JACOBIN
IMAGEN: Foto de Ariel Feldman.
La prolongación de la larga catástrofe del pueblo palestino hoy toma una nueva dimensión, en la que el horror al que se somete a los gazatíes agrede a la condición humana en su conjunto. Por eso es necesario volver a poner en circulación posiciones verdaderamente críticas.
Este texto es el prólogo a la edición argentina del libro Palestina. Anatomía de un genocidio (2024), AAVV., editado por Tinta Limón Ediciones y LOM Ediciones. El prólogo es de Tinta Limón y Ariel Feldman, autor de uno de los capítulos del libro.
Un libro editado originalmente en Chile, que intenta pensar el genocidio que el Estado de Israel está llevando a cabo contra el pueblo palestino en Gaza —tal y como ya se discute en la Corte de La Haya—, requería un prólogo para la edición argentina. Las realidades de los dos países del Cono Sur, en lo que respecta a este conflicto, no pueden ser más dispares. En Chile, las expresiones contra el genocidio se han escuchado en las calles, en los estadios de fútbol y en los medios de comunicación, mientras que, en Argentina, las voces alarmadas frente a la masacre que sufren las y los palestinos han sido minoritarias y perseguidas.
Esta particularidad argentina, creemos, concierne a la singular relación que una parte de la comunidad judía local fue adoptando con respecto al Estado de Israel. En esta historia juegan un papel importante los atentados a la embajada de Israel y a la AMIA, que conmocionaron y vulneraron no solamente a la comunidad judía porteña sino a la sociedad argentina. Además, los exilios y las migraciones, durante las dictaduras y la crisis de 2001, de integrantes de la comunidad judía local hacia el Estado autodenominado «judío» reforzaron la confusión e igualación entre sionismo y judaísmo gracias a los vínculos de parentesco: prácticamente toda familia judía tiene a algún ser querido que vive en el Estado sionista. Pero esta particularidad no se termina de explicar sin comprender la dinámica de derechización extrema vivida simultáneamente en Israel, en Argentina y en la comunidad judía local.
Israel, por su parte, se presenta a sí mismo como un Estado judío (soslayando tanto a la población no judía que habita su territorio como la condición no israelí de millones de judíos). Al llamarse de ese modo —Estado «judío»—, Israel evoca al judío exterminado en el genocidio nazi. Sucede que es esta misma evocación la que hoy lleva a la identidad israelí a una profunda crisis. Pues, tal y como lo recordaba entre nosotrxs León Rozitchner, es la misma racionalidad técnica, económica y militar europea que sostuvo al genocidio nazi la que ahora sostiene el genocidio del pueblo palestino. Después de la Segunda Guerra Mundial, el judío adquirió, para la conciencia europea, el valor de víctima universal, y es esa universalidad la que se viene abajo para todo Occidente cuando se fusiona judaísmo con Israel e Israel con solución final al problema palestino. Es la conciencia occidental entera la que se viene abajo con el apoyo a la política genocida de Israel. En su derrumbe sale a la luz, tal como dijera Walter Benjamin, la barbarie como reverso de la civilización.
La instrumentalización de la historia de persecución y exterminio del pueblo judío por parte del Estado de Israel para poder, con ella, acusar de antisemita a cualquier voz opositora o tildar de nazis a quienes identifica como enemigos, está suficientemente desarrollada en las páginas de este libro. Pero hay que atender a que la confusión derivada de antisionismo y antisemitismo también es utilizada fuertemente en la arena local para fines autóctonos. Actores como la DAIA o la AMIA son conocidos protagonistas de la política nacional. Ya sea en la causa del memorándum con Irán, en el encubrimiento del atentado a la AMIA o en la muerte del fiscal Nisman, la dirigencia de la comunidad judía, con estrechos vínculos con la derecha vernácula, ha utilizado la denuncia de antisemitismo no solo para intentar acallar cualquier voz que se alzara contra el accionar criminal del Estado de Israel, sino también para perseguir a aquellos que denuncian la instrumentalización del judaísmo para el juego político de la derecha local. Tal vez esté en esta compleja alianza fascistoide, que persigue con fuerza a quienes denuncian este mecanismo, la singularidad argentina en el presente conflicto, que hace que sea uno de los pocos países del mundo que, ante este exterminio, haya cobijado manifestaciones muchísimo más numerosas a favor del accionar criminal de un Estado que a favor de aquellos que sufren el castigo colectivo, la limpieza étnica y cargan con el 97 por ciento de las muertes, en lo que muchos juristas y especialistas definen como un genocidio en curso.
No obstante, todo esto no alcanza para explicar el peso de otra ausencia. De voces que —como antaño la de León Rozitchner, entre muchas otras— vuelvan a alzarse con dolor y lucidez —con la autoridad que da el rigor moral e intelectual— bajo la forma de una conmoción en la cultura. Por el contrario, luego del atentado del 7 de octubre de 2023, expresiones del progresismo judío cerraron toda posibilidad de crítica a la política de Israel en la Franja de Gaza. Rita Segato ha escrito hace pocos años, a propósito de la situación en Palestina, sobre un «Estado de sitio mediático»: todos vemos las acciones de aniquilamiento, gritamos «Paz», pero no sucede nada. Como si los gritos no se oyeran. A su juicio, el apoyo efectivo o tácito de numerosas potencias a la resolución del conflicto por medio del exterminio y el hecho de que la aniquilación se haya vuelto un espectáculo consolidan la corrupción moral y jurídica de Occidente.
El palestino es un pueblo atrapado, sometido a la total desposesión de medios jurídicos y políticos para defenderse, que vive un largo proceso de limpieza étnica, un apartheid y una matanza cotidiana. Al día siguiente de aquel 7 de octubre, en el que una alianza de grupos de la resistencia palestina irrumpió con cruel violencia en el corazón del territorio israelí matando a más de mil civiles, el periodista Gideon Levy escribió en el diario israelí Haaretz un artículo titulado «Imposible encarcelar a dos millones de personas sin esperar pagar un precio cruel». Allí preguntaba a sus lectores israelíes qué imaginaban que iba a suceder, si creían que la cosa iba a seguir como si nada, con todos los horrores que se infligen al pueblo palestino.
La previsible respuesta del Estado de Israel fue continuar y profundizar una masacre todavía en curso. La prolongación de la larga catástrofe de un pueblo hoy toma una nueva dimensión, en la que el horror al que se somete a los gazatíes agrede a la condición humana en su conjunto. En estas circunstancias, se nos hace necesario volver a poner en circulación posiciones verdaderamente críticas, retomando las tradiciones de los humanismos árabes y judíos, a fin de socavar la pesada complicidad que cae sobre el mundo occidental por su irresponsable participación en este genocidio. La prueba de todo humanismo es, en definitiva, la de comprender y rechazar el hilo común que todo genocidio lleva consigo. El que perpetraron los nazis en el siglo pasado. Y el que perpetra ahora el Estado de Israel.
El intelectual palestino Elias Sanbar escribió que entre el Estado de Israel y el de Estados Unidos había una coincidencia más profunda que la que organiza el petróleo y la geopolítica. Ambos Estados comparten un mismo delirio de fundación: afirman haberse instituido en el desierto, sobre tierras despobladas. De ahí que el piel roja o el palestino sean, ante todo, realidad histórica negada.
El mundo occidental capitalista —y no solo este, pero hablamos de lo que conocemos mejor— ha decidido acelerar la acumulación despojándose de antiguas mediaciones referidas a la legitimidad política. Pero no es solo el Occidente blanco. Franco Bifo Berardi habla de una mutación brutalista extendida incluso a Rusia e India, en la que las personas eligen a los líderes, no a pesar de la crueldad que ponen en escena, sino gracias a ella. El gobierno de Milei pretende constituir la vanguardia de este proceso, al celebrar la política de Estados Unidos e Israel en Palestina.
Este contexto brutalista condena a la impotencia a las izquierdas anticolonialistas. Para éstas no se trata solamente de no poder alzar la voz lo suficiente y no lograr romper el estado de excepción mediático para detener ya mismo el genocidio en Palestina. A esta debilidad se suma su incapacidad de renovar las resistencias anticoloniales con un humanismo revolucionario que pueda cuestionar la crueldad y la negación de la vida como recurso de la lucha política y de la dignidad humana. Un libro es, sin duda, un modo limitado de proponerse el objetivo de revertir semejante situación. Una simple apuesta a la palabra y a su circulación. Pero tal vez pueda ser parte de una trama de acciones más complejas, cuando se trata de una circulación que propone decir lo que se calla, abrir lo que se cierra, recordar lo que se olvida, invitar al despertar de una conciencia ahí donde se sanciona a quien se atreva a hacerlo.