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¿Por qué los chilenos somos como somos?. Por Arturo Alejandro Muñoz

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¿Por qué los chilenos somos como somos?
La pregunta parece sin sentido, pero no lo es. Nuestro carácter tiene genealogía…


Arturo Alejandro Muñoz

Mucha tinta se ha gastado en los dos últimos siglos intentando construir una explicación que satisfaga al respetable público que se interesa en el tema. No ha sido fácil, ni consensual: aún no logran siquiera acercar posiciones los antropólogos, sociólogos, psicólogos, psiquiatras, periodistas, historiadores, escritores y toda la amplia gama de profesionales y no profesionales que han dedicado sus esfuerzos a esa búsqueda. Tal vez los poetas estén más próximos a la verdad. Tal vez.

El distinguido ensayista Benjamín Subercaseaux Zañartu –de ancestros franceses y castellano-vascos y Premio Nacional de Literatura 1963– hizo excelentes referencias en algunas de sus obras con relación al carácter de los habitantes del centro del país, especialmente en su libro “Chile, una loca geografía” (Editorial Ercilla, 1940).

Llama la atención del lector insinuando que los nacidos y criados en los territorios comprendidos entre los ríos Aconcagua y Bueno presentaban características negativas que diferían notoriamente de aquellas que destacaban en los habitantes de los extremos del país, especialmente de quienes vivían en la zona norte:

“Nuestro ‘roto’ norteño, tan superior al sureño, puede que sea un remanente mezclado de la vieja civilización atacameña y de los pescadores neolíticos del litoral”.

Luego, añade Subercaseaux: “todo lo más fuerte y altivo que ha tenido Chile viene desde ese próximo norte y se va a la capital a interrumpir el sueño dorado del centralismo estéril. Los Recabarren, los León Gallo salen rugiendo de estas serranías para poner en jaque los problemas sociales del Chile medieval (….) por esto la enseñanza y la intelectualidad chilenas han recibido un sólido aporte de estas regiones (…) la región minera es de aquellas que colman de alegría a los que sabemos (muy calladamente, y casi con temor) hasta dónde llegan la entereza y la resistencia orgullosa del chileno nortino”.

¿Cuál es el origen de las opiniones de Subercaseaux? Lo que ocurrió a partir de la invasión española en América en el siglo XVI.

En un primer momento –digamos, una década– a muy pocos españoles les interesó el descubrimiento de lo que aun no se llamaba América. La atención general estaba centrada en la lucha final contra los árabes y en obtener una vía marítima exitosa para el comercio con Oriente. ¿Colón había dado de narices con un territorio lleno de indígenas herejes que comían pescado a medio sancochar y bananas? ¡Pues, a joder a otro sitio con ese asunto… que no daba siquiera para tres patacones!

Mas, no bien esos mismos peninsulares –hambreados y explotados por un sistema social asentado en la procedencia divina del poder político– escucharon la palabra “oro”, se lanzaron en cuerpo y alma a tomar posesión del nuevo mundo para convertir herejes en “sublime obediencia a la Santa Madre Iglesia Católica y mejor estatura de sus magníficas majestades, los reyes de España”. Sin plata y sin oro, muy otra habría sido la Historia del continente americano.

Chile no escapó a la saga de sangre y saqueos. Al no encontrar reservas auríferas importantes, luego de la fracasada expedición de Almagro y la debacle bélica de Valdivia al sur del río Maule, la corona hispana se vio forzada al envío de funcionarios y militares de carrera para cautelar el ingreso oceánico del Estrecho de Magallanes, amenazado por las incursiones piratas estimuladas por su graciosa majestad británica Isabel I.

A diferencia de lo ocurrido en otras tierras americanas, sin el arribo de vagabundos aventureros y colonos ansiosos de tierra y oro, fueron el ejército español y la Iglesia quienes le dieron estructura al país. Proliferaron pues las órdenes militares y apostólicas, la obediencia al mando vertical, el respeto irrestricto a la autoridad.

Las primeras ‘ciudades’ fueron ‘plazas militares’, con casas pegadas unas a otras y alzadas en cuadras o ‘manzanas’, así dispuestas a objeto de facilitar su defensa ante los ataques mapuche, la nación originaria más brava e indomable de todo el continente.

