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¿Quiénes son los antifascistas?

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El Porteño

por Gustavo Burgos

El antifascismo contemporáneo, en Chile como en Europa, ha devenido en una forma facilitadora de la contrarrevolución democrática: una estrategia de contención que bajo el ropaje moral de la “defensa de la democracia” subordina a los trabajadores a la fracción liberal del capital. En efecto, el antifascismo no constituye un movimiento de resistencia, sino un dispositivo ideológico que reencauza la energía social hacia la legitimación del Estado capitalista y de su violencia. En su esencia, el antifascismo no combate al fascismo como forma histórica del capital en crisis, sino que preserva el orden capitalista en su forma democrática, convirtiéndose en la antesala política de toda derrota obrera.

El antifascismo es, como advertía Bórdiga, la prolongación del liberalismo: “el fascismo no ha hecho más que heredar las nociones liberales, y su recurso a la nación no es más que otra manifestación del clásico engaño de ocultar la coincidencia entre el Estado y la clase capitalista dominante”. En esa continuidad estructural radica su eficacia ideológica. Los antifascistas, al defender la democracia, defienden precisamente la matriz de la cual el fascismo surge. De este modo, cuando en Chile se invoca el voto “antifascista” a favor de Jeanette Jara para impedir el ascenso de la derecha “fascista”, se repite el viejo esquema del Frente Popular: la subordinación de la clase trabajadora al ala progresista de la burguesía.

Clara demostración de esta afirmación lo constituye la «obra» del gobierno de Gabriel Boric en tanto encarnación contemporánea de este antifascismo de Estado. Boric, bajo el pretexto de enfrentar las “amenazas fascistas” y de “proteger la democracia”, ha desplegado una ofensiva legislativa y represiva que reconfigura el orden institucional para criminalizar toda expresión autónoma del pueblo trabajador. Las leyes que fortalecen la figura del usurpador y facilitan los desalojos de tomas —como los ejecutados brutalmente en Placilla o en Viña del Mar por el Delegado Presidencial del Partido Comunista Yanino Riquelme—, los proyectos de ley que amplían las penas por desórdenes públicos, las reformas procesales que legitiman la prisión preventiva como castigo anticipado: todo ello constituye la forma concreta del antifascismo liberal. En nombre de la “convivencia democrática”, el Estado castiga la protesta social y blinda la propiedad privada.

El mismo impulso reaccionario se expresa en la llamada Ley Nain-Retamal, presentada como un “acto de justicia” hacia las fuerzas policiales, pero en los hechos constituye una inequívoca ley de impunidad. Esta normativa otorga a Carabineros una licencia para matar bajo la excusa de la “legítima defensa”, perpetuando la doctrina de seguridad interior que fue el eje del terrorismo de Estado en Dictadura. En nombre del antifascismo, se ha consagrado la impunidad de la violencia estatal: los policías que disparan contra los trabajadores y los pobladores quedan eximidos de responsabilidad penal, mientras los luchadores sociales —mapuche, secundarios, sindicalistas, pobladores— son perseguidos, encarcelados o asesinados.

Este antifascismo de gabinete tiene su expresión más cínica en la composición del comando de Jeanette Jara, donde figuran Ricardo Solari y Juan Carvajal, ambos involucrados en el operativo que devino en el asesinato del lautarista Marco Ariel Antonioletti, primer ejecutado en democracia. Que antiguos agentes de la represión estatal formen parte del equipo político de una candidatura presentada como “esperanza progresista” revela la identidad profunda entre el antifascismo institucional y el aparato represivo que dice combatir. La retórica del “nunca más” convive así con la práctica sistemática del castigo de clase.

La política del “mal menor” —votar por Jara para impedir el retorno del fascismo— reproduce la misma lógica que llevó a los trabajadores españoles de 1936 a luchar por la República que luego los fusiló. El antifascismo, se nos presenta así como la fórmula prefigurativa de la confusión: bajo el pretexto de la unidad, disuelve toda lucha de clases en el pantano de las instituciones democráticas. El antifascismo se ha transformado en la coartada moral del Estado para preservar su poder.

Boric, el joven dirigente estudiantil, devenido en operador del contrainsurgente Acuerdo por La Paz y finalmente en Presidente de la República se jacta de haber restablecido el orden institucional de la «democracia». Cuáles son tales instituciones ¿El Congreso? ¿El Poder Judicial? ¿Contraloría? ¿Las FFAA? ¿Los partidos políticos del régimen? ¿De verdad se nos propone que tales podridas instituciones, trincheras de la reacción y el gran capital respondan a los impostergables reclamos de los trabajadores y el pueblo? Esto ha reducido en los hechos —no en la teoría ni en la etimología— al antifascismo liberal en una simple ideología policial.

El antifascismo liberal —la historia concreta lo demuestra— es impotente ante cualquier ofensiva sistémica del capital porque su horizonte político se limita a preservar la democracia, es decir, la forma política ideal del dominio burgués. En su seno, las clases desaparecen: el “pueblo democrático” sustituye al proletariado. Por eso, cada vez que el capital necesita recomponer su autoridad, el antifascismo reaparece como su escudo moral. Sin ir más lejos Mussolini y Hitler llegaron al poder por vía parlamentaria; del mismo modo, el antifascismo institucional en Chile se expresa en los pactos electorales, en la defensa de las instituciones y en la criminalización de todo lo que escape al marco del consenso burgués.

La tarea de la clase trabajadora no es elegir entre la violencia fascista o la represión democrática, sino romper con ambas. No se trata de apoyar un gobierno débil contra uno fuerte, de derecha o de izquierda sino de preparar el gobierno del conjunto de la clase trabajadora. El antifascismo es la máscara ideológica del orden: combate al fascismo para salvar al capital. Frente a ello, la única respuesta de clase es la independencia política del proletariado, su acción directa y su organización para destruir tanto la democracia representativa como su reflejo autoritario. La historia confirmó esa advertencia: en España, el Frente Popular destruyó lo que la insurrección obrera había conquistado; en Francia, el antifascismo sirvió para desmovilizar la huelga general y restaurar la autoridad del Estado; en Italia, Grecia o Chile, el retorno a la “democracia” fue obra de las propias dictaduras que, agotada su función represiva, reorganizaron el poder capitalista bajo nuevas formas parlamentarias.

En un país donde la represión de Boric y la campaña política de Jara por su continuidad se justifica en nombre del antifascismo, el deber del activismo de clase es desenmascarar ese discurso y reconstruir la perspectiva de revolución social: no se trata de salvar la democracia de la mano de los enemigos del pueblo, sino que de abolir el Estado que la sustenta. El antifascismo institucional, al igual que el fascismo que dice combatir, tiene una misma función: sofocar la lucha de clases. Frente a esa alianza del capital con sus dos rostros —el liberal y el reaccionario—, el único camino es el de la acción obrera independiente, internacionalista y revolucionaria. Sólo así el antifascismo dejará de ser un taparrabos del democratismo para convertirse en un canal de lucha en contra del régimen.

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