No es un país cualquiera
La desobediencia civil es una de las estrategias más promovidas por grupos opositores cubanos en el exilio. Sin embargo, en la cobertura interesada de algunos sucesos de la isla, la etiqueta “protestas contra el régimen” suele aplicarse sin mucha discreción. La realidad es más compleja (y sugerente) de lo que parece.
Amaury Valdivia, desde La Habana
Brecha, 22-2-2020
Portada
Una turba enfurecida intentó linchar a un presunto violador el sábado 8 de febrero, en un barrio de la periferia de Santiago, la segunda ciudad más importante de Cuba, ubicada a 1.000 quilómetros al este de La Habana. La historia había comenzado un día antes, cuando –de acuerdo con los familiares de la niña agredida– el hombre aprovechó la confianza de los padres para quedarse a solas con ella, atacarla y causarle lesiones de gravedad. El drama se hizo más intenso por el hecho de que el acusado es portador confirmado de Vih.
El día de marras, el todavía presunto violador intentó huir de la ciudad, cuando fue identificado por personas que habían conocido el suceso a través de las redes sociales. Casi a la vez, llegaron al lugar dos oficiales de la policía –un hombre y una mujer– con la orden de detenerlo. Lo que siguió fue un lamentable episodio, protagonizado por decenas de vándalos que intentaron apoderarse del hombre para asesinarlo. Sólo la intervención de los agentes del orden y la llegada de fuerzas especiales impidieron que la tarde terminara con el primer caso de linchamiento en la historia reciente de Cuba.
Decenas de videos dan testimonio de lo acontecido. La mayoría se centra en la confrontación de algunos violentos con los funcionarios de la fuerza pública mientras estos trasladan al detenido hacia un vehículo policial. Otras grabaciones registran cómo, desde una esquina, varios jóvenes lanzan piedras a un auto de patrulla y a los efectivos que montan guardia junto a él.
En ningún audio se escuchan consignas contra el “régimen”. Los únicos disparos durante el altercado fueron los hechos al aire por uno de los primeros policías presentes, cuando los agresores intentaban acorralarlos a él, a su compañera y al detenido, y las piedras caían sobre ellos como llovizna.
En la mayoría de los países latinoamericanos la historia no hubiera motivado más que un par de ciclos de noticias y alguna reflexión académica sobre la espiral de violencia en que se halla sumido el continente. Pero Cuba no es un país cualquiera.
Reescribiendo la noticia
Las primeras informaciones acerca de lo ocurrido en Santiago insistían en que se había tratado de una protesta popular “contra la dictadura de Díaz‑Canel y Raúl Castro”. La mayoría de los medios de prensa radicados en el sur de Estados Unidos fueron incluso más allá: aseguraron que los “manifestantes” habían salido a la calle para reclamar la liberación de José Daniel Ferrer, un líder disidente local detenido desde setiembre de 2019, con cargos de agresión presentados por sus correligionarios (véase “A cabezazos y sin money”, Brecha, 6‑XII‑19).
A mediados de la semana, cuando la versión política del acontecimiento había perdido fuelle, el enfoque se centró en “el desproporcionado uso de la fuerza por parte de las autoridades”. Entre los artículos de ese cariz, uno de los imperdibles apareció publicado en la revista digital Cibercuba. Al entrevistar a quienes habían atacado a la fuerza pública, el periodista asumió la convicción manifestada por uno de ellos de que la culpa de todo la tenía la policía, al “agredir a los querían darle su merecido al violador”.
Casi por norma, tales reportes han insistido en que las calles fueron tomadas por unidades especiales que “dispararon con armas largas y cortas”. Llama la atención, sin embargo, que entre los siete hospitalizados luego de los enfrentamientos se contaran seis policías, el supuesto agresor sexual y ningún “manifestante”.
El Estado culpable
“Para mí, lo de Santiago estuvo motivado por un sentimiento de ‘inseguridad atípica’, y digo ‘atípica’ porque no se basa, como en muchos lugares, en la proliferación sin control de hechos delictivos violentos. La inseguridad de la que hablo se basa, por el contrario, en el sentimiento ciudadano de sentirse constantemente indefenso ante las autoridades que deben protegerte, que conduce a un cada vez menos solapado sentimiento de repulsa por estas.” La reflexión es del abogado Eloy Viera Cañive, asesor legal del Colectivo + Voces, un emprendimiento privado de generación de contenidos para Internet. En los últimos años ha ganado notoriedad con sus análisis de la actualidad de la isla, particularmente en temas jurídicos.
De acuerdo con Viera Cañive, el Estado cubano debería ser considerado el principal responsable de lo ocurrido en la urbe oriental, por ejercer “una cultura jurídica revanchista y conservadora que considera que la rudeza de las penas es la mejor manera de controlar el crimen y que apuesta por mantener, sin debatir su pertinencia, la pena de muerte como sanción”. Según datos publicados en 2016 por el medio oficialista Cubadebate, que cita a la segunda jefa de la Dirección de Menores del Ministerio del Interior, Luciana Calixto Prieto, sólo el 54 por ciento de los culpables de delitos de violencia sexual contra menores son enviados a prisión (07‑VII‑16). Para Viera Cañive, “ese hecho contrasta con el entendido popular de que quienes sacrifican ganado mayor o trafican drogas mayoritariamente reciben penas que implican la prisión efectiva” (El Toque, 17‑II‑20).
