Jacobin
Menos de medio año le bastó a Donald Trump para incumplir sus promesas de campaña y sumir a Estados Unidos en otra guerra estúpida y potencialmente sangrienta en Oriente Medio que nadie quiere
Imagen: El presidente Donald Trump se dirige a la nación desde la Casa Blanca el 21 de junio de 2025, tras los ataques lanzados por el ejército estadounidense en la madrugada del domingo contra tres instalaciones nucleares iraníes. (Carlos Barria – Pool/Getty Images)
Cinco meses. Ese es el tiempo que le ha llevado a Donald Trump involucrar a Estados Unidos en otra guerra en Oriente Medio después de haber asegurado una y otra vez que «pondría fin al caos en Oriente Medio». Trump, que en su toma de posesión proclamó que quería ser recordado como un «pacificador», no esperó ni medio año de gobierno para hacer lo que había dicho a todo el mundo que no haría y en lo que ha basado toda su imagen política.
Pero es probable que la gran aventura de Trump en Oriente Medio sea aún peor que la de George W. Bush. El estado de ánimo del pueblo estadounidense no se parece en nada al de 2003, y la Casa Blanca de Trump ni siquiera ha hecho un esfuerzo mínimo por cambiarlo. Bush gozaba de una enorme popularidad, con índices de aprobación que rondaban el 70% y el 80%, cuando decidió invadir Irak. Gracias a una campaña propagandística bien orquestada a lo largo de todo un año, una gran mayoría de estadounidenses respaldó su guerra y las mentiras que la sustentaban.
Trump, por el contrario, ha ido perdiendo popularidad entre los votantes durante lo que lleva de mandato, y su más mínimo intento de convencer al público de que había que atacar Irán provocó que la mayor parte del país se oponga rotundamente a ello, incluso buena parte de los republicanos y muchas personas de entre sus propios votantes. El descenso constante de su popularidad quizás ayuda a explicar por qué Trump decidió tomar esta decisión tan insensata e ilegal: la guerra es el truco más antiguo de un líder en apuros que busca desesperadamente un impulso de popularidad. Pero es poco probable que esta medida le salga bien, al igual que otras apuestas políticas de alto riesgo que ha tomado con el fin de proyectar fuerza (el caso más reciente, su decisión de enviar tropas a las calles estadounidenses para reprimir a los manifestantes en Los Ángeles, ha repercutido negativamente en su imagen).
Estamos al comienzo de lo que puede convertirse rápidamente en una espiral larga y destructiva. No son Trump ni los secuaces que lo respaldaban cuando anunció esta decisión en televisión quienes van a librar esta guerra. Han tomado esta decisión imprudente y temeraria jugando con la vida de más de 40.000 soldados estadounidenses repartidos por toda la región, que ahora serán el blanco de cualquier represalia que se produzca.
Según sus declaraciones públicas, Trump y su equipo parecen pensar que los ataques estadounidenses contra las instalaciones nucleares de Irán serán un acto aislado, lo que en Washington se denomina un ataque «limitado», que no llega a ser una guerra a gran escala. Han advertido a Irán que no tome represalias, ya que, de hacerlo, será golpeado aún más duramente. Eso es todo. Caso cerrado.
El problema para tal visión es que tanto Trump como la política exterior estadounidense de conjunto han estado creando durante el último año todos los incentivos para que Irán tome represalias de forma mesurada y contenida. El de Irán es un régimen represivo y teocrático que no es modelo de gobierno admirable para nadie, pero es indiscutible que ha respondido a repetidas y graves provocaciones con lo que los círculos de política exterior llaman «moderación», es decir, violencia grave según cualquier definición del término, pero mucho menor que la que ellos recibieron y diseñada para evitar que estallara una guerra mayor.
Los líderes iraníes lo hicieron porque les parecía beneficioso: una guerra total no valía la pena, tanto para preservar la existencia del Estado iraní como porque se esperaba que se iniciaran pronto negociaciones viables para volver al acuerdo nuclear con Irán que Trump rompió en 2018. Sin embargo, Irán no ha obtenido ningún beneficio de este enfoque, ya que Israel respondió la moderación con más provocaciones y Trump acabó utilizando las negociaciones nucleares como artimaña para ablandar a Irán de cara a otro ataque israelí, y ahora también estadounidense, todo ello mientras el Gobierno iraní lucha por su propia supervivencia.
La moderación sería una tarea difícil en esta situación, incluso en el mejor de los casos. Pero ahora resultará especialmente poco atractiva para los dirigentes iraníes, que bien podrían considerar que las decisiones relativamente moderadas que tomaron les han llevado a esta situación desastrosa, y que mirarán las acciones de Trump en las últimas semanas, que han provocado un colapso total de la confianza en Washington y han hecho que los llamamientos occidentales para volver a la mesa de negociaciones resulten poco convincentes. Lo que suceda a continuación dependerá de cómo decidan responder. Los líderes iraníes podrían optar por la menos destructiva de sus muchas opciones. Pero incluso si lo hacen, hemos entrado en un mundo nuevo y más peligroso.
Las posibilidades de un acuerdo entre Estados Unidos e Irán parecen haber volado por los aires junto con las bombas de Trump, cuyo objetivo definitivamente no era el programa nuclear iraní, como admitieron discretamente funcionarios israelíes y estadounidenses a la mañana siguiente. Los ataques de Trump han dado lugar a lo peor de todos los mundos: al tiempo que no suponen un freno significativo al programa de enriquecimiento de Irán, probablemente hayan convencido a los líderes iraníes de que no tienen más remedio que correr hacia la bomba nuclear, ya que el comportamiento de Trump e Israel les da todos los incentivos para hacerlo… tal y como había advertido la propia inteligencia estadounidense antes del ataque.
