El yo y el nosotros en “Tiempos Difíciles”: Historia de dos ciudades
José Antonio Mérida Donoso *
Viento Sur, 15-5-2020
Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Dickens, Historia de dos ciudades.
Somos seres frágiles. Hijos del individualismo extremo que abandera una sociedad adictiva y pulsional, nos mostramos enteros, pero en el fondo estamos rotos. Nos empeñamos en esconder nuestra fragilidad, pero somos meras hojas que sueñan ser árboles, cuando no bosques frondosos, pero que en realidad son brácteas arrastradas por el viento, incapaces de percibir que solo la unión de hojuelas hace al árbol, y la unión de estos, los bosques.
Respiramos aislamiento por doquier antes y ahora. Todos escribimos y opinamos de cualquier cosa porque somos expertos, expertos en todo, capacitados en nada. Nos encanta hacer del otro una prolongación de nosotros mismos defendemos a ultranza nuestro individualismo, nuestra única religión. Y ahora nos dicen que el resto de las personas tienen que importarnos, nos recuerdan aquellos versos del poema de Machado “El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve”. La era del yo fue un antes, la del ahora se basa en un pretendido nosotros, que apela a la responsabilidad comunal, pero el aislamiento también confabula contra ese nosotros, el yo aparece insistente desde ventanas espías a modo de policías frustrados, veladores de la justicia, su justicia que necesitan culpabilizar con su “dedo delator” a los que, según ellos, incumplen las normas establecidas, la del después… quién sabe lo que devendrá en el futuro, un nuevo superyó o un comienzo de aldea global.
Pero vayamos al ahora, a esos yos incesantes y a nuestro actuar cuando se nos dice, a nosotros, los hijos del todo vale con tal de tener más, que somos tanto en cuanto el otro es. Incapaces de ver más allá de nuestro ego, pensar en los más vulnerables, en los más necesitados y en especial en los ancianos no parece tener cabida en las fronteras de una sociedad que solo valora a las personas conforme a su capacidad de producir. Si antes se les consideraba depositarios de los conocimientos, ahora en tiempos de la «infoxicación digital” se les abandona como a un disquete obsoleto. Ya no son competencia ni nos sirven. No, por supuesto que no me refiero a usted. Usted no es un homo homini lupus, pero ya sabe el dicho: Que tire «el primer rollo de papel higiénico » aquel que esté libre de no haberse dejado llevar en alguna ocasión por el actualizado aforismo «produzco y consumo, luego existo». Claro que a veces también “pensamos, ergo existimos” y es que, querido lector, querida lectora, cuando el tiempo se pausa y la era de la inmediatez parece romperse, puede ser que nos aburramos tanto que nos dé por reflexionar. Eso si usted, como yo, es un afortunado y no una de tantas personas que estos días están sobrepasadas por las horas de trabajo, expuestos, dejándose su salud. Esos mismos que hasta hace unos pocos meses criticábamos cuando teníamos que esperar en la consulta, como si ellos tuvieran la culpa de la falta de medios, de que no se apoye con dinero en vez de palabras lo público, en este caso, la sanidad pública.
Pero volvamos con usted, si es de quienes están en confinamiento quizá pueda apretar «el pause” de la memoria flotante -tan parcial y discontinua como necesitada de constantes dosis de estimulación para acabar sin atender ni entender nada- para transformar el aburrimiento en una oportunidad de información, análisis y reflexión. Y así, desde nuestra arqueología del presente, desde el silencio del enclaustramiento obligado –sí, en efecto, no tengo niños- es posible que a la soledad le dé por dejar de esconderse y haga que la imagen que refleja el espejo de nosotros mismos alcance nuevas dimensiones esperpénticas.
Y no, no sé si usted nadará en papel higiénico o estará limpiándose con libros que aún guarde por casa, haciendo un homenaje sui géneris a Carvalho. No sé si nada en la abundancia o es de esas condenadas o condenados a ahogarse en el charco. Pero sea como sea, estará conmigo en que la palabra solidaridad nos viene grande. Y no un par de tallas más, no, nuestra sociedad no es sólida, ni maciza o consistente. Nuestra sociedad es sorda y muda, quita voz a unos muchos y se la da a unos pocos, y la solidaridad no tiende a aparecer en el diminuto mundo que recorre sus ombligos. Así, basta con observar los primeros días de la crisis para apreciar como cundió el sálvese quien pueda de compras irresponsables y compulsivas y constatar que no solo somos profundamente irracionales, sino también egoístas. Sí, también ha habido gestos solidarios, aplausos ante el sudor, esfuerzo y rabia de todos los grupos sanitarios y trabajadoras y trabajadores que hacen que nuestro mundo siga girando, pero no dejan de ser conatos, destellos de un despertar para luego dormir mejor. Porque no basta con saber que nuestra salud depende de otras personas, sino adentrarnos en el sufrimiento social y en esta crisis, no lo olvidemos, hay mucha gente que está sufriendo. Son los de siempre, los que padecen en el día a día, los que más sufren en tiempos de crisis. Sí, es cierto, la solidaridad, a veces asoma en los momentos más insospechados y permite apreciar de dónde venimos y hacia dónde vamos y quizá, solo quizá, podamos de una vez por todas aprender que nuestra aspiración no puede satisfacerse con el consumo inagotable de bienes y servicios, sino tiene que ser la de una sociedad más justa que lucha contra la explotación, la dominación y la injusticia distributiva. Una sociedad de niños grandes y caprichosos que solo saben pedir o protestar cuando la realidad no es tal y como se les antoja es en sí un virus, al ponderar únicamente nuestro propio bienestar en menoscabo de la integridad y el bienestar del prójimo.
He ahí nuestra verdadera fragilidad, el pensar en el otro desde la indiferencia y no desde la empatía, el reconocimiento y la preocupación. Quién sabe, quizá sea desde nuestras trincheras, nuestras adoradas y efímeras casas en las que la otredad siempre queda fuera, donde paradójicamente tengamos que comenzar a percatarnos hasta qué punto la necesitamos. El otro frente al yo, el espejo en que uno mirarse, para replantear nuestra definición, porque las palabras que explican al otro son las que explican a uno mismo. ¿Nos redefinimos en un nosotros o seguimos luchando contra la alteridad?
Es así de fácil, cuando la crisis ahoga o nos hundimos o salimos, o retrocedemos y nos desmoronamos o crecemos. Una sociedad de individuos atomizados orientados hacia la gratificación de sus propios deseos e intereses es una sociedad que lucha contra el otro y, por tanto, contra nosotros mismos. Sí, somos frágiles, y la solidaridad, esa palabra tan grande que nos obcecamos en empequeñecer es la única capaz de salvarnos. Nadie como Dickens ha sabido plasmar los terribles efectos que causan la miseria, el dolor, la injusticia, la crueldad, la avaricia, la envidia y cómo conllevan la pérdida de toda esperanza. Basta con hojear Oliver Twist, David Copperfield o La pequeña Dorrit, para rememorar la denuncia hacia esas lacras de la sociedad. Cierto, son muchos los escritores que critican el espíritu individualista. Entonces ¿por qué escoger a Dickens? Porque “Tiempos Difíciles”, es una obra de vidas entrecruzadas de las que destaca la de Cecilia, la hija de un malogrado payaso del circo, un personaje que, como en otras obras del autor, es humilde, constante y solidario con los demás y, por ende, consigo mismo. Y ahora más que nunca cabe ser Celia, reconocerse frágil, porque si usted y yo no nos percatamos de que habitamos los límites de los demás como los demás habitan los nuestros, seguiremos siendo una sociedad enferma.
Es sabido que de niño Dickens trabajó en una fábrica por seis peniques a la semana. La vergüenza de tener que trabajar en vez de ir a la escuela explica su profunda aversión a la pobreza, así como sus esfuerzos para huir de ella y la generosidad de su vida y de su obra. Probablemente la aversión a la pobreza es lo normal de cualquier sociedad medianamente ética. Sin embargo, en la nuestra prolifera la aporofobia (del griego áporos ’pobre’ y fóbos ’miedo’), el rechazo a la pobreza y a los pobres. Dickens creía en las posibilidades del hombre concreto, el que subyace en la intrahistoria de nuestra sociedad, el héroe real sin capa, que duda de los políticos, pero se compromete personalmente contra los males de la sociedad. Sí, leamos a Dickens y pensemos en cómo, en lugar de acaparar, podemos compartir, ayudar a los más vulnerables y, en definitiva, dejar de ser parte del problema y comenzar a serlo de la solución. Y así, quien sabe, quizá el nosotros acabe por ganar al yo. Al fin y al cabo la vida siempre gana.
* José Antonio Mérida Donoso, profesor y Doctor en filología.