APUNTES INCONCLUSOS
ANDREA D’ ATRI
IDEAS DE IZQUIERDA
Número 31, julio 2016.
La legítima búsqueda de justicia ante los crímenes de odio, como los femicidios, paradójicamente conduce a limitar la definición de violencia patriarcal a la estrechez de las figuras jurídicas estipuladas en el sistema penal. El Derecho nos devuelve impotente las limitaciones que tiene la búsqueda de la eliminación de la opresión con los mismos instrumentos con los que la misma es legitimada y reproducida.
En la pantalla, una imagen en blanco y negro de mediados de los años ‘60. Una mujer joven pide la palabra en la asamblea congregada en el ayuntamiento de Nueva York. La cámara la enfoca en el momento en que dice a viva voz:
Represento a ese gran grupo de mujeres de clase media que podría tener todas las comodidades y conveniencias de la vida. De hecho, yo las tenía; pero las abandoné y, en su lugar, decidí dedicar mi tiempo a la lucha por la igualdad de género.
Es Jaqui Ceballos, una de las primeras militantes feministas de National Organization of Women de Estados Unidos. Casi medio siglo después, entrevistada para el documental Ella es hermosa cuando está enojada, todavía recuerda aquellas vivencias. Frente a otra cámara, transmite esa vibrante experiencia de su juventud.
Una amiga me dio el libro de Betty Friedan, La Mística de la Feminidad. Todavía me hace llorar. El libro me impactó. Fue el momento justo. Lo leí esa misma noche y lo supe: no era él, no era yo, era la sociedad1.
No era él, no era yo, era la sociedad. Es la síntesis más precisa de aquello que el feminismo de la segunda ola supo revelar, conceptualizar y transformar en estandarte y programa de lucha. No eran los “él” ni las “ella” particulares, en un vínculo signado por la violencia restringida al ámbito privado; había un patrón que se replicaba en infinitos testimonios individuales, demostrando que la singularidad de esa experiencia encerraba, dialécticamente, su verdadero carácter estructural. El feminismo de la segunda ola supo captar que aquello estipulado como “natural”, era la cristalización de complejos procesos sociohistóricos. De ahí que estableciera la premisa de que lo que aparecía como “personal”, en realidad era “político”.
Entonces, el patriarcado fue conceptualizado de diversas maneras. Para las feministas radicales –que conciben la sociedad dividida en clases sexuales–, la base de esta opresión de la clase de las mujeres se encuentra en la apropiación y el control de su capacidad reproductiva, por parte de la clase sexual dominante de los varones. Para las feministas materialistas –para quienes mujeres y varones constituyen dos clases sociales antagónicas–, el modo de producción capitalista coexiste con el modo de producción doméstico, donde la clase de los varones explota el trabajo no remunerado de la clase de las mujeres y se apropia de su producto. Por su parte, las socialistas también elaboraron su conceptualización del patriarcado y la opresión de las mujeres y –basándose en el método del materialismo histórico y las elaboraciones de Marx y Engels– establecieron sus orígenes en las primeras sociedades de clases –entendiendo a éstas en función de la propiedad privada de los medios de producción, como las clases dominantes, explotadoras y, por otra parte, las clases explotadas–. También destacaron su inextricable relación con el modo de producción capitalista, donde el trabajo doméstico tiene un rol fundamental en la reproducción gratuita de la fuerza de trabajo. No ahondaremos aquí en las diferencias existentes entre las distintas corrientes de pensamiento; solo señalar que, a pesar de ellas, todas coinciden en el carácter estructural que adquiere esta opresión en las sociedades contemporáneas2. En este marco, pudo visibilizarse que la violencia contra las mujeres no era un fenómeno excepcional, originado en el extravío o la patología de un individuo aislado. La violencia contra las mujeres dejó de ser un tabú, silenciado tras la privacidad de las cuatro paredes del hogar, para salir a la luz como un mecanismo de disciplinamiento, un instrumento de intimidación y coerción de las mujeres que mantiene el statu quo del orden social patriarcal en el que están subordinadas.
No solo el patriarcado, sino también el colonialismo, el racismo y el heterosexismo fueron cuestionados como sistemas de dominación (y por lo tanto, de violencia), en un período de gran radicalización social y política de las masas en ambos hemisferios, que se levantaban contra la explotación capitalista y la opresión ejercida por la burocracia estalinista en los Estados obreros del este de Europa. Pero esa etapa de radicalización, en un proceso que no vamos a desarrollar aquí, fue derrotada y desviada3. Y, como ya señalamos en otro número de IdZ,
…mientras el individualismo se imponía globalmente, de la mano de las políticas económicas que empujaban a millones a la desocupación, que establecían la fragmentación y deslocalización de la clase trabajadora, el feminismo se fue alejando cada vez más de un proyecto de emancipación colectiva, replegándose en un discurso cada vez más solipsista4.
Lo político ¿es personal?
