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Representación y democracia (III) – ¡¿Que todos participen?!

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Representación y democracia (III)

¡¿Que todos participen?!

 

Por Jaime Sepúlveda

El integrante de una comunidad fuerte, se siente merecedor de ser parte de esta comunidad, se siente honrado al poder aportar a esta comunidad, se siente capaz de hacerlo. Su pertenencia le otorga dignidad. Es o quiere ser sujeto activo dentro de ella. Y es precisamente este orgullo lo que lo impulsa a participar en la conformación y protección de esta comunidad, en la construcción de la voluntad común que le da sentido. Esta actitud, además, es la que le da fuerza a la comunidad. Y por eso, es la actitud que la comunidad necesita y cultiva en cada uno: integrantes fuertes, que puedan aportar realmente a lo común. Esto vale para la estrecha y exclusiva comunidad de las élites dominantes en las sociedades contemporáneas, pero también para una comunidad más amplia que pretenda abarcar al conjunto de la ciudadanía.

Si esto es así —y lo es—, la construcción de una voluntad colectiva amplia es no sólo establecer los mecanismos y canales de consensos para construir las verdades compartidas que son su fundamento, sino indispensablemente proteger y fortalecer a los integrantes de esa comunidad, que son los únicos que pueden hacer realidad esta construcción. En el caso de una comunidad nacional, proteger a cada ciudadano. Especialmente, una comunidad no puede permitirse situaciones de indignidad o de abandono.

 

¿Podrían los pobres integrar una comunidad de este tipo? ¿Pueden aquellas personas que han sido marginadas desde su nacimiento ser algo más que el integrante de una banda de delincuentes, el beneficiario de un programa de asistencia o caridad pública, o una estadística sobre niveles de pobreza? O sea, ¿puede haber realmente una democracia de alcance del conjunto de la población?

Las élites nos venden la idea de que eso no es posible. Si lo fuera, su mezquina democracia peligraría. Los pobres son intrínsecamente perdedores, es lo que piensan y pregonan. Los pobres son los principales protagonistas de la crónica roja de los periódicos, y no deben salir de esas páginas. Son y deben ser los más ignorantes y fanáticos. Deben ser borrachos, prostitutas, ladrones, drogadictos, asesinos. Deben ser sucios y deben apestar. Deben ser despreciables. Deben ser la escoria de la sociedad. Excepto, por supuesto, los que tratan de salir de su condición con docilidad y obediencia.

Y cuando los pobres son eso que “naturalmente” son, su movilización política sólo podrá ser la mob rule, la ley de la calle, el linchamiento, la arbitrariedad, la demagogia, el ciego fanatismo.

 

La participación de todos es también y especialmente la participación de los más pobres

“Parecerá mentira a nuestros aristócratas, que de entre estas costras salitrosas y duras, que de entre estos cerebros toscos de los que ellos llaman la escoria, broten ideas tan sanas, propongan cosas tan útiles y fructíferas, haya pensamientos tan elevados y hombres de tan buen corazón” (Luis Emilio Recabarren. El Despertar de los Trabajadores, 16 de marzo de 1912)

 

Construir comunidad, democracia y una voluntad colectiva masiva consiste en su mayor parte convertir a cada uno en sujeto activo y valioso. Ir exactamente en contravía de este estereotipo aristocrático. No es raro que una leyenda del movimiento obrero y revolucionario chileno, Luis Emilio Recabarren, haya hecho de su vida una verdadera cruzada detrás de este propósito.

 

Y si los pobres se alejan de este estereotipo, convirtiéndose en ejemplo de solidaridad, compromiso y civismo, hay que devolverlos a ese lugar… que fue en realidad la motivación política y el propósito principal del golpe militar de 1973, con su modelo económico asociado. Aquellos humildes trabajadores, pobladores y campesinos que se habían ido convirtiendo en sujetos activos y valiosos durante el siglo XX hasta coronar el período de la Unidad Popular fueron sumergidos por la dictadura en el hambre y en la desesperación para quitarles la dignidad. No sobra señalar que hay claros indicios de que posteriormente, en los 80, el consumo y tráfico de drogas fueron introducidos deliberadamente por organismos de “seguridad” en las poblaciones de Chile, pero también en Estados Unidos o Venezuela, con un claro propósito de neutralización y descomposición social y política.

Y tal como la élite dominante tiene muy claro cuál es el escenario democrático intolerable, y es capaz de recurrir incluso a un baño de sangre y a los crímenes más salvajes si es necesario para evitarlo, la construcción de una comunidad amplia (basada en una voluntad colectiva) no consta sólo de la búsqueda de consensos y del establecimiento de verdades comunes, por un lado, y de recuperación y protección de cada ciudadano, por el otro; es también, en tercer lugar, una verdadera guerra en múltiples terrenos.

 

Cuando hay dignidad, cuando no se convierte la vida de buena parte de la población en la desesperación de buscar con qué dar de comer a sus hijos, cuando se enfrentan las situaciones límites en conjunto, no en medio de la desigualdad y los privilegios de unos pocos, cuando se valora a cada uno y se espera de cada uno lo mejor, cada uno da realmente lo mejor de sí a la comunidad. Cuando esto sucede, participar es un deber, una responsabilidad y un compromiso. Y el que se sabe necesario se vuelve sujeto activo, precisamente ese sujeto que puede alimentar esa voluntad común que es el corazón de un sujeto colectivo.

En estas condiciones no se puede evitar la constitución de una voluntad colectiva masiva.

 

… Aunque sí se puede combatir. Y esa es quizás la preocupación de fondo de la élite.

 

Nuevamente: representación para la participación

Es desde esta perspectiva que las campañas electorales, la representación, el voto y la regla de la mayoría pueden tener un gran valor democrático: particularmente cuando se ponen al servicio de la participación masiva y responsable, cuando facilitan la construcción de una voluntad común, cuando contribuyen a devolverle a la población la dignidad y el protagonismo que las élites cada día le roban. Pero la representación para la participación debe enfrentar también la maquinaria de guerra del poder, que logra entre otras cosas, instalar en la ciudadanía dispositivos ideológicos como el chip de la “democracia representativa”.

El mecanismo por excelencia de la democracia, su motor, no es la representación, el voto o la regla de la mayoría, sino el diálogo. Y con el diálogo, la búsqueda de verdades comunes, de consensos, y a través de ellos, de voluntad común. O sea, la democracia se construye a través de la comunicación, del flujo generalizado de la palabra, de poner a hablar a cada uno. De poner a pensar a cada uno. Si hay un terreno decisivo, estratégico, para la democracia profunda, es la comunicación. Para que estas palabras se conviertan en acción y en acción eficaz, la representación, el voto y la regla de la mayoría pueden ser instrumentos formidables; pero por sí mismos no son sino mecanismos vacíos.

 

Si la representación y sus mecanismos, el voto y las elecciones, dejan en la práctica por fuera de las decisiones al conjunto de la comunidad, como sucede en nuestro país, la representación no sólo es falsa, sino además y especialmente mentirosa, un mecanismo antidemocrático. O sea, no sólo no es democrática, sino que además está directamente contra la democracia. Una representación que no sea un instrumento al servicio de la participación directa, en realidad la suplanta, la reemplaza y la niega: no sólo no es democrática, sino que es en realidad profundamente antidemocrática, porque impide la acción de la democracia, se convierte en un obstáculo para que la democracia logre lo que es capaz de lograr. La única verdadera democracia representativa es la que se pone al servicio de la participación de todos en las decisiones, de la democracia profunda, a través de la construcción y funcionamiento “en tiempo real” de una voluntad común.

 

La participación enfrenta (por desgracia) una guerra

Para los representantes y sus patrocinadores la participación es el mundo al revés. O sea, es un mundo donde los representantes y en general la representación ya no son el eje de la política. Para la “democracia representativa”, la participación es la debacle. Una catástrofe. Una realidad que la eclipsa y muestra la pequeñez y mezquindad de su mundo. La participación de la ciudadanía en las decisiones políticas es exactamente la negación del fundamento y sentido del sistema representativo.

Y en cuanto verdadera catástrofe, la élite, que levanta actualmente su control político sobre la democracia representativa, la evita sistemáticamente. Permitir la participación masiva y extendida es volver insignificantes los mecanismos de participación restringida sobre los que organiza su control del Estado.

El poder de unos pocos que la «democracia representativa» garantiza tiene como requisito indispensable el silencio y la pasividad de la gran mayoría. La participación masiva en palabra y acción es una subversión de la política tradicional y significa el resquebrajamiento de la lógica de la representación.

Un político tradicional debe convencer a sus electores que pueden estar tranquilos (y callados) porque él se encargará, porque él hará lo que se necesita hacer en aquellos espacios del Estado a los que ellos no tienen acceso. Ellos deben aceptar la idea de que su participación no es necesaria ni conveniente.

 

Y la otra opción es ese “mundo al revés”. O sea, por ejemplo, que esa ciudadanía que durante cuarenta años fue relegada en Chile a la pasividad —por las armas y el terror primero y por el engaño después— opine, participe, se movilice, actúe. O sea, que la política deje de ser la especialidad de los políticos y se convierta en la responsabilidad activa de cada ciudadano.

En una comunidad rota —requisito del dominio de una minoría—, el compromiso necesario con lo común, que es el combustible de la participación, consiste en buena parte en soportar una guerra. Guerra económica que, imponiendo una ley de la selva donde los más vulnerables son desechados, obliga a la mayoría a concentrarse en la supervivencia e invita a defenderse solo; guerra mediática, donde las verdades y mentiras se intercambian con fluidez para crear “realidades virtuales” que socavan los lazos y la confianza que son indispensables para la subsistencia de una comunidad; guerra militar, con agresión directa y control cada vez más opresivo en el terreno individual y colectivo; guerra política, guerra jurídica, guerra cultural… Se trata de un bombardeo sistemático, recibido precisamente de una minoría activa y poderosa que pelecha bajo el alero de esta atomización de la sociedad.

