Arañando la verdad
En su informe final antes de dejar tierras mexicanas, el grupo de expertos de la CIDH que investiga el caso Ayotzinapa fue fulminante: militares y policías actuaban en conjunto con el narco y desde lo más alto del Estado se priorizaba la represión política y no el combate al tráfico. La verdad sobre el paradero de los normalistas descansa en archivos castrenses.
Eliana Gilet, desde Ciudad de México
Brecha, 4-8-2023
«Estamos rozando la verdad con los dedos», dijo Carlos Beristain el último día que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para el caso Ayotzinapa pasó en México. En una versión reducida del grupo original –dos miembros de los cuatro iniciales–, Beristain, médico y psicólogo español, y Ángela Buitrago, abogada y exfiscal colombiana, presentaron su sexto y último informe con los datos que el GIEI ha recabado respecto al posible paradero de los 43 jóvenes desaparecidos hace casi nueve años.
A partir de un peritaje técnico de las comunicaciones entre miembros del aparato represivo mexicano e integrantes del crimen organizado, se comprobó el grado de colusión y connivencia con que actuaron en el caso corporaciones públicas de seguridad de todos los niveles de gobierno: policías municipales de Iguala, Cocula, Huitzuco y Tepecoacuilco; policías estatales de Guerrero, policías ministeriales (judiciales) y federales; elementos de los batallones de infantería del Ejército 41 y 27, ambos situados en Iguala, así como agentes de inteligencia militar encubiertos que reportaron en tiempo real a sus mandos de la 35ª Zona Militar y de la IX Región Militar lo que sucedía con los jóvenes en el momento de su desaparición, reportes que llegaron incluso al titular de la Secretaría de la Defensa Nacional, ocupada entonces por el general Salvador Cienfuegos Zepeda.
Gracias al análisis de la geolocalización y la frecuencia de estas comunicaciones –ocurridas entre las 21.00 del día 26 y las 6.00 del día 27 de setiembre de 2014– y su cruce con los documentos obtenidos tras el acceso a los archivos militares mandatado por el presidente Andrés Manuel López Obrador en 2020, el GIEI desmintió la versión inicial dada por el Ejército, que se excusó de no haber protegido a los estudiantes bajo el entendido de que no sabía qué sucedía con ellos en el momento en que fueron atacados y desaparecidos. El GIEI explicó que la actitud de «brazos caídos» de los militares se debió a dos razones: a que los uniformados participan en el tráfico de drogas hacia Estados Unidos y a que, a la vez, criminalizan a los estudiantes sometiéndolos a un riguroso espionaje, especialmente de sus actividades como parte de las clases bajas, rurales, organizadas y de izquierda de este México herido.
En marzo de este año, el GIEI mostró un documento del Centro Regional de Fusión de Inteligencia (CERFI) –que al momento de la masacre operaba dentro del Batallón de Infantería 27, en Iguala– e identificó la existencia de una serie de 80 o 90 documentos de la misma fuente, desconocidos hasta ahora, que contienen la información interceptada en las horas en que los normalistas fueron desaparecidos y, por tanto, las claves de su paradero. La respuesta del Ejército fue que esos documentos no existen e, incluso, que el CERFI ni siquiera operaba entonces.
Colusión total
Para Ángela Buitrago, la negación del Ejército a entregar los documentos que señalan el paradero de los desaparecidos se debe a que no hubo una orden judicial que habilitara las escuchas telefónicas a actores clave en la masacre, por lo que entregarlos implica reconocer que existe un sistema irregular de recolección de información. Los expertos contaron que se llegó al colmo de que cuando la unidad de la Fiscalía General creada en 2019 especialmente para el caso Ayotzinapa (conocida por sus siglas UEILCA, de Unidad Especial de Investigación y Litigación para el Caso Ayotzinapa) buscaba certificar los datos conseguidos por el GIEI, la Secretaría de la Defensa Nacional respondió en un oficio que la sigla CMI referida en algunos documentos significaba contenido mediático de información y no Centro Militar de Inteligencia, como se presume.
Hay un motivo más profundo para el silencio del Ejército, según el GIEI: las escuchas telefónicas prueban que el narcotráfico en Iguala funciona mediante una red que incluye a militares y autoridades. Es tan grande la participación de estos actores institucionales que su acción mancomunada se revela como modelo de análisis para otros sitios del país, que viven una violencia similar pero menos mediática. Ayotzinapa es el primer caso en el que lo que era supuesto quedó manifiesto.
Existe otro cúmulo de información en el mismo sentido contenido en las llamadas escuchas de Chicago, ventiladas en el juicio contra el mexicano Pablo Vega en la Corte del Distrito Norte de Illinois. Ese tribunal de Estados Unidos condenó a Vega como un operador en ese país del grupo criminal Guerreros Unidos –actuante en la masacre de los normalistas– y reveló su fluida coordinación con mandos militares de los batallones de infantería 27 y 41.
«Las escuchas de Chicago señalan pagos y relaciones con varios militares, y las declaraciones de testigos protegidos han señalado que les proporcionaban dinero periódicamente [a los militares] para que dejaran llevar a cabo sus acciones a Guerreros Unidos. Eso explica en parte su actuación, ocultamiento y falta de protección a los jóvenes a pesar de la información con que contaban desde las 6 de la tarde del 26 de setiembre y durante toda la noche. Esa colusión es parte de las condiciones que facilitaron que se llevase a cabo la desaparición de los estudiantes», indica el último informe del GIEI.
Hay un capítulo de este informe dedicado a analizar cómo la permisividad con el tráfico de drogas fue el contexto que posibilitó y, a su vez, motivó la desaparición. Desde su primer reporte, en setiembre de 2015, el GIEI señaló que entre los varios autobuses que los normalistas tomaron desde la terminal Estrella Blanca de Iguala esa noche, uno había sido suprimido de todas las investigaciones oficiales. Hoy se sabe que integrantes de la Policía Federal bajaron a golpes a los normalistas que iban en ese autobús (luego asediados y perseguidos por policías ministeriales –judiciales– en una camioneta sin identificación) y lo escoltaron vacío hasta salir de Iguala rumbo a Morelos. Ese autobús jamás fue recuperado para que su peritaje se incluya en la investigación, ya que la propia Fiscalía presentó en su momento al GIEI un autobús falso. Este ocultamiento deliberado tiene un antecedente valioso que aclara su importancia: la detención de un narcotraficante uruguayo en julio de 2014.
El GIEI resaltó nuevamente en su último informe que la detención de Gonzalo Martín Souza Neves apenas dos meses antes de la masacre (véase «El eslabón uruguayo en Ayotzinapa», Brecha, 17-XI-22) prueba el uso de autobuses de transporte público, acondicionados con la construcción de caletas ocultas, para trasegar heroína por la frontera con Estados Unidos. Este modus operandi se emparenta con la detención del uruguayo en Puebla, la condena de Pablo Vega en Estados Unidos y la masacre en Guerrero contra los normalistas.
Inteligencia parcial
El informe del GIEI también señala que, desde mayo de 2014, la información sobre esta colusión para el tráfico de droga entre la delincuencia organizada, las autoridades y policías municipales de Iguala y otras ciudades cercanas fluyó libremente en el Grupo de Coordinación Guerrero Seguro, un espacio con representación de todas las corporaciones de seguridad y liderado por el entonces gobernador del estado, Ángel Aguirre. Se accedió, además, a documentos anteriores, fechados en 2013, que contienen listas con nombres de funcionarios que son parte del narco, elaborados por inteligencia militar. El GIEI denunció que desde al menos dos años antes de la masacre los militares conocían la «connivencia y participación» de policías y presidentes municipales de la zona (intendentes) con el narcotráfico.
Ya en 2012 la violencia había explotado en Iguala, manifestándose en el aumento de casos de personas desaparecidas, secuestradas y asesinadas violentamente, lo que puso a Guerrero en el primer lugar en el índice delictivo del país. Quince días antes de la masacre, hubo comunicación entre la inteligencia militar y el Batallón de Infantería 27 de Iguala, que alertaba sobre la presencia del grupo criminal Guerreros Unidos en distintos pueblos de la región, así como acciones de violencia extrema contra la población civil.
Por otra parte, gracias al acceso que el GIEI tuvo a los archivos militares en 2021, hoy sabemos que los normalistas vivían bajo una estricta vigilancia de sus actividades por parte de los servicios de inteligencia. Por orden del secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, se había mandatado el seguimiento de las actividades estudiantiles en conmemoración de otra masacre: la de Tlatelolco, del 2 de octubre de 1968. Cada año, las escuelas normales rurales marchan en la Ciudad de México en memoria de los asesinados por la represión hace 55 años, como miembros activos de la organización estudiantil más vieja del país: la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México.
«El nivel de monitoreo de sus movimientos era total, y la información llegaba al más alto nivel de la Secretaría de la Defensa Nacional y no solo a autoridades en Guerrero, como se quiso aparentar en los primeros años de investigación», explicó el GIEI. Por eso, los militares sabían desde semanas antes que la Normal de Ayotzinapa estaba encargada de conseguir los autobuses para llevar a los estudiantes hasta la capital. Incluso hallaron informes de inteligencia respecto a la toma de medios de transporte que los estudiantes habían hecho en días previos y el mismo 26 por la mañana, sin que sus actos desataran hasta entonces la violencia que sufrieron por la noche.
El Ejército monitoreaba a los estudiantes mediante tres agentes infiltrados, llamados órganos de búsqueda de información, OBI, o fachada, como se refiere a ellos en la jerga militar. Se sabe, incluso, que uno de los 43 desaparecidos es un militar infiltrado. «La inteligencia militar de la Secretaría de la Defensa Nacional tenía, desde hace tiempo, como objetivo la escuela Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, el seguimiento de sus jóvenes, sus comités y asambleas debido a sus acciones y movilizaciones políticas, en base a un enfoque contrainsurgente», apuntó el GIEI.
Es decir, mientras los militares le hacían el caldo gordo a la criminalidad desatada en secuestros, desapariciones y muerte que se estaba comiendo a los pueblos de la región desde hacía años, pusieron especial atención en el seguimiento de una organización de base de estudiantes de magisterio pobres, campesinos e indígenas. No, no fue en 1970, fue en 2014.
«La versión contrainsurgente lleva asociada una discriminación, una imagen negativa de los estudiantes como parte de la guerrilla de Guerrero y una falta de reconocimiento de su ciudadanía. Sin esta versión estereotipada y acusaciones respecto a la Escuela, hubiera sido muy difícil llevar a cabo un ataque masivo y un ocultamiento de los hechos a gran escala como el que tuvo este caso», explicaron los expertos.
Donde están
No solo el Ejército recabó información respecto al paradero de los estudiantes, también lo hizo la Secretaría de Marina con un grupo de élite llamado Alfa, que llegó a Guerrero ese mismo 2014 (probablemente el 28 de setiembre, según el GIEI, al otro día de los hechos) y trabajó durante un mes en la zona sin que, hasta ahora, se conozca ninguno de los documentos que produjo. En 2021, la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia en el caso Ayotzinapa, creada tres años antes y liderada por el actual subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, abrió la puerta a una serie de archivos en los que el GIEI halló las pruebas del papel que jugó ese accionar de la Marina en 2014: la fuerza detuvo y torturó a personas vinculadas a los hechos y fabricó delaciones falsas con las que se construyó una respuesta manipulada del destino final de los estudiantes, ligada al supuesto hallazgo de un fragmento óseo de un normalista desaparecido, Alexander Mora Venancio, un resto del que aún no se sabe con certeza de dónde salió.
La etapa de investigación que comenzó en 2020 logró desmontar esa versión y llevar a la cárcel a dos de sus operadores principales: el exprocurador general de la nación Jesús Murillo Karam, en agosto de 2022, y su subordinado, el titular de la Unidad Antisecuestros Gualberto Ramírez Gutiérrez, en junio de 2023. Ambos han sido procesados por tortura, desaparición forzada y obstrucción de la justicia. El tercer señalado es Tomás Zerón de Lucio, en 2014, titular de la Agencia de Investigación Criminal, que actuó directamente en el caso. Zerón se fugó a Israel en cuanto fue citado por la Justicia. También se encarceló, por primera vez en la historia de México, a una decena de militares, entre ellos los mandos del Batallón de Infantería 27, por desaparición forzada y delincuencia organizada.
El avance logrado en este período en el esclarecimiento de los hechos fue producto del inédito mecanismo internacional puesto en marcha para investigar un crimen de lesa humanidad de tamaña envergadura. El GIEI trabajó en México por primera vez en 2015 y 2016, y regresó en 2020 a cumplir un mandato que culmina ahora. La sinergia que había logrado en este segundo período con la Comisión para la Verdad y la UEILCA para la obtención de nueva prueba, aun años después de los hechos y abriéndose paso en un expediente manchado por la tortura y la manipulación, sufrió un duro golpe a fines del año pasado.
En setiembre de 2022, la Fiscalía General de la República intervino en el proceso y canceló 21 órdenes de aprehensión de las 83 que la UEILCA había solicitado al juez, sin dar aviso a los funcionarios que llevaban el caso. Es decir, desarmó su trabajo sin pruritos. Esto provocó la salida del 90 por ciento de la Unidad e hizo tambalear al GIEI, que terminó por decidir su segunda salida del país. Esta manipulación desde las cúpulas del poder fiscal evidencia que no solo el Ejército presiona por mantener el silencio y la impunidad. Del lado contrario, las familias y una amplia gama de personas a quienes el crimen ha solidarizado empujan por la verdad y la justicia.
Visiblemente conmovidos y agradeciendo el tesón de las madres y los padres de los 43 desparecidos en una lucha que ya lleva nueve años, los expertos se fueron de México diciendo que hay líneas claras de investigación para dar con el paradero de los jóvenes. Ambas están vinculadas a las dos instituciones que generaron información en tiempo real, antes, durante y después del ataque a los estudiantes, pero que, desde entonces, la mantienen oculta en sus archivos de inteligencia.