No fueron, pues, civiles aventureros la argamasa de lo que podríamos llamar el ‘país’ que luego sería Chile. En otros lugares los civiles –comerciantes, agricultores, mineros, etc.– impusieron sus propias leyes y costumbres, y organizaron sus mercados lejos de la estrecha vigilancia de los ejércitos de su majestad el rey de España.

Acá, durante la Conquista y la Colonia, la población estuvo constituida por ‘chilenos’ habituados a obedecer, a ir a misa, a escuchar proclamas y edictos reales, y a respetar una clara diferenciación de clases impuesta desde una España monárquica y beata, Inquisición incluida.

Los conquistadores españoles, mayoritariamente soldados, casi no traían mujeres con ellos. Se amancebaron con las amerindias, asegura Lucía Cifuentes, genetista de la Universidad de Chile. La misma genética confirma que en los primeros 60 años de la Conquista, Chile fue un crisol que generó una población mestiza, mezcla de españoles y mujeres indígenas.

Colonos y aventureros civiles en cantidades significativas no hubo sino hasta un siglo más tarde, cuando la idiosincrasia de los habitantes del centro y centro sur del país ya estaba estructurada.

De esa época proviene la mansa obediencia y el pusilánime respeto que los chilenos despliegan ante cualquier “autoridad”, independientemente de cómo esta logró encaramarse en el poder. Quien osaba levantarse contra una autoridad basada en la Biblia y la espada sufría mutilaciones variadas, empalamientos, o simplemente la muerte. La Historia cuenta que, prisionero de Lautaro, Pedro de Valdivia fue objeto del mismo tratamiento antes del mazazo final.

Quienes desembarcaron posteriormente en Chile –vascos, ingleses, italianos, franceses, alemanes– fueron incapaces de modificar significativamente los trazos originales del carácter nacional. Mejor aun, los recién llegados se impregnaron con una sorprendente facilidad de la sumisa paciencia vernácula y la hicieron suya.

De las descripciones que Alonso de Ercilla hiciera de los mapuche, una parece corresponder al pueblo originario:

ágiles, desenvueltos, alentados,
animosos, valientes, atrevidos…

Cualidades que aun hoy provocan asesinatos alevosos inspirados y protegidos por el Estado.

La otra parte ilustra más bien a la mestiza nación chilena:

duros en el trabajo, y sufridores
de fríos mortales, hambres y calores…

y aguantadores de humillaciones, injusticias y dolores.

La condición de eternos dependientes ha marcado nuestro (sub)desarrollo social, lo que explica las facilidades que encuentran ciertos asuntos “importados” para hacerse fuertes en la mente del pueblo y transformarnos en eternos dependientes de ideas, intereses y normas foráneas.

Primero nos dominaron los incas, luego los españoles, después los ingleses (dueños del salitre, la banca y los puertos), más tarde fue el turno de Hollywood, el rock’n roll, los Kissinger, los Nixon, y ultimamente el de los capitales transnacionales provenientes de EEUU y Europa, y del pensamiento único originario de Chicago.

Tal entreguismo –plagado de malinchismo racista– ha sido alimentado por quienes dirigen los destinos de la nación, asentados en la quietud servil de los habitantes del país.

Estas son, eso me parece, algunas características que definen, al menos parcialmente, el carácter pusilánime, ‘leguleyo’, cómodo y servil de lo que hoy somos.

¿Así somos realmente hoy día?

No podemos rechazar nuestras raíces, y ellas señalan que la corona española, desde Carlos V en adelante, se vio obligada a enviar soldados, oficiales y curas a este territorio famélico en oro y gordo en problemas debido a las huestes mapuches que dominaban la zona desde el río Maule al sur. Para bien o para mal, no arribó a nuestro país aquella patota de aventureros marginales y buscapleitos que sí lo hizo en otros lugares donde era más rentable la estadía y el saqueo. Chile se formó, nació y creció en medio de tropas, bandos militares, órdenes superiores y disciplina absoluta, ya que a decir verdad fueron únicamente soldados españoles quienes “hicieron nación” en este austral pedazo de América, y no una cáfila de civiles iletrados, audaces e insolentes, como acaeció en el resto del nuevo mundo.

Ello nos definió para siempre. Nuestro respeto a la autoridad alcanza niveles de insania, pues hemos llegado a confundir orden y disciplina con incondicionalidad enfermiza y obsecuencia servil, lo cual prohijó el dominio sin contrapeso de una clase que se encaramó en el poder desde los tiempos coloniales a base de la explotación a que sometió al resto de la sociedad chilena y, además, enriquecida a punta de estafas al fisco merced a que ella era también parte principal de ese fisco traducido en gobernabilidades asentadas en la casta del familisterio.

