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México – La «Generación Z» y el avance de la ultraderecha

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La derecha mexicana, respaldada por sectores oligárquicos y el aplauso abierto de Donald Trump, intenta capitalizar el descontento social para desestabilizar al gobierno de Claudia Sheinbaum. Aunque su capacidad de movilización sigue siendo limitada, el peligro es real. La única barrera eficaz sigue siendo la profundización del proyecto de transformación y la construcción de un movimiento social autónomo capaz de enfrentar la amenaza fascista.

Imagen: (Daniel Cárdenas / Anadolu vía Getty Images)

Aunque los medios masivos, tanto nacionales como internacionales, alimentaron grandes expectativas sobre el supuesto impacto desestabilizador de la movilización de la «Generación Z» del 15 de noviembre contra el gobierno progresista de Claudia Sheinbaum Pardo, el resultado fue claramente decepcionante para sus promotores. De los 80 a 90 mil manifestantes que se congregaron en todo el país, apenas un 30% correspondía a jóvenes; una proporción similar a la de otras marchas organizadas por los mismos partidos opositores de derecha y ultraderecha que hoy invocan la crisis de seguridad como pretexto, pese a haber sido ellos mismos responsables de su agravamiