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Estado español – La revuelta catalana, la Unión y la indiferencia de la izquierda

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Marià de Delàs *

 

Viento Sur, 17-5-2018

http://www.vientosur.info/

El movimiento soberanista catalán mira hacia Europa, a veces con esperanza y muy a menudo con un sentimiento a medio camino entre la decepción y el escepticismo.

Bélgica, Reino Unido, Finlandia, Alemania, Suiza se han convertido, al menos temporalmente, en zonas de seguridad para dirigentes políticos catalanes perseguidos por el Estado español. Eso reconforta a quienes siempre confiaron en las garantías jurídicas de las viejas democracias europeas.

Las autoridades españolas persisten en el empeño de calificar como “huidos de la justicia” a personas que han utilizado su condición de ciudadanos de la UE para ponerse a salvo de la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo españoles. El exilio es duro pero la vida entre rejas es mucho peor, tanto desde el punto de vista personal como político, y hasta el momento, el presidente Carles Puigdemont y otros representantes catalanes han conseguido, gracias a la justicia que se administra en otros países de Europa, no correr la suerte de los que se encuentran desde hace meses en Soto del Real, Alcalá Meco o Estremera.

Han logrado bastante más. En Europa ya no se ignora la existencia de un conflicto entre Catalunya y el Estado español. Carles Puigdemont se ha convertido, a pesar de que explica poco y mal la estrategia que pueda tener para el futuro, en una personalidad más conocida que bastantes gobernantes del viejo continente. Medios de comunicación de diferentes países han informado sobre el ‘procés’, las movilizaciones soberanistas y la represión gubernamental y judicial con un nivel de profesionalidad olvidado por la mayor parte de periódicos, radios, televisiones y agencias de noticias de ámbito estatal. La docilidad, la humillación de demasiadas redacciones ante las directrices marcadas desde Moncloa es escandalosa. Ni los pies de foto se salvan ya de la escritura al dictado cuando se trata de publicar algo en España sobre la realidad política catalana.

Lo que no ha obtenido ni parece que vaya a obtener el soberanismo catalán es alguna forma de apoyo sustancial a corto plazo por parte de gobiernos europeos o instituciones ejecutivas de la Unión.

Los nacionalistas españoles han utilizado y utilizan a menudo el respaldo que les prestan sus socios europeos para restar credibilidad a cualquier posibilidad de reconocimiento internacional de Catalunya como sujeto político soberano. Y los independentistas catalanes ya admiten con asiduidad su disgusto ante la indiferencia de los gobernantes de los países de la UE. Les reprochan el olvido de los valores fundacionales de la propia Unión, basados formalmente en el respeto a la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad, el estado de derecho y los derechos humanos.

La apelación a estos valores y la denuncia de la involución política en España no parece que conmueva a jefes de Estado y primeros ministros. Ha despertado inquietud y solidaridad en algunas organizaciones, eso sí. Algunos parlamentarios y alcaldes han pedido soluciones políticas y es probable que las denuncias tengan algún recorrido en los tribunales de justicia, pero en el poder ejecutivo resbala.

El Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas se pronunció de manera clara sobre la necesidad de hacer respetar los derechos políticos de Jordi Sànchez como diputado aspirante a presidir la Generalitat, aunque se encuentre encarcelado “preventivamente”, pero los gobiernos de la UE sólo discuten entre sí sobre aquello que afecta directamente a sus intereses y hoy por hoy parece que no tienen nada a ganar con tomas de posición sobre la calidad de la democracia en España. Se impone la lógica de la solidaridad intergubernamental. No pueden ignorar, sin embargo, que la movilización de una parte importante de la sociedad catalana en favor del derecho a decidir cuestiona en cierta medida el modelo sobre el que se ha construido la Unión, porque apunta hacia un posible cambio en la “política territorial” de los estados en un momento de crisis institucional.

La Unión Europea no es una democracia. Es una organización de estados bajo una forma de poder supranacional que se desentiende a menudo no sólo de voluntades expresadas en las urnas, sino también de necesidades elementales de sus ciudadanos y de los extranjeros que piden refugio. Permanece indiferente ante quienes reclaman que se ponga fin a las políticas económicas impuestas por organismos no elegidos e ignora manifestaciones y votaciones de pueblos y naciones que reclaman su derecho tomar sus propias decisiones.

La revuelta popular catalana, sin embargo, pacífica y hasta el momento persistente, más allá del dolor de cabeza que representa para la monarquía española y para los defensores del régimen político acordado con los herederos del franquismo, plantea dudas sobre el futuro, porque busca la internacionalización de su causa, podría despertar un movimiento de solidaridad y, de esta manera, marcar nuevos caminos. No son pocos los observadores que han apuntado la posibilidad de un eventual efecto dominó que pondría en cuestión la actual arquitectura de la UE.

La izquierda tradicional olvidó hace mucho tiempo la idea según la cual sólo la clase trabajadora podía respetar y hacer respetar la soberanía de los pueblos. Predomina entre sus dirigentes la desconfianza hacia los movimientos de liberación nacional. Los identificaron e identifican sistemáticamente con las ambiciones económicas y políticas de estamentos sociales conservadores, de gentes privilegiadas y corruptas, sin matices.

La mayor parte de la socialdemocracia, de las organizaciones que en su día se reclamaron del comunismo y también de los que hablan en nombre de la “nueva política” parece que tengan dificultades para entender la naturaleza y alcance de las movilizaciones soberanistas, para distinguir entre naciones dominantes y sometidas, al menos en Occidente.

Es más, ante la evidencia de la pérdida de peso del sufragio universal y de que quienes gobiernan efectivamente Europa no dependen directamente de los electores, la vieja y la nueva izquierda se enredan muy a menudo en una competencia absurda con la derecha extrema en exhibiciones de nostalgia de modelos políticos y económicos del pasado, y en reivindicaciones patrióticas, con apelación al orgullo de pertenencia a estados nación con pasado colonial y presente neocolonial.

La izquierda, tiempo atrás, tuvo un proyecto político, que se llamaba socialismo. Muchas personas, millones, compartieron la idea de que en algún momento podrían vivir en sus ciudades y pueblos con seguridad en el futuro, para sus familiares y sus conciudadanos, porque los criterios de justicia social, democracia, libertad y respeto de los derechos individuales y colectivos, mayoritarios o no, se impondrían por encima de cualquier otra ambición. El derecho de los pueblos a elegir libremente su futuro formaba parte, obviamente, de esas ilusiones colectivas.

Hoy, por razones complejas, sobre las que no se ha pensado y escrito suficientemente, la izquierda se encuentra sin proyecto político con el que entusiasmar a la gente normal y ha dejado el campo libre a otras ilusiones, que abrazan sectores sociales con intereses a menudo contrapuestos.

La independencia apareció para millones de catalanes como un estado de cosas en el cual podrían vivir mejor, con más libertad, mayor seguridad y mejor aprovechamiento de la riqueza. Independencia en forma de república, evidentemente rupturista pero sin proyecto social definido.

Cada cual le otorga el contenido que le parece, a veces con ambiciones insolidarias, pero es evidente que el soberanismo ha levantado una enorme oleada de complicidades entre gran parte de la ciudadanía. Se ha señalado muchas veces que la derecha catalanista, artífice de los recortes sociales, buscó refugio bajo banderas independentistas para ocultar sus vergüenzas, pero a menudo se ignora que durante el período de crisis no pocas personalidades catalanistas, que se codeaban con la élite financiera, asistieron con incredulidad a su propia expulsión del establishment.

La crisis, el empobrecimiento, los recortes, la precariedad, la represión, la violencia han generado y estrechado lazos de solidaridad entre sectores sociales muy amplios. Sólo la retención de fuertes prejuicios o las adherencias e intereses que genera la ocupación de cargos políticos permiten entender que haya dirigentes que identifiquen los objetivos de todo este movimiento, autoorganizado, que se ha expresado durante casi toda la presente década a través de movilizaciones insólitas, con los intereses de la derecha conservadora.

El desarme de la izquierda también ha abierto oportunidades, claro está, al populismo reaccionario. Una organización como Ciudadanos (Cs), un partido neoliberal, que a ojos de no pocos analistas se encuentra situado a la derecha del PP, ha conseguido canalizar, además de las aspiraciones de buena parte de la élite del nacionalismo español asentado en Catalunya, la frustración de sectores que siempre votaban a la izquierda y que se sienten no solo ajenos al independentismo sino también olvidados por los suyos y a la vez principales víctimas de las políticas del PP. El resultado de las elecciones al Parlament de Catalunya del pasado 21 de diciembre deja poco lugar a dudas sobre la capacidad de atracción de Cs. Con el 25,3 por ciento de los sufragios (1.109.000), apareció como la fuerza política más votada.