La no proliferación nuclear fue bonita mientras duró: quién sabe cuántos gobiernos han visto esto, la invasión rusa de Ucrania y la destrucción de Libia e Irak, y han llegado a la conclusión racional pero alarmante de que estar armados hasta los dientes como Corea del Norte —un país brutalmente sancionado y aislado, pero que nunca ha sido atacado desde que comenzó a almacenar y probar armas de destrucción masiva— es una mejor protección que el derecho internacional y las normas que los funcionarios israelíes y estadounidenses se han pasado el siglo XXI destrozando.
Por otra parte, Irán también podría optar por la opción más destructiva y tomar represalias contra las decenas de miles de soldados estadounidenses cuyas vidas Trump ha decidido poner en juego. Si lo hiciera, Trump no permitiría que muriera ningún estadounidense sin tomar represalias. E incluso si se inclinara por hacerlo, se vería sometido a una presión irresistible por parte de sus propios asesores, la prensa y toda la clase política para que cumpliera su amenaza de contraatacar con más dureza, lo que incluye la amenaza de asesinar al líder supremo de Irán. Este es el riesgo: que los ataques «limitados» de Trump inicien un ciclo que termine con miles de familias estadounidenses en algún lugar de Medio Oriente recibiendo a sus hijos en ataúdes cubiertos con la bandera, por no hablar de las consecuencias probablemente mucho más espantosas para los iraníes.
Trump no tenía absolutamente ninguna autoridad legal para hacer esto. La Constitución no podría ser más clara: es el Congreso el que inicia las guerras, no una figura similar a un rey que sumerge al país en un conflicto por capricho personal. Trump ni siquiera se molestó en esgrimir la única justificación legal posible para este ataque, la de una amenaza inminente para Estados Unidos. En su discurso anunciando el ataque, de manera reveladora, solo mencionó como justificativo «borrar esta horrible amenaza para Israel».
Los estadounidenses podrían empezar a preguntarse cómo es posible que sigan eligiendo presidentes para poner fin a las guerras y centrarse en los problemas internos, pero sigan teniendo guerras que no quieren —y aparentemente cada vez peores y más peligrosas— libradas en nombre de los intereses de un país extranjero. La respuesta es un sistema político cada vez más aislado de los deseos e intereses de las personas a las que debe servir y sumido en la corrupción. Además de su poder entre bastidores, el lobby Israel First ha invertido decenas de millones de dólares en las elecciones estadounidenses de los últimos años para inclinar los resultados a su favor, ahogando incluso los atisbos de valentía política en Washington para desafiar los deseos de Israel en este o cualquier otro asunto.
La otra respuesta es Trump, cuyas acciones en este ámbito deberían acabar con la absurda afirmación de que es un presidente antibelicista. El hecho de que Trump pueda siquiera hacer esa afirmación es fruto de la pura suerte, ya que en su primer mandato evitó por poco una guerra con Irán que él mismo estuvo a punto de iniciar sin sentido alguno. En realidad, salvo cuando está en campaña, los instintos de Trump siempre han tendido hacia lo bélico: apoyó la guerra de Irak en su momento, antes de darse cuenta de que le convenía más criticarla; apoyó el derrocamiento del Gobierno libio, antes de dar varias vueltas a la cuestión, y su primera reacción cuando Rusia invadió Ucrania fue que Estados Unidos entrara en un enfrentamiento nuclear con Moscú. Además estuvo siempre a favor de esta guerra con Irán, antes de oponerse brevemente a ella durante este mismo año.
Pero, sobre todas las cosas, Trump pudo salirse con la suya gracias a su lamentable oposición. Luego de una década de carrera política, el Partido Demócrata aún no ha descubierto cómo hacer otra cosa que mostrarse más belicista que Trump, lo que permite a este último posar cínicamente como candidato de la paz y arrebatar el voto a los demócratas en cada elección.
Líderes demócratas como Chuck Schumer pasaron este año incitando activamente a Trump a iniciar esta guerra y promoviendo las mentiras que los funcionarios israelíes han utilizado para manipularlo y empujarlo a ella. Mientras Trump se preparaba para este ataque, los demócratas más prominentes guardaron un silencio vergonzoso, y solo un puñado de los funcionarios electos del partido firmaron una iniciativa bipartidista para una Resolución de Poderes de Guerra que lo habría detenido.
Esto y cualquier caos sangriento que le siga es la guerra de Trump, pero también es la guerra de Washington. Es la culminación de dos décadas de todo lo que el público estadounidense odia de lo que ocurre en el Capitolio: las delirantes ideas de Bush para remodelar Medio Oriente en la década de 2000, la obsesión de los lobbies financiados por los fabricantes de armas con la guerra contra Irán, unos medios de comunicación que han condicionado a Trump para que crea que los ataques militares son su vía hacia la respetabilidad, y una camarilla de neoconservadores que nunca desapareció tras su espectacular fracaso en Irak, sino que se ha abierto camino de nuevo para ganarse el favor de Trump tanto como para entrar en las filas de su oposición política. Fueron muchas manos las que apretaron el gatillo.
Lo hecho, hecho está, y ahora el mundo tiene que hacer todo lo posible para capear el caos que se avecina hasta que lleguemos al otro lado. Teniendo en cuenta los últimos años —y con otros tres años y medio de esta presidencia por delante— es difícil sentirse optimista sobre lo que nos espera.