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El líder y el topo Por Juan Pablo Cárdenas S.

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El líder y el topo
Por Juan Pablo Cárdenas S.

El fin de semana pasado se cumplieron 49 años desde la nacionalización del cobre. Colosal Iniciativa del Presidente Salvador Allende que fuera aprobada por la unanimidad de los miembros del poder legislativo, en un tiempo en que los desacuerdos políticos eran extremos, tanto que más tarde nos condujeran al Golpe Militar de 1973. Hasta hoy, poco se entiende que se pudiera alcanzar aquel consenso parlamentario, desafiando todas las presiones de las grandes compañías mineras extranjeras, del gobierno de los Estados Unidos y de aquellos empresarios que temían que la Unidad Popular pudiera emprender otras estatizaciones que también se hacían necesarias.

La explicación es relativamente sencilla: primó el interés nacional y se impuso el verdadero liderazgo de un mandatario que había hecho de la recuperación de nuestro metal rojo uno de sus principales objetivos y compromisos. Estamos ciertos que la derecha de entonces se resignó a apoyar la propuesta de La Moneda, en reconocimiento de la inmensa popularidad que tenía esta decisión soberana, además de sufrir un descalabro electoral si se oponía a tan sentida aspiración. Lo propio aconteció con aquellos sectores que poco antes habían favorecido la “chilenización” del cobre, una verdadera entelequia destinada a atenuar la irritación de la Casa Blanca, la que –apenas asumido Allende- empezó a promover y financiar su derrocamiento.

Con esta efeméride se nos ocurre que esta nacionalización habla de un Allende líder y visionario, cuyas sólidas ideas y consecuente vida pública lograron permear transversalmente a la política al grado que sus más feroces detractores tuvieran que brindarle apoyo finalmente a su iniciativa. Muy a regañadientes, sin duda, por lo que después de esta Ley se propusieran su derrocamiento porque ya veían prácticamente imposible vencerlo mediante el sufragio.

No hay duda que los grandes cambios siempre obedecen a procesos sociales y culturales, pero también a la existencia y férrea voluntad de los más lúcidos y legítimos representantes del pueblo, como sensibles intérpretes de la evolución histórica. De allí que los grandes líderes y conductores se perpetúen en la conciencia de las naciones y su prestigio trascienda a todo el mundo. Ejemplos de ello hay muchos, pero el caso de Allende es el más significativo no solo en Chile, sino de toda nuestra región.

A 49 años de aquel magno acontecimiento, desbaratado posteriormente por la dictadura cívico militar de Pinochet, el actual Congreso Nacional discute sobre la posibilidad de sustraerle apenas el 10 por ciento de los multimillonarios fondos en manos de las administradoras previsionales (AFP). A objeto nada más de que las abrumadas víctimas de la pandemia, del desempleo y el hambre puedan aliviar sus aflicciones y se pueda mitigar en algo la grave situación social y sanitaria del país.

No se trata, por supuesto, de nacionalizar o siquiera chilenizar las AFP como se hizo antaño con los yacimientos de cobre. Solamente se persigue echar mano a algunos recursos de ese inmenso patrimonio derivado del ahorro forzado de los trabajadores chilenos, en el que ha llegado a reconocerse como el más lucrativo negocio consumado después de que el estado chileno decidiera privatizar el sistema previsional con una ley concebida, como se sabe, por un hermano del actual gobernante. Dineros que no se necesitaría distraer si la clase política actual decidiera abrir las bien provistas arcas de nuestras reservas en el exterior, que contienen recursos más que suficientes para encarar la crisis sanitaria y emprender la plena recuperación de la economía nacional.

O si tuviéramos en La Moneda a un presidente de la estatura de Salvador Allende y no a un verdadero topo tan ampliamente repudiado por el pueblo, según lo señalan todos los sondeos de opinión pública. Quien se aferra al poder valiéndose del estado de calamidad decretado por él mismo, a expensas también del temor que el coronavirus y la publicidad oficial le han impuesto a la población a fin de confinarla. Disponiendo de toda suerte de leyes y decretos ad hoc, pero sobre todo recurriendo a la represión de las FFAA y las policías que ofician de cancerberas del régimen vigente y de su ilegítima Constitución de 1980. En uno de los diez países más desiguales del planeta, con una concentración pavorosa de la riqueza y en el descubrimiento real, ahora, de aquellos millones de pobres por años ocultados por los gobernantes de toda la posdictadura.

Si; se dice que todos los seres humanos tenemos grandes similitudes con el reino animal. Incluso algunos creen que las mascotas terminan pareciéndose con el tiempo a sus amos, o viceversa. En las redes sociales circulan parecidos asombrosos al respecto, y no en vano ha habido gobernantes tildados de leones, perros, caballos y otras especies animales, además de las consabidas ratas que pululan habitualmente en la política.

En este sentido, Piñera a lo que más se asemejaría es ciertamente a un topo, un minúsculo mamífero que vive bajo tierra y que con la evolución natural ha perdido la vista y el oído, pero que con sus cortas patas hace gala de una voracidad inmensa, como que llega a comer por día el equivalente de todo su peso. De uñas poderosas y bien dotadas para cavar bajo tierra. Repugnante, dicen otros, a pesar del respeto que le debemos a todas las manifestaciones de nuestra prodigiosa naturaleza. Incluso a la apariencia de un roedor que donde más le gusta vivir, según los biólogos, es los espacios subterráneos de Norteamérica. Especialmente de Estados Unidos, nos suponemos.

¡Vaya que distancia es la que se expresa entre Allende y Piñera! Pero qué enorme asimetría se comprueba también entre los políticos de ayer y de hoy, aunque debemos reconocer que algo auspiciosamente está pasando con el quiebre de los partidos de derecha, la vertiginosa decrepitud del conjunto de estas y otras colectividades y las que podrían ser prometedoras decantaciones de las izquierdas. No es que el futuro de Chile esté a la vuelta de la esquina, por supuesto, pero tal parece insinuarse un buen porvenir en la rabia acumulada por el pueblo y el irrefrenable proceso de movilización social que se avecina.

Patético, por lo mismo, nos parece, que uno de los jefes de los partidos oficialistas haya invocado a su sector a “obedecer al Presidente de la República, aunque éste sea feo, chico y tonto”. Lo que, más que indignación, irremediablemente nos ha producido hilaridad, pero también rubor por la suerte actual de nuestro país.

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