Se trata sin duda de un fenómeno que ha colocado a la izquierda tradicional ante un dilema. Puede intentar competir con la derecha en el debate territorial, poniendo el acento en las discrepancias con el independentismo y el aprecio de la “cultura catalana” orgullosa de su españolidad o demostrar que defiende mejor que ninguna otra fuerza el reconocimiento de Catalunya como sujeto político soberano. Sólo algunos representantes de la nueva política, de vez en cuando, se pronuncian a favor del derecho a decidir de las naciones históricas, y lo hacen siempre con matices, con miedo a pagar un coste electoral excesivo.

“Las izquierdas europeas tienen que aprender del Sur global”, explicaba recientemente en un artículo Boaventura de Sousa Santos  1/, director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra. Recordaba este sociólogo que el nacionalismo “fue la bandera de los pueblos oprimidos, entre los que evidentemente había diferencias de clase”, pero señalaba a continuación que “el colonialismo no terminó con el fin del colonialismo histórico”. “Actualmente sigue bajo otras formas, como el colonialismo interno, el racismo, la xenofobia…”. “Una reivindicación de clase se puede afirmar bajo la forma de identidad nacional, y viceversa. Por tanto las fuerzas políticas que tienen éxito son las que están más atentas a este carácter cambiante de las luchas sociales”, decía de Sousa Santos. La crisis de Catalunya reveló, según él, que “la ‘cuestión nacional’ de España solo se resuelve con una ruptura democrática con el régimen actual”.

Esa ruptura no se puede concebir sin la acción unitaria de fuerzas dispuestas a poner en cuestión por la vía de la práctica el régimen nacido con la constitución de 1978 y si algo ha demostrado también el conflicto de Catalunya con el Estado español es que ese régimen se defiende a si mismo sin ahorrar medidas de represión.

Lo sabe todo aquel que no cierra los ojos, pero no se recuerda suficientemente la dureza de la intervención policial contra la población que quería votar y votó el día del referéndum, las requisas de propaganda, la prohibición de actos públicos, las detenciones, multas, embargos… las investigaciones judiciales sobre más de 700 alcaldes, el cese de centenares de empleados de la administración catalana… Conviene recordar que los dirigentes de las dos organizaciones más importantes del movimiento soberanista, la que fue presidenta del Parlament de Catalunya, el vicepresidente, una consejera y cuatro consejeros de la Generalitat se encuentran encarcelados ‘preventivamente’ desde hace meses, acusados de sedición y rebelión, por haber favorecido el ejercicio del derecho de la población de Catalunya a votar sobre su futuro.

El presidente de la Generalitat, cuatro de los consejeros de su equipo de gobierno, destituido por el gobierno español, se encuentran en el exilio. Una diputada y una exdiputada, dirigentes de partidos independentistas también optaron por exiliarse para evitar su más que probable encarcelamiento. La Fiscalía del Estado acusa de terrorismo a personas que levantaron barreras en las autopistas para hacer visible su protesta contra la represión. Los ministerios de interior y educación han puesto en pie una campaña contra la escuela catalana y contra personal docente por la vía penal…

Cuesta entender que dirigentes e intelectuales, presuntamente progresistas, consideren justificable que el Estado responda de esta forma autoritaria contra un sector importante de la ciudadanía.

También resulta asombrosa la indiferencia o el recelo de la izquierda española ante una movilización popular sin apenas precedentes. Millones de personas que desafían al Estado, porque creen pertenecer a un pueblo soberano, defienden sus instituciones de autogobierno, proclaman una república y quieren hacerla efectiva, pretenden en consecuencia librarse de la monarquía y abrir un proceso constituyente, y buena parte de la izquierda mira este fenómeno a distancia y se diría que espera que pierda vigor, como si la aparición de una alternativa realmente emancipadora para los más débiles dependiera de la desmovilización del independentismo.

La animadversión hacia la realidad catalanista actual, en algunos casos, o el desinterés, en otros, merecen ser analizados y estudiados, para no quedarse en la simple constatación del arraigo de la catalanofobia y para entender las razones de fondo, pero al mismo tiempo conviene observar, también sin prejuicios, lo que ocurre desde hace años en esa nación histórica, porque es un síntoma de la crisis que padece Europa, y puede ser un laboratorio para inventar nuevas formas de relación entre pueblos soberanos. Una experiencia opuesta a la uniformidad, favorable a la diversidad y a la radicalidad democrática.

* Maria de Delàs, periodista.

Nota

1/ ¿Unidad de las izquierdas? España: la fractura de la identidad nacional. Público 15 de febrero de 2018 (Tercera entrega de cinco artículos dedicados al tema de la unidad/articulación de las izquierdas en diferentes contextos contemporáneos y que forman parte del libro ¿Unidad de las izquierdas? Cuándo, por qué, cómo y para qué, Dyskolo, 2018).

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