La idea de la emancipación fue mayoritariamente abandonada y trocada por una estrategia de reformas progresivas y acumulativas de derechos. La organización y la lucha política, denunciando al Estado por la reproducción y legitimación de la opresión de las mujeres fue reemplazada, en gran medida, por el cabildeo de las fundaciones privadas y la incorporación a las mismas instituciones del régimen político para buscar su modificación “desde adentro”. La crítica radical al capitalismo se metamorfoseó en la búsqueda de la ampliación de ciudadanía en democracias capitalistas degradadas que ya poco y nada tienen que ofrecer, para paliar los agravios que moldean la vida de las masas. El orden social y moral fundado en las relaciones de producción capitalistas fue separado de esa explotación del trabajo humano que lo sustenta. El feminismo hegemónico durante las décadas del neoliberalismo fue aquel que se replegó en la lucha por el reconocimiento de derechos, en el terreno del “Estado democrático” –un Estado aparentemente desgenerizado y neutral frente a la división de clases–. Pero a ese mismo Estado –que no es neutral, sino burgués–, que es garante de la violencia de la explotación asalariada por parte de la clase dominante y que se funda en el resguardo de su propiedad privada mediante el monopolio de la violencia, se le exigirá que reconozca los abusos cometidos contra las mujeres y disponga del castigo para sus autores.
Fue así que el feminismo consiguió el reconocimiento de que la violación marital es violencia y no un derecho del cónyuge; que el abuso sexual es violencia y no una costumbre cultural; que el acoso callejero es violencia y no una ofensa intrascendente. El feminismo desnudó que la opresión de las mujeres consiste, precisamente, en la naturalización de esa subordinación sexual o de género, que transcurre en el ámbito de la vida privada de las personas y que por eso mismo, permanecía silenciada. Que entre los sexos o los géneros no solo hay diferencia sino que hay, fundamentalmente, jerarquías. O más precisamente, que la opresión de las mujeres consiste en la jerarquización de esa diferencia. Pero, paradójicamente, en el acto de exigir el reconocimiento de estas formas de violencia por parte del sistema penal, se obtuvo un resultado inverso al que se buscaba. Porque, aunque la tipificación de estas conductas como delitos permitió que sean visibilizados los padecimientos de las mujeres, el sistema penal funciona mediante la atribución de responsabilidades individuales en la causación de daños. Desde este punto de vista, entonces, la opresión sexual o de género, en sí, no puede constituir un daño o delito pasible de ser castigado mediante el derecho penal. Judicializar la opresión patriarcal restringe su definición, limitando los alcances de la punición a una serie de conductas tipificadas de las que solo pueden ser responsables algunos individuos, aisladamente.
Dos activistas feministas (y abogadas) señalaban estas limitaciones en un coloquio sobre violencia sexista:
La violencia contra las mujeres está inscripta en relaciones de dominación patriarcal. Estas relaciones patriarcales están basadas en el dominio de los varones heterosexuales adultos sobre las mujeres y las niñas y niños. La violencia es constitutiva de toda política de opresión y sirve, en el caso de la opresión de género, para reafirmar la posición de inferioridad social y sexual de las mujeres. No se trata de problemas aislados, de patologías individuales, de personas inadaptadas, como muestran las concepciones ideológicas hegemónicas. Se trata de una cuestión estructural, constitutiva de la dominación. De allí que poner fin a la violencia no puede ser el producto de algunas reformas legales más algo de asistencia y una pizca de psicoterapia, sino de un cambio de raíz en las relaciones de poder patriarcales5.
No son las únicas. Como bien señalan Bergalli y Bodelón,
La afirmación de que determinados cambios jurídicos pueden tener un alcance limitado y constituir más nuevas formas de legitimación del Estado capitalista contemporáneo que aportar cambios sociales emancipatorios, está recogida en numerosos análisis feministas6.
Pero no prevalecieron estos enfoques, sino aquellos otros que, como señalan los autores, proponen que
… la solución de un problema general de la sociedad es demandada a un sistema particular, el cual deberá regular el todo siendo una parte del todo. Ésta es la mejor insinuación de la paradoja: el derecho deberá, más no podrá asegurar la igualdad7.
La impotencia del reformismo para que no seamos #NiUnaMenos
La tipificación en el sistema penal y el establecimiento de castigos, por tanto, aunque recoge una relación de fuerzas engendrada por la lucha y la movilización de las mujeres contra la opresión, no puede más que mitigar –apenas en casos singulares– las consecuencias de la violencia patriarcal. Pero el establecimiento y aumento de penas o los castigos ejemplares, que se espera que actúen no solo como retaliación para las víctimas sino también como política de prevención de futuras conductas criminales, demostraron no ser efectivos para acabar con la violencia patriarcal que se sigue reproduciendo, porque es estructural a las sociedades de clase. En Argentina, desde diciembre de 2012, cuando fue promulgada la ley 26.791, el Código Penal establece que
… se impondrá reclusión perpetua o prisión perpetua al que matare (…) a una mujer, cuando el hecho sea perpetrado por un hombre y mediare violencia de género8.
