Partición, desposeimiento y fragmentación
Richard Falk *
Brecha, 20-4-2018
Israel ha logrado moldear y desviar el discurso público sobre el futuro de Palestina de manera brillante durante muchos años. Entre sus primeros logros en este sentido cuenta con la victoria propagandística de conseguir que la guerra de 1948 sea conocida internacionalmente como la “guerra de independencia”. Esta denominación borra a los palestinos de la conciencia política y distorsiona las consecuencias humanas y políticas más profundas del conflicto armado. El lenguaje importa, especialmente en circunstancias vitales, cuando hay ganadores y perdedores, y ese es el caso de una guerra de desplazamiento, como aquella.
Les llevó décadas a los palestinos elevar sus experiencias de la guerra de 1948 incluso a conocimiento de aquellos a nivel internacional que respaldaban la lucha nacional palestina por su autodeterminación. Incluso ahora, más de medio siglo después de la guerra, la Nakba, como la llaman los palestinos, permanece opacada internacionalmente. La palabra significa “catástrofe”, debido principalmente a que al menos 700 mil residentes no-judíos de Palestina fueron despojados de sus propiedades en el nuevo Estado de Israel, luego de 1948, y a que dicho país les negó el derecho de retornar a aquellos palestinos que habían abandonado sus hogares y pueblos por miedo o como resultado de la coerción israelí. Este doble proceso de desposeimiento y arrasamiento fue implementado con fuerza a través de la demolición y la total destrucción de entre 400 y 600 pueblos palestinos en el nuevo Estado de Israel.
Es llamativo que incluso aquellos que han aceptado esta concepción revisionista de la Nakba suelen tratarla como un acontecimiento calamitoso, pero rara vez la abordan como un proceso. Para los palestinos que fueron desposeídos de sus hogares, sus tierras, sus comunidades, de su empleo y dignidad, y para sus familiares y posteriores generaciones, la vida ha sido un calvario. Y esto es así por la miseria y humillación que acompañan la residencia prolongada en campamentos de refugiados o por las tantas vulnerabilidades y el desarraigo que implica un exilio involuntario y permanente. En otras palabras, la tragedia de la Nakba no concluyó con los traumas de desposeimiento, sino que se prolongó en las horribles experiencias que le siguieron. Y eso debe entenderse como consecuencias inseparables de la catástrofe originaria.
La resolución de participación de la ONU
Para muchos pensadores palestinos las duras pruebas que supuso la lucha por el control del territorio y por derechos fundamentales –que se dio tras la resolución 181, aprobada por 33 votos contra 31 (con diez abstenciones y una ausencia) en la Asamblea General de las Naciones Unidas del 29 de noviembre de 1947– se agravaron durante las décadas que sucedieron a 1948.
Una muestra del dominio israelí sobre el discurso público internacional fue la dramatización de la aceptación sionista (representada por la Agencia Judía para Palestina) de la propuesta de partición de la Palestina histórica, mientras los palestinos, sus vecinos árabes, India y Pakistán la rechazaron al señalar que llevarla a cabo sin el consentimiento de los habitantes de Palestina constituía una flagrante violación de los estatutos de la Onu en cuanto al derecho de los pueblos a su autodeterminación y a elegir su propio destino político.
Este choque de posiciones fue interpretado entonces por Occidente como una demostración de lo “razonable” que era el encare sionista ante las complejidades que suponía compaginar reivindicaciones contrarias sobre el derecho a la autodeterminación y la soberanía territorial.
El sesgo sionista-israelí consistía en afirmar que Israel estaba dispuesto a resolver el conflicto a través del compromiso político, mientras que, por oposición, supuestamente el plan palestino para el futuro del país sería exclusivista, incluso genocida, sugiriendo una supuesta intención árabe de tirar los judíos al mar. Una afirmación que, con las heridas del Holocausto todavía abiertas, obviamente perturbaba una sensibilidad política, liberal y occidental, ya extremadamente delicada.
Una interpretación más objetiva de estas dos posiciones opuestas nos lleva a sacar una serie de conclusiones que van casi totalmente en contra de la narrativa que Israel le ha vendido al mundo sobre el plan de partición de la Onu y sus secuelas. Sin embargo, esa versión sigue siendo la dominante.
Luego de un inicial y comprensible reflejo palestino de repeler a intrusos judíos que buscaban ocupar y dividir su patria, han sido los palestinos, no los israelíes, quienes han venido proponiendo un compromiso integral, mientras que los israelíes, por lo general, adhieren a la idea de que “la tierra prometida” judía incluye a Cisjordania y una Jerusalén unificada, y que cualquier dilución de estas metas sería una traición fundamental al proyecto sionista de restablecer enteramente un mítico “Israel bíblico” como Estado soberano. Los israelíes más ideologizados, como Menachem Begin (comandante de Irgún y sexto primer ministro de Israel, entre 1977 y 1983), se oponían abiertamente a la partición en 1947 –previendo correctamente que generaría violencia— y consideraban que Israel sólo conseguiría su seguridad y completar el proyecto sionista a través de operaciones militares con ambiciones de expansión territorial. David ben-Gurion, el principal estratega sionista y líder israelí, compartía el escepticismo de Begin sobre la partición, pero la apoyó por motivos pragmáticos, como un paso hacia el cumplimiento del proyecto sionista y no como un fin. En ese sentido la partición de Palestina era considerada provisional. A partir de 1947 se buscó justamente completar la agenda sionista.
La partición era una conocida táctica británica colonial que complementaba aquella de “divide y reinarás”. La estrategia de la ocupación fue propuesta ya en 1937 en el informe de la Comisión Peel, pero debido a la necesidad de colaboración árabe en la Segunda Guerra Mundial, Reino Unido desistió de su propuesta de fraccionar Palestina. En un libro blanco posterior los británicos afirmaron que una partición sería “poco práctica” en el caso de Palestina, y un tanto sorprendentemente se abstuvieron de votar la resolución 181 en la Asamblea General de la Onu.
Prolongando el sufrimiento palestino
La propuesta palestina de un compromiso integral data al menos de 1988, cuando la Olp decidió aceptar a Israel como un Estado legítimo y ofreció una normalización de las relaciones, si Israel cumplía con los preceptos de la resolución 242 del Consejo de Seguridad de la Onu –que ordenaban el retiro de las fuerzas israelíes de ocupación hasta la línea verde, las fronteras previas a la guerra de 1967, y llegar a un acuerdo sobre cómo solucionar efectivamente el asunto de los refugiados–. La iniciativa árabe de paz de 2002 añadió nuevos incentivos regionales para aceptar la propuesta de compromiso político de la Olp, pero Israel respondió con silencio y Occidente con poco entusiasmo.
La diplomacia de Oslo fue un fracaso unilateral. Nunca produjo propuestas sobre los asuntos en disputa que tuvieran alguna chance razonable de generar un fin sustentable del conflicto. Mientras tanto le daba tiempo valioso a Israel para seguir expandiendo su red de colonias ilegales, una forma de anexión sigilosa que también servía para transformar el mantra de los dos Estados en una quimera cada vez más cruel y útil para apaciguar la opinión pública que buscaba una paz sustentable para ambos pueblos y un fin al conflicto.
Un análisis más objetivo de los dos posicionamientos sobre la solución de la partición nos permite también desconstruirlos. Por un lado, el movimiento sionista tomó lo que podía conseguir en cada etapa, mientras que en el terreno y a nivel diplomático generaba condiciones para obtener más, extendiendo sus reivindicaciones y expectativas políticas, “corriendo los postes del arco”. Esta táctica de “feta por feta”, de pequeñas conquistas sucesivas, se puede rastrear al menos hasta la “Declaración de Balfour”, cuando los sionistas aceptaron la terminología de “hogar nacional” judío a pesar de sus aspiraciones desde el principio de establecer un Estado judío que no tomara en cuenta los derechos morales, legales y políticos de los palestinos. Gracias a recientes investigaciones de archivos ha quedado cada vez más claro que la verdadera meta sionista siempre fue el Israel de la tradición bíblica, “la tierra prometida”, que incluiría la totalidad de la ciudad de Jerusalén y la zona que internacionalmente es conocida como Cisjordania y en Israel como “Judea y Samaria”.
Por otro lado, el rechazo palestino a la solución de partición de la Onu –que inicialmente fue respaldada por todo el mundo árabe, al igual que por la mayor parte de los países de población mayoritariamente musulmana– se basaba en que Palestina sería bisecada sin ningún previo proceso que intentara buscar el consentimiento de la población mayoritaria que allí residía, ni, siquiera, la consultara al respecto. Fue un intento arrogante de la Onu, que entonces era controlada por Occidente, de dictar una solución que no tomaba en cuenta las preocupaciones de los palestinos y que tampoco era conforme al espíritu ni la letra de sus propios estatutos.
Interpretar el rechazo palestino de la resolución 181 de la Asamblea General como una muestra de antisemitismo o siquiera como un rechazo de la existencia misma del Estado de Israel es aceptar una explicación acorde a la narrativa israelí que ignora el desastroso legado de la partición. Esta explicación desconoce también las dinámicas reales que han mantenido el conflicto vivo durante todas estas décadas. Hasta el día de hoy Israel sigue creando condiciones que empeoran las perspectivas futuras de los palestinos, mientras sutilmente presenta al proyecto sionista como una búsqueda razonable y más clara de ambiciones no manifestadas anteriormente.
Esto nos lleva a una pregunta central que también tiene que ver con los motivos de los israelíes para aceptar temporalmente la partición que en realidad no querían, como una forma de expandir sus márgenes de maniobra políticos y de mostrarle al mundo una cara razonable que incluía un compromiso con la paz.
Los palestinos se sintieron excluidos y humillados por la manera en que era tratado el futuro de su sociedad por la Onu y Occidente, no obstante, no querían distanciar a la comunidad internacional, especialmente a Washington. Fue por eso que le dieron crédito a la “declaración de principios” de Oslo de 1993 y actuaron como si el “proceso de paz” tuviera algo que ver con la paz. Ese tipo de diplomacia de complacencia que fue practicada por la Autoridad Palestina durante los últimos 25 años –mientras Israel anexaba y judaizaba Jerusalén oriental y penetraba más profundamente en Cisjordania– generó la impresión en muchos círculos, palestinos y otros, de que la Autoridad Palestina no era suficientemente “rechazista”, y que o bien, ingenuamente, estaba jugando una partida que perdería, o había fracasado totalmente en comprender el verdadero plan sionista.
La “guerra de partición”
Para volver a nuestra afirmación inicial de que el lenguaje es en sí mismo un espacio de lucha, ahora, 70 años después de los hechos, es aun más conveniente llamar a la guerra de 1948 por un nombre que revele más claramente sus características esenciales. Y ese nombre es Guerra de Partición. Sólo con esta opción lingüística podremos comenzar a comprender hasta qué punto la comunidad internacional, encarnada en la Onu, fue culpable de un pecado original con respecto al pueblo palestino, sus derechos naturales y legales y sus razonables expectativas políticas. Respaldar la partición de Palestina fue lo que yo llamaría un “crimen geopolítico”.
* Profesor emérito de derecho internacional de la Universidad de Princeton.