por Susana Herculano-Houzel //
Es obvio que somos especiales, ¿no?
Los humanos somos formidables. Nuestro cerebro es siete veces más grande de lo que tendría que ser respecto al tamaño de nuestro cuerpo, y tarda un tiempo extraordinariamente largo en desarrollarse. Nuestra corteza cerebral es la más grande en relación al tamaño total del cerebro, y la sección prefrontal de la misma es también la más grande. El cerebro humano consume una cantidad tremenda de energía: el 25 por ciento de las calorías que necesita diariamente todo el cuerpo para funcionar. En un periodo de tiempo evolutivamente breve ha crecido enormemente y ha dejado rezagados a nuestros primos hermanos, los grandes simios, el tamaño de cuyo cerebro apenas es una tercera parte del nuestro. Así que el cerebro humano es realmente especial, ¿no?
Pues no, si hemos de dar crédito a las nuevas pruebas surgidas de mi laboratorio y que el lector está a punto de descubrir en los capítulos que vienen a continuación. Nuestro cerebro es notable, sí, pero no es especial en el sentido de que sea una excepción respecto a las reglas de la evolución, o que sea destacable por tener unas propiedades únicas y exclusivas. Y sin embargo, estamos convencidos de tener el cerebro más capaz de la Tierra, el único capaz de explorar otros cerebros en vez de ser explorado por ellos. Si nuestro cerebro no es un caso especial en la evolución, ¿dónde reside la ventaja humana?
La ventaja humana le invita a abandonar el prejuicio de considerar a los humanos como extraordinarios y a juzgar al cerebro humano a la luz de la evolución y de las nuevas pruebas que sugieren una explicación diferente del carácter único de nuestras habilidades cognitivas: la de que nuestro cerebro supera al de los demás animales no porque seamos una excepción en la evolución, sino porque, por razones estrictamente evolutivas, somos la especie que tiene más neuronas en la corteza cerebral, más de las que puede llegar a tener cualquier otra especie. Argu mentaré que la ventaja humana se debe, en primer lugar, al hecho de que somos primates y a que, como tales, poseemos un cerebro construido de acuerdo con unas reglas de escala que hacen posible encajar un gran número de neuronas en un volumen relativamente pequeño, en comparación con otros animales. En segundo lugar, somos la especie de primates que se ha beneficiado del hecho de que, hace millón y medio de años, nuestros ancestros descubrieron un truco que permitió a sus descendientes tener un número cada vez mayor, hasta llegar a ser enorme, de neuronas corticales como no ha sido capaz de generarlas ninguna otra especie: la cocción de los alimentos. En tercer y último lugar, gracias a la rápida expansión cerebral que hicieron posible las calorías extras obtenidas por gentileza de la cocina, somos la especie que tiene más neuronas en la corteza cerebral, la parte del cerebro responsable de detectar patrones, razonar lógicamente, anticipar lo peor y prepararse para hacerle frente, desarrollar tecnologías y transmitirlas culturalmente.
Comparar el cerebro humano con el cerebro de docenas de otras especies animales, grandes y pequeñas, ha sido una verdadera lección de humildad, lo que nos recuerda que no hay motivos para suponer que hayamos sido especialmente señalados en la historia evolutiva ni que hayamos sido “elegidos” de algún modo. Confío en que esta nueva interpretación del cerebro humano nos ayudará a apreciar mejor cuál es el lugar de nuestra especie en la Tierra, una especie que, sin tener nada de especial o de extraordinario (dado que sigue las mismas reglas de escala evolutivas que siguen los demás primates) es de hecho notable por sus habilidades cognitivas y, gracias a la excepcional cantidad de neuronas que posee, tiene el potencial de cambiar su propio futuro, para bien o para mal.
Río de Janeiro, enero de 2015<
Epílogo: nuestro lugar en la naturaleza
Resulta que hay una explicación sencilla de por qué el cerebro humano, y solo él, puede ser al mismo tiempo similar a otros en sus limitaciones evolutivas y sin embargo tan diferente como para dotarnos de la habilidad de reflexionar sobre nuestros propios orígenes materiales y metafísicos. Para empezar, somos primates, y esto nos confiere la ventaja de tener un gran número de neuronas encajonadas en un córtex cerebral pequeño. Y en segundo lugar, gracias a la innovación tecnológica introducida por nuestros ancestros, escapamos de la restricción energética que limita a todos los demás animales a tener un número mayor de neuronas corticales de las que permite una dieta de alimentos crudos en circunstancias naturales.
Así pues, ¿qué es lo que tenemos que no tienen otros animales? Un número considerable de neuronas en el córtex cerebral, el mayor, no alcanzable por ninguna otra especie, digo yo. Y ¿qué es lo que hacemos que absolutamente ningún otro animal hace y que, según creo yo, fue lo que nos permitió acumular ese número tan considerable de neuronas en primer lugar? Cocinar nuestra comida. El resto –todas las innovaciones tecnológicas posibilitadas por la existencia en nuestro córtex cerebral de este extraordinario número de neuronas, y la consiguiente transmisión cultural de dichas innovaciones que ha mantenido en una marcha ascendente esa espiral que convierte nuestras capacidades en habilidades– es otra historia.
Y fue así como salimos adelante: durante los últimos 200.000 años, nuestro gran cerebro con su córtex cerebral rico en neuronas (sin dejar de ser al mismo tiempo un córtex primate perfectamente normal) inventó la cultura, la agricultura, la civilización, los mercados, los supermercados, la electricidad, las cadenas de distribución, los refrigeradores, todas aquellas cosas que conspiraron para que ahora podamos tener fácilmente a nuestra disposición un gran número de calorías. Tantas que las 2.000 kilocalorías que necesitamos diariamente podemos consumirlas en una sola sesión en nuestro restaurante favorito de comida rápida, el que está a la vuelta de la esquina. No nos hace falta cazar ni recolectar, plantar ni cosechar. Ni siquiera tenemos ya que cocinar, por lo menos nosotros mismos: nuestra tecnológica civilización nos permite externalizar incluso nuestra propia cognición si es necesario.
Nuestro trabajo sobre el cerebro humano fue publicado en el año del 200 aniversario del nacimiento de Darwin y en el del 150 aniversario de la publicación de su libro seminal sobre El origen de las especies (1859). En las charlas que doy para el público en general siempre enseño un dibujo con la imagen de un hipotético mamífero del tamaño de una ballena azul y con un inverosímil cerebro de roedor de 36 kilos de peso conteniendo nuestros 86.000 millones de neuronas, de acuerdo con las reglas que describen la forma en que están construidos los cerebros de los no primates. Y luego comparo esta imagen con la del aspecto que tendría un primate genérico con 86.000 millones de neuronas, según las reglas de escala que descubrimos: un animal de unos 66 kilos de peso con un cerebro de 1.240 gramos, que yo ilustro con un retrato muy conocido de Darwin con “su cerebro” expuesto por transparencia. “Así pues, Darwin era un primate,” concluyo, “lo mismo que yo y que cada uno de ustedes.” Para mi sorpresa e inicialmente, lo confieso, con cierta decepción, siempre veo entre el público alguna cara sonriente asintiendo plácidamente.
Como bióloga, me siento halagada y honrada de poder presentar a Darwin como una prueba póstuma de que, como él mismo dijo, hemos sido creados a imagen y semejanza de otros primates. (Me gusta pensar que a él le habría gustado nuestro descubrimiento). Una vez que mi decepción inicial se desvanece (siempre sigo esperando protestas, incredulidad, escepticismo), resulta un alivio ver que el público del siglo XXI se toma tan bien que les califiquen de “primates”. Hemos recorrido un largo camino desde Darwin, gracias en gran parte a su trabajo, que preparó el camino para un mejor entendimiento de cuál es nuestro lugar en la Tierra. Puede que seamos la especie que acumula el mayor número de neuronas en su córtex cerebral, lo que hace que podamos considerarnos en cierto modo únicos. Pero estamos aquí gracias a una serie de contingencias que pusieron suficiente tecnología en manos de nuestros antepasados para garantizarles acceso suficiente al alimento y la habilidad para transformarlo que les permitió superar las restricciones energéticas que todavía son de aplicación en el caso de todos los demás animales de la Tierra. Conseguimos saltar ese muro energético y hemos inventado máquinas operadas por humanos, máquinas que funcionan de manera automática, e incluso máquinas que pueden sustituirnos a nosotros mismos, o por lo menos a nuestro yo cognitivo. Pero nunca hemos dejado de ser primates.
Fuente: Prefacio y epílogo del libro de Suzana Herculano-Houzel La ventaja humana
Reproducido de EL PORTEÑO