José Raúl Gallego Ramos, un profesor universitario que emigró a México, coincide con esa línea de razonamiento. Durante la semana que siguió al lamentable episodio de violencia, opinó en las redes sociales que debía considerárselo una consecuencia directa de la política de represión emprendida por el gobierno en contra de la disidencia. A su juicio, el Palacio de la Revolución estaba descalificado para cuestionar la ocurrencia de incidentes así.
Haciendo méritos
A la espera de entrevistarse con las autoridades migratorias de Estados Unidos en México, Ariel preserva como un tesoro los documentos que dan fe del proceso penal que un par de años atrás atravesó en Cuba. Según su versión de la historia, todo fue parte de una encerrona urdida por funcionarios de aduana, que esperaban de él un soborno para dejarlo pasar con mercaderías compradas en Panamá.
Por entonces, Ariel se dedicaba al lucrativo oficio de mula: traía desde otros países artículos diversos que luego revendía en la isla a través de familiares y conocidos. De acuerdo con la Fiscalía, en noviembre de 2017 nuestro héroe le ofreció dinero a un aduanero, en el aeropuerto de La Habana, para que hiciera la vista gorda ante el exceso de equipaje que portaban él y las dos personas que había contratado para esos menesteres. Pero el funcionario se negó a aceptar el pago y terminó denunciándolo con sus superiores.
En Tijuana, Ariel –como es de comprender, se trata de un seudónimo– compara la tensión de aquellos días con la tranquilidad de los actuales. Por insólito que parezca, el motivo es el mismo: el expediente judicial en cuestión. Aunque, en definitiva, el instructor del caso no consiguió pruebas de la culpabilidad del acusado, y todo quedó en el decomiso de parte de su carga y una multa administrativa, a los efectos de su futuro esa acusación puede ser la diferencia entre alcanzar o no el sueño americano.
“Si tú te presentas en la frontera sin nada que certifique que eres un perseguido político, ya puedes ir preparándote para que te devuelvan a Cuba. Los yanquis sólo aceptan al que haya puesto un cartel o haya tenido problemas con la policía. Da igual el motivo, lo importante es saber presentarlo como un caso de persecución”, cuenta Ariel a Brecha a través de Whatsapp.
La desobediencia civil es una de las estrategias más promovidas por los grupos opositores radicados en la isla y el sur de La Florida. Entre todos, un difuso movimiento, autodenominado Clandestinos, pretendió, a comienzos de año, llevar el asunto un paso más allá. Su plan era simple: adjudicarse cuanto incidente se produjera en el país. En el proceso de hacerse un nombre decidieron dar un golpe de efecto manchando con sangre de cerdo una docena de bustos del héroe nacional cubano, José Martí, emplazados a lo largo de una de las principales avenidas de La Habana. Los encargados de la tarea fueron varios delincuentes y el pago fue de alrededor de mil dólares, transferidos a través de la Western Union.
En principio fue una operación exitosa, pues, a pesar de la rápida detención de los vándalos, el debate sobre los hechos proporcionó a Clandestinos sus 15 minutos de fama. El problema estuvo en la figura escogida como objeto de ultraje –en el imaginario nacional, Martí es considerado poco menos que un símbolo místico– y en lo insustancial del grupo en sí.
A los pocos días de la vandalización de los monumentos, las publicaciones de Clandestinos en la redes se convirtieron en objeto de burla, debido a la facilidad con que podía descubrirse que mentían. Uno de los episodios más sonados fue el del supuesto asalto popular a una comisaría de barrio en La Habana. El posterior incendio del inmueble había sido filmado por militantes suyos, aseguraba Clandestinos, antes de llamar a que en todo el país se replicaran las protestas como esa.
La historia se sostuvo durante el tiempo que varios vecinos del lugar demoraron en publicar sus propios videos. La “comisaría” incendiada habían sido, en realidad, tradicionales muñecos de trapo quemados en la madrugada del 1 de enero, en medio de los festejos por el año nuevo.
A pesar del descrédito opositor, los llamados al desacato no han sido un completo fracaso. Desde hace algunos años, no resulta extraño que presos comunes reclamen la condición de disidentes con el objetivo de acumular méritos para emigrar a Estados Unidos. El caso arquetípico de esa tendencia es el de Orlando Zapata, condenado por robo y agresiones con arma blanca, que en 2010 falleció tras una huelga de hambre a la que lo incitaron su propia madre y prominentes líderes “democráticos”. Como pago, la señora y sus familiares cercanos recibieron la visa para asentarse en Miami.
¿Violencia “buena”?
En el último año, la escalada de agresiones por parte de la administración de Donald Trump llevó a la economía cubana a una situación de virtual parálisis. Declaraciones oficiales de La Habana han reconocido que, por ejemplo, sus reservas de combustible cayeron en casi un 60 por ciento; los pagos de la renegociada deuda exterior fueron suspendidos en el cierre de 2019 y el desabastecimiento se ha generalizado en toda la red comercial.
Pero la popularidad del presidente Miguel Díaz‑Canel no da muestras de haber sufrido menoscabo. Ni siquiera luego de las numerosas regulaciones (prohibiciones de viajar al exterior) emitidas contra artistas y periodistas independientes. Por otro lado, el fracaso del llamado Parón de Enero –la convocatoria a cortar los vínculos con la isla, lanzada por el ala dura del exilio, que incluyó cortar el envío de remesas y de recargas telefónicas, y los viajes a Cuba– ha puesto en evidencia que tampoco en Miami existe una hoja de ruta viable para poner fin al “régimen”. Ante la falta de ideas nuevas, algunos están dispuestos a explotar cualquier opción, por extrema que parezca. Incluso la de la violencia callejera. En definitiva, “protestas son protestas”.