Desde entonces hasta hoy, muchos de nuestros dirigentes políticos, gobernantes y parlamentarios, manifiestan una actitud de mayordomos ante cualquier extranjero que tenga un par de dólares en su bolsillo o un galón de oficiales en las hombreras de su uniforme. Tempranamente perdimos nuestra escasa identidad como pueblo libre, así como extraviamos intencionadamente aquella soberanía que supusimos propia, pero que estaba acá en calidad de préstamo solamente y que debimos devolver no bien se produjeron los arribos de los primeros inversionistas de lenguas enrevesadas, como fue el caso del inglés John North que se dio el lujo (sabiendo apenas chapurrear el castellano), de influir abierta y sediciosamente en la política nacional, al extremo de haberse constituido en uno de los principales responsables de la guerra civil el año 1891.

Nuestro pueblo se niega a ser independiente, se niega a informarse, se niega a ser auténticamente libre y auténticamente demócrata. Políticamente hablando, nuestro pueblo, y no se trata de un asunto que haya nacido recién, es cómodo, pusilánime y doble estándar, ya que dice lo que no piensa, hace lo que no dice, y piensa lo que calla, pues de esa manera jamás se compromete con nada ni con nadie, lo que le permite luego negar lo afirmado alguna vez y desandar lo caminado para cambiar de ruta apenas se produzca la oportunidad.

Los políticos son conscientes de esto y lo aprovechan, lo exprimen e incluso lo pontifican, ya que gracias a ello pueden atornillarse en cargos de representación popular ad eternum, sin necesidad de trabajar ni esforzarse en serio, obteniendo pingües y gordos ingresos merced a la desinteresada actitud que el resto de la sociedad tiene ante la actividad pública.

Esto es lo que permite a muchos políticos –independiente del ‘color’ ideológico que su tienda partidista diga tener- asumir posiciones que en algunos casos atentan frontalmente contra los valores de su propio partido y, lo que es más delicado aún, mofándose de las ideas y esperanzas de quienes sufragaron por ellos, ya que en casos que cada vez son menos inusuales, algunos parlamentarios supuestamente ‘progresistas y democráticos’ -que años ha mantuvieron posturas izquierdistas- hoy, merced al buen olor del dinero que fluye a raudales desde los consorcios de megaempresas que esquilman a una nación, saltan de una vereda a otra en lo ideológico, en lo social, e incluso en lo moral.

¿Cómo no extrañarse de la enorme capacidad sediciosa de algunos senadores chilenos? ¿Cómo no alzar la voz para recordarles que muchos de ellos –o sus familiares directos- debieron huir del país escapando de los intentos de asesinatos que a diario manifestaba la derecha dura representada por Pinochet y la DINA? Algunos de estos náufragos que fueron salvados después por el mismo pueblo al que hoy traicionan, decidieron por sí y ante sí meterse en berenjenales fascistoides, de esos que promueven y financian los ‘halcones’ de EEUU y algunas megaempresas transnacionales adueñadas ya de gran parte de los recursos naturales del país.

Puede parecer penoso y decepcionante, pero un enorme porcentaje de nuestros compatriotas se niega a ver la realidad prefiriendo lanzarse al agitado mar del consumismo y las deudas, creyendo que eso los convierte a ellos y al país en nación desarrollada, cuando en estricto rigor el individualismo consumista y el endeudamiento hasta la tercera generación constituyen la nueva forma de dependencia que los gigantes industrializados atinaron a crear para mantener a naciones como la nuestra bajo la bota bancaria, la que los poderosos de siempre administran y profitan gracias al abierto beneplácito de parlamentarios corruptos y yanaconas que rifan el futuro del país en una lotería que se sabe jamás podrá ser favorable para los habitantes del sur del mundo.

En fin, parece que así somos, y una significativa mayoría señala estar más que satisfecha con nuestro ethos actual. Es la realidad del Chile de hoy donde muy pocos la reconocen y son menos aún quienes están dispuestos a provocar el cambio necesario, mismos que impetran décadas de trabajo para doblegar a un sistema que tiene más de quinientos años de permanencia.

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