22/06/2020
El gran temor implica concebir la muerte de una manera distinta a nuestra cultura mortuoria chilota. Esto conlleva a su vez enfrentar y reestructurar nuestros ritos mortuorios tan ligados a nuestra identidad sin caer en la concepción occidental de muerte, donde se le teme per se y se ve como un periodo oscuro sin asumirlo y vivirlo como comunidad.
Por Pía Santibáñez Bórquez.
Antropóloga UACH. Magister en Patrimonio Cultural UC.
Investigadora del Centro de Estudios Sociales de Chiloé (CESCH).
La cultura de la muerte en Chiloé nace del choque cultural entre sus antepasados indígenas -chonos y huilliches- e hispanos. Nuestra condición insular ha permitido gestar, mantener y custodiar una concepción de muerte más cotidiana, comunitaria, conversada, conmemorativa, y ligada al entorno como una forma de mantener la memoria viva y/o salvaguardar el alma del difunto. A partir de ritos de despedida como de conmemoración póstuma, hemos mantenido una constante comunicación social entre vivos y muertos, como si estos últimos estuvieran aún entre nosotros. El velorio, por ejemplo, constituye la presentación del difunto en la vida cotidiana, pero ahora como un muerto de la comunidad, el cual hay que honrar y recordar.
La Pandemia del Covid -19 ha venido a tensionar nuestra cultura mortuoria, la forma de hacer contacto con nuestros difuntos, nuestros ritos y gestualidades que durante años los habitantes de este archipiélago hemos dedicado a nuestros muertos. Ha llegado a interrumpir una estrategia simbólica que ya teníamos zanjada como comunidad, una manera de controlar lo aleatorio, apaciguar el dolor y desconocimiento ante la muerte.
La incertidumbre que provoca no realizar nuestros ritos mortuorios permea lo que entendemos como el “buen morir” en nuestro territorio. Implica una reestructuración del sistema simbólico social y comunitario que hemos gestado tras la partida de un miembro de nuestra comunidad. Hoy en día, más que la misma muerte, angustia la idea de soledad e invisibilización al morir, ya que el deceso es un hecho que no afecta solo al individuo que parte, sino al grupo social que lo pierde, y eso bien lo sabemos los chilotes que hemos aprendido a sobrellevar este proceso biológico y social en colectivo.
Nos estremece no poder acompañar, compartir, velar, hablar y despedir al miembro de la comunidad que parte. Pero no es el temor al olvido del fallecido, sino a enterrarlo y apartarlo de la ciudad de los vivos. Nos preocupa silenciar, ocultar y oscurecer una concepción de muerte donde acostumbramos a privilegiar la dimensión festiva comunitaria como una expresión libre de la oficialidad católica. Es por esto que realizamos velorios acompañados, conversados, comidos y tomados por tres largos días y noches, así como funerales masivos y caminados por nuestras calles.
Considero que esta tensión que se ha generado en nuestra concepción de la muerte y el morir para los isleños, tiene como consecuencia cuestionarnos el cómo salvaguardar nuestros ritos, en un escenario que por sí ha modificado prácticas mortuorias a nivel mundial.
La reglamentación fúnebre tras la pandemia establece nuevas estructuras para guiar, preparar y disponer al difunto en tan solo 90 minutos, lo que nos obliga e induce a la concepción hegemónica occidental de la muerte que por tantos años hemos mantenido a límite en nuestro archipiélago y que a diferencia de la nuestra; ocultan y rechazan la muerte tanto en la esfera colectiva como en los rituales asociados, provocando que esta sea enmascarada y se reduzca a una serie de ceremonias mecanizadas y homogeneizadas.
Al fin y al cabo, el gran temor implica concebir la muerte de una manera distinta a nuestra cultura mortuoria chilota. Esto conlleva a su vez enfrentar y reestructurar nuestros ritos mortuorios tan ligados a nuestra identidad sin caer en la concepción occidental de muerte, donde se le teme per se y se ve como un periodo oscuro sin asumirlo y vivirlo como comunidad. De esta forma el desafío es hacer dialogar los significados culturales en este momento dado, trasladando memorias, incorporando, aceptando contextos y ritualidades que den cuenta de la dualidad entre la vida y la muerte propio del culto a los muertos chilotes, recordando que el espíritu de los muertos vive cada día en la memoria de los que aún estamos vivos.