Es una guerra inevitable que el que no quiere plegarse a la voluntad de los poderosos tiene que asumir. En cuanto requiere un compromiso con lo común, la participación es construcción y preservación de comunidad y tiene un fuerte enemigo. Las élites que controlan el planeta, incluido Chile, están dispuestas a lo que sea para defender sus privilegios y preservar e imponer su voluntad: matar, torturar, desafiar cualquier sentido de humanidad, sembrar sistemáticamente el odio, arrasar con poblaciones y países enteros. El único límite de su acción es la preservación de su poder: lo único que no harán será aquello que pueda debilitar su dominio y los mecanismos que lo hacen posible.

 

En este escenario, los candidatos tienen que elegir (y lo hacen) en cada uno de sus actos de campaña: o le hacen el juego abierta o tácitamente al dominio de las élites o se ponen al servicio de la participación ciudadana. Una campaña electoral específica, un candidato, puede ponerse al servicio de la participación: cultivarla, hacerla fluida: contribuir a trasladar la voz a la gente. Los representantes elegidos tienen también la posibilidad de ponerse al servicio de la protección del conjunto de la comunidad y de cada uno de sus integrantes.

Tanto como confrontación como construcción, no se puede ignorar el hecho de que la política es comunicación. La política es construcción y sostenimiento de una voluntad colectiva, y esto es un esfuerzo sostenido y permanente de comunicación. Pero este trabajo se realiza en un terreno ya inundado, casi completamente controlado por el poder, a través de sus medios masivos. Los que quieren hacer política deben maniobrar en un océano tóxico y si se apoyan exclusiva o principalmente en los medios masivos quedarán necesariamente en manos de la lógica del poder, que es la que controla este ambiente.

 

La política para la participación de todos, la política realmente democrática, es un gran reto. Significa actuar con otra lógica, con otra mentalidad. Significa devolverle la voz a la gente de a pie. Significa ponerse al servicio de la palabra, del diálogo, de la comunicación y finalmente de los consensos sobre los que se puede levantar una voluntad común. O sea, significa ponerse al servicio de la comunicación para construir una voluntad común y levantar alrededor de ella un sujeto colectivo real.

Cuando llega el momento de las elecciones y entre los candidatos “alternativos” varios empiezan a soñar con votos, como un pequeño emprendedor sueña con clientes, ventas y expansión comercial. A ellos habría que preguntarles: ¿qué porcentaje del mercado le parecería a usted razonable captar en esta primera incursión comercial/electoral? ¿Un 5%? ¿Un 8% quizás? ¿Y no le gustaría fantasear con un 30%? Está bien. Pequeños porcentajes de votos en un país donde más de la mitad de los ciudadanos no vota pueden ser hasta cierto punto estimulantes. Pero habría que decirles que la política de verdad, la que produce las grandes transformaciones, no trata principalmente de votos sino de voluntades confluyendo en actos, en palabras, en propósitos comunes. Y entonces no se concentra en captar votos, sino en establecer y sostener comunicación directa con los ciudadanos y entre los ciudadanos, sean o no electores. La política en serio no es un emprendimiento personal o de una secta (o sociedad limitada). Es un esfuerzo colectivo, compartido, masivo.

Y esta Política (con “P” mayúscula) significa además oponerse a un adversario inmensamente poderoso, eficaz… y sin escrúpulos. El que se comprometa con ella probablemente pagará el precio que esta actitud genera desde la élite: persecución, hostigamiento, bloqueo económico, aislamiento, silencio…

 

No es raro que tantos candidatos prefieran no darse cuenta de lo que realmente se pone en juego en cada campaña política y prefieran sumarse al circo. Pero cerrar los ojos no los hará menos payasos … o menos cómplices.

 

2 COMENTARIOS

  1. Hola Jaime. Mira creo que lo más lamentable es que muchos de los «payasos» que están en esta campaña política, circense, en el año de la dictadura ni siquiera habían nacido. Entonces hablan desde lo escuchado o leído en los libros de historia,que dicho sea de paso, es contada en versión «gobierno de turno». Entonces ¿cómo creer sus discurso si no tienen una base real de lo vivido en Chile? incluso me atrevo a decir que algunos que tuvieron que salir y dicen albergar el sueño de la patria arrebatada…….déjame decir que incluso aquellos que dicen tener el sueño de la patria añorada, atornillan para los dos lados, no sé si entiendes lo que quiero decir. Lamentablemente no conozco a ningún «exiliado» que escuche decir, volví por mi sueño añorado, volví a luchar y recuperar el Chile que me arrebataron. Por lo pronto te puedo decir «arriba los que lucha» pero con el derecho que nos da ser consecuente con esa lucha, consecuente de palabra y de pensamiento, con valores que no se tranzan por nada ni por nadie. Por mi parte, seguiré esperando a otro marce, ese que un día me dio la esperanza y me hizo soñar que otro Chile «era posible»

  2. Hola Antonia. Quizás ha llegado el momento en que no debes esperar a nadie, sino salir y aportar tú misma lo que tienes para un país mejor, con los tuyos, conmigo, con los demás.

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