tener que salir de sus tiendas, ni recorrer las largas distancias que había hasta los putrefactos baños públicos. Esta sensación de estar permanentemente en riesgo es otro de los elementos torturantes, máxime cuando quien se supone que está encargado de tu protección ignora tu solicitud de auxilio.

Eso fue lo que le ocurrió a Adanna y al resto de grupo de chicas somalíes que viajaron juntas en la misma zodiac desde Turquía y que compartían chabola. Cuando empezaron a ser hostigadas por un grupo de hombres afganos para que se plegaran a su orden y mando, a la vez que las discriminaban por ser negras impidiéndoles el acceso a los enchufes, Adanna pidió protección a policías griegos. “No podemos hacer nada”, le respondieron. Entonces se dio cuenta de que, pese a vivir en suelo europeo, seguía estando tan sola como siempre. “Por las noches, no salíamos de la tienda y durante el día nunca íbamos solas a ningún sitio”, explica quien ahora trabaja como traductora para una ONG, gracias a lo cual ha podido alquilar una habitación en Mitilene, fuera del campo.

El dolor que produce el asesinato de un ser querido es el que tiene más posibilidades de convertirse en odio. Un odio que puede transformarte totalmente como ser humano y pensar y hacer cosas que jamás te habrías planteado en un contexto de seguridad y estabilidad. Esta conclusión, que casi todas las personas sabemos y entendemos, raramente nos la planteamos cuando pensamos en la cuestión migratoria y de búsqueda de refugio.

Las políticas de cierre de fronteras de la Unión Europea llevan casi 30 años obligando a las personas, que se mueven forzosamente, a exponer sus vidas y las de sus seres queridos, a la misma muerte, desesperación y falta de oportunidades de la que huyen. Y cuando llegan a espacios de no-derecho como era Moria, y como lo está siendo el escenario del post-incendio, nuestros líderes políticos -elegidos democráticamente- ordenan actuaciones que les vejan, humillan, violentan y maltratan.

Además de quebrarles física y psicológicamente, ¿qué consecuencias en su relación con Europa y su población esperamos que tenga esta espiral de torturas? ¿Por qué no entendemos que si inflingimos dolor sembraremos odio? ¿Por qué nos resulta tan fácil extraer estas conclusiones cuando quienes los victimarios son Estados Unidos en la prisión de Abu Graib en Irak y no cuando ocurre en Lampedusa, Moria o Melilla?

La Unión Europea ha creado estos focos de irradiación de la idea de invasión para todo el contintente: átomos de fisión a base de hacinamiento, desesperación y degradación que hagan creer que, en un continente de 446 millones de habitantes ,13.000 personas son un problema de seguridad y control. El desplazamiento de los refugiados de Moria, ahora simbólicamente a los arcenes, sigue siendo un laboratorio de odio: hacia el exterior, alimentando así la xenofobia y la extrema derecha, pero también hacia el interior: el de esos padres y madres que hacen lo imposible para que sus hijos e hijas no se quieran suicidar. 

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