Sin embargo, las estadísticas de femicidios siguen manteniendo el espeluznante promedio de una mujer asesinada cada 30 horas. Los datos que se tienen de los años precedentes a la promulgación de esta ley son de 208 femicidios en el año 2008; 231 en 2009; 260 en 2010; 282 en 2011 y 255 en 2012. Después de la inclusión del femicidio en el Código Penal, se advierte –contrariamente a lo esperable– un leve incremento de los crímenes de mujeres: 295 femicidios en 2013; 277 en 2014 y 286 en 2015.
Las impactantes y multitudinarias movilizaciones que, en Argentina, se convocaron bajo la consigna #NiUnaMenos son una demostración cabal de que la Justicia que actúa ante los cadáveres de mujeres es una justicia insuficiente por definición, además de llegar tarde9. Familiares y amistades de las víctimas saben bien que, ante semejantes tragedias personales, el reclamo de justicia es imperioso. Pero sus testimonios siempre advierten sobre los límites de su alcance. Más de una vez escuchamos sus declaraciones en los medios de comunicación, diciendo “…Estamos satisfechos con la condena, pero esto no nos devolverá a nuestra hija (o amiga o madre o hermana)”. La judicialización de la lucha contra la opresión patriarcal nos lleva a discutir sobre las penas y castigos que merecen los femicidas, ya cuando la violencia fue consumada.
Acompañar el reclamo de justicia para las víctimas de femicidios, exigir al Estado el cumplimiento de políticas de atención integral a las víctimas de violencia antes de que se transformen en víctimas fatales, denunciar la revictimización provocada por los propios agentes del Estado, exigir la legislación de derechos elementales de los que aún hoy son privadas las mujeres en las democracias capitalistas contemporáneas son parte de una lucha legítima por hacer menos insoportable la vida de millones de mujeres10. Pero constituir esos reclamos en el objetivo único y final de la lucha condujo al feminismo a la impotente situación actual, donde la violencia patriarcal recrudece y adquiere nuevas y más monstruosas formas moldeadas por el capitalismo. La transformación de la prostitución en una industria monumental, la fluidez del tráfico ilegal de mujeres y niñas perpetrado por redes de trata de personas, las masacres ignoradas de centenares de mujeres en distintas regiones del mundo, las condiciones de pauperización y sobreexplotación de millones de mujeres incorporadas al mercado laboral en las últimas décadas, el evitable femicidio causado por los Estados donde la interrupción voluntaria del embarazo aún permanece penalizado, etc., son una muestra cabal de que limitar la lucha por la emancipación a la ampliación de derechos y la búsqueda de punición por parte del mismo Estado a través del cual las clases dominantes ejercen su dominación sobre las amplias masas, conduce a la impotencia, el desánimo y la desesperanza.
Una estrategia que se ha desplegado durante las décadas en que la derrota del movimiento de masas nubló la perspectiva de un cambio revolucionario de la sociedad capitalista. Perspectiva que debe ser reconsiderada si es que, como se consigna en las movilizaciones de mujeres, #VivasNosQueremos.
- Ella es hermosa cuando está enojada, de Mary Dore, 2014, disponible en Youtube.
- A. D’Atri, “Feminismo y Marxismo: Más de 30 años de controversias”, Lucha de Clases 4 segunda época, noviembre 2004.
- Ver A. D’Atri, L. Lif, “La emancipación de las mujeres en tiempos de crisis mundial” y “La emancipación de las mujeres en tiempos de crisis mundial (II)”, IdZ 1, julio 2013 e IdZ 2, agosto 2013, respectivamente.
- A. D’Atri, L. Lif, “La emancipación de las mujeres en tiempos de crisis mundial (II)”, IdZ 2, agosto 2013.
- M. Bellotti y M. Fontenla: “Políticas feministas antiviolencia y estrategias legales”, Travesías, CECyM, 1995.
- R. Bergalli, E. Bodelón, “La cuestión de las mujeres y el derecho penal simbólico”, Anuario de Filosofía del Derecho IX, 1992.
- Ídem.
- Código Penal Argentino, Capítulo I – Delitos contra la vida, artículo 80.
- Ver A. D’Atri, “Sangre nuestra”, IdZ 30, junio 2016.
- De hecho, los diputados nacionales del PTS/Frente de Izquierda, Nicolás del Caño y Myriam Bregman, presentaron un proyecto de ley, Plan Nacional de Emergencia contra la Violencia hacia las Mujeres, en junio 2015, que establece un régimen de asignaciones a las víctimas, la creación de refugios transitorios y planes de vivienda, licencias laborales, licencias y pases educativos, la creación de equipos interdisciplinarios para la prevención, atención y asistencia a las víctimas, etc.