Felipe Portales
Desgraciadamente, luego de la guerra mundial -¡y pese al Holocausto!- las actitudes antisemitas y
pro-alemanas de Pío XII continuaron imperturbables. De partida, y pese a que condenó públicamente el
régimen nazi luego de su caída, el 2 de junio de 1945 (ver Carlo Falconi.- The Popes in the Twentieth
Century. From Pious X to John XXIII; Little Brown and Company, Boston, 1967; p. 252), ¡nunca condenó
explícitamente el Holocausto!, es decir, la política de búsqueda del exterminio total de los judíos
planificado por el régimen nazi y que contó con el apoyo de muchos sectores de extrema derecha de
varios países europeos.
El antisemitismo propiamente tal continuó siendo también “política de Estado” vaticana. De nada sirvió
la exhortación que le hizo el dirigente del Congreso Judío Mundial, Arieh Kubovy (León Kubowitzki), a
Pío XII en una entrevista que tuvo con él, el 21 de septiembre de 1945. Allí, Kubovy “instó al Papa a emitir
una declaración oficial enfatizando los vínculos espirituales entre cristianos y judíos y refutando la vieja
idea de la responsabilidad de los judíos por la muerte de Jesús”. Kubovy creía, como más tarde explicó
en su informe sobre la audiencia, que “a menos que la Iglesia abandonase su enseñanza de que los
judíos estaban malditos por toda la eternidad por haber crucificado a Cristo, la hostilidad hacia los
judíos estaba destinada a repetirse en todas las generaciones subsiguientes en todos los países cristianos”
Susan Zuccotti.- Under his very Windows. The Vatican and the Holocaust in Italy; Yale University Press,
New Haven, 2002; p. 303).
Tampoco le hizo caso a Jacques Maritain –que en ese momento era embajador de Francia en el Vaticano-
que envió varias cartas al Vaticano en ese sentido. Recordemos que el filósofo católico francés había
condenado siempre el antisemitismo católico. Ya en 1937 había escrito que “no es poca cosa para un
cristiano odiar o despreciar o querer tratar de manera humillante a la raza de la cual su Dios y la madre
inmaculada de su Dios salieron. Por esto el celo amargo del antisemitismo termina siempre al final contra
el mismo cristianismo” (Jean Meyer.- La fábula del crimen ritual. El antisemitismo europeo (1880-1914);
Tusquets Editores, México, 2012; p. 17). Y como se vio en páginas anteriores fue también uno de los
inspiradores de la organización de clérigos Los Amigos de Israel, la que fue disuelta por el Vaticano en
1927 por su lucha contra el antisemitismo católico.
Por cierto, durante la guerra extremó su celo al respecto, llegando a escribir que “el antisemitismo nazi
está en el verdadero meollo de la actual prueba de la civilización”. Y ya cerca del final de aquella, afirmó
que el mundo no debería estar ciego frente “al más espantoso misterio de la historia contemporánea, la
masiva crucifixión del pueblo judío, la nueva pasión que Cristo está sufriendo en Su pueblo y raza”
(Michael Phayer.- The Catholic Church and the Holocaust 1930-1965; Indiana University Press, Bloomington,
2000; p. 178).
Y como embajador se esmeró dentro de sus funciones por hacer conciencia en el Vaticano de que era la
hora de revertir completamente aquel antisemitismo atávico. Así en una carta dirigida al subsecretario de
Estado (y amigo) Juan Bautista Montini, “le habló abiertamente del Holocausto, señalando que cientos de
miles de sus víctimas eran niños inocentes”; y urgió a que “la Santa Sede debe denunciar esta ruptura sin
precedentes del derecho natural a fin de mostrar la compasión del Papa por el pueblo judío” (Ibid.; p. 179).
En otra carta, Maritain enfatizó respecto de los alemanes que había que hablar de su “responsabilidad
colectiva por el genocidio más que de culpa colectiva”. Y arguyó que “aunque muchos alemanes no son
culpables de los crímenes de la Gestapo y de las SS, todos deben responder por ellos, porque estas
organizaciones eran destacados agentes de la comunidad”; y que “la responsabilidad colectiva descansa
también en los hombros de los católicos alemanes, o, quizás, especialmente en ellos. ¿Quién podrá
comprometerse en un proceso de arrepentimiento y renovación si los creyentes no lo hacen?” (Ibid.).
Pero Pío XII hizo virtualmente todo lo contrario. Además de no condenar nunca explícitamente el
Holocausto, defendió públicamente a Alemania y a sus católicos llamándolos “héroes y mártires en
agosto de 1945, y diciendo más tarde en ese año que la mayoría de ellos se habían opuesto al nazismo con
todo su corazón” (Ibid.; p. 161). A su vez, los obispos alemanes rechazaron en 1945 que hubiese una culpa
colectiva de los alemanes por el exterminio de judíos (ver ibid.; p. 135). Luego, el Vaticano criticó en 1946
el proceso de desnazificación efectuado por los Aliados, afirmando que hubo “literalmente miles de
profesores en Alemania que fueron forzados a ingresar al Partido Nazi pero que sabotearon abiertamente
la doctrina nazi en sus clases” (Ibid.; p. 161). A su vez, el consejero político estadounidense para Alemania,
Robert D. Murphy, le contestó al Vaticano que “las más grandes esperanzas y los mayores esfuerzos
diligentes de las autoridades Aliadas habían fallado en descubrir alguno de tales abiertos saboteadores”
(Ibid.).
