Ni en la literatura ni en la vida he encontrado ninguna mujer que considerara su vejez con complacencia. Tampoco se habla jamás de una “hermosa anciana”; en el mejor de los casos se la califica de “encantadora”.[1]
En cambio, se admira a ciertos “viejos hermosos”; el varón no es una presa; no se le pide ni frescura, ni dulzura, ni gracia, sino la fuerza y la inteligencia del sujeto conquistador; el pelo blanco, las arrugas no contradicen este ideal viril.
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