Asimismo, los obispos alemanes condenaron en 1948 los juicios de Nüremberg porque, según ellos, “no
tenían fundamentos legales ni morales” (Ibid.; p. 142). Y tristemente, el mismo obispo von Galen que había
denunciado valientemente en 1941 el exterminio de los discapacitados, atacó pública y duramente los
juicios de Nüremberg llamándolos “juicios espectáculos”; y “que no buscaban justicia, sino la difamación
del pueblo alemán”, llegando a “la escandalosa afirmación de que las prisiones de las autoridades de
ocupación (aliadas) eran peores que los campos de concentración nazis de Europa oriental”(Ibid.; p. 139).
Además, los obispos alemanes llegaron incluso al extremo de apelar de la sentencia de muerte del
organizador del exterminio nazi de discapacitados mentales, Víctor Brack, argumentando que “el programa
de eutanasia estaba basado en convicciones racionales y no avaras”, y que Brack “mató con un propósito,
no caprichosamente” (Ibid.; p. 142). A su vez, el cardenal arzobispo de Colonia, Josef Frings, dijo que “el
pueblo alemán” no sabía de los crímenes nazis, por lo que “eran más víctimas que perpetradores de las
atrocidades” (Ibid.; p. 147). Es preciso, sí, señalar que en esta época se sumó a la siempre honrosa excepción
del cardenal (desde 1946) arzobispo de Berlín, Konrad von Preysing, el cardenal arzobispo de Munich,
Michael Faulhaber quien se había manifestado desde 1933 indiferente a la suerte de los judíos. Así,
a comienzos de 1946, “Faulhaber le dijo a una delegación visitante de anglosajones que él esperaba que el
Papa trabajaría para acabar con el antisemitismo en Alemania y en toda Europa, añadiendo que le pediría
al Papa que emitiera una carta pastoral sobre esta materia dirigida a todos los católicos europeos” (Ibid. p.
181).
Pío XII pidió también la conmutación de la pena de muerte de varios criminales de guerra nazis, incluyendo
a uno de los peores, el “católico” gobernador general de Polonia, Hans Frank, quien supervisó la aplicación
del Holocausto en ese país, donde estuvieron casi todos los campos de exterminio nazi. Además, en ese
tiempo la jerarquía de la Iglesia Católica no tenía reparos éticos a la pena de muerte… Por otro lado, el
episcopado austríaco llegó al extremo de sostener que “ningún grupo tuvo que hacer mayores sacrificios en
términos de propiedad y riquezas, de libertad y salud, de vida y sangre como la Iglesia de Cristo” (Ibid.; p.
144).
También fue muy ilustrativa la falta de condena moral del Vaticano y de los obispos polacos del
antisemitismo que provocó más matanzas de judíos en Polonia después de la guerra: “En Polonia hubo
disturbios antisemitas en Cracovia en agosto de 1945, y estos desórdenes se extendieron a Sosnowiec y
Lublin. Luba Zindel, que regresó a Cracovia después de salir de un campo nazi, describió un ataque a su
sinagoga el primer shabbat de agosto: ‘Gritaban que habíamos cometido asesinatos rituales. Comenzaron
a golpearnos y a dispararnos. Mi marido estaba sentado junto a mí. Cayó acribillado a balazos’ (…) El
embajador británico en Varsovia informó que en Polonia todo el que tenía aspecto judío corría peligro.
Durante los primeros siete meses después de terminada la guerra, hubo 350 asesinatos antisemitas en
Polonia” (Paul Johnson.- La historia de los judíos; Ediciones B, Barcelona, 2010; p. 754).
Todo aquello culminó con la masacre de Kielce de otros 41 judíos, el 4 de julio de 1946 (ver Phayer; p. 180).
Y producto de esas masacres hubo “una huida de unos 80.000 judíos polacos a Occidente” (Hans Küng.- El
judaísmo. Pasado, presente y futuro; Edit. Trotta, Madrid, 2007; p. 261). Además, de acuerdo con Phayer,
“pogromos de posguerra en otros países católicos de Europa Oriental segaron la vida de cientos de
personas más” (Ibid.).
Producto de lo anterior, el rabino Phillip Berstein le señaló en una audiencia al Papa que creía que la
jerarquía polaca tenía responsabilidad en la existencia del antisemitismo en el país e “instó a Pío a que le
ordenase a aquella que condenara la masacre de Kielce”. Sin embargo, el Papa –junto con calificar de
“espantosa” la masacre- “colocó la responsabilidad de Kielce en el comunismo y nacionalismo ruso” (Ibid.;
p. 181). Y el cardenal August Hlond, primado de la Iglesia polaca, “negó que su causa (de la masacre) fuese
racial. La vio más bien como una reacción contra judíos burócratas que estaban al servicio de los intentos
del régimen comunista de reestructurar la vida polaca” (Ibid.). A su vez, en su carta pastoral anual de 1947
el episcopado polaco “no expresó ninguna condena, ni general ni particular, de Kielce o del antisemitismo”
(Ibid.).
Y luego de la matanza de Kielce, judíos estadounidenses le pidieron a Maritain que intercediera con el Papa
para que “los sobrevivientes de las cámaras de gas y de los crematorios no enfrentaran de nuevo la muerte
después de la derrota del hitlerismo”. Maritain inmediatamente apeló al Papa a través de su amigo Montini.
Escribiéndole dijo, “más como católico que como diplomático” que había llegado el tiempo de la denuncia:
“Cuando pienso en la parte que el catolicismo ha desempeñado en el antisemitismo en Alemania, en Europa
(…) veo cuán apropiado sería una palabra del Papa” (Ibid.; p. 182). Finalmente, dado lo infructuosa de sus
gestiones, Maritain renunció a su cargo de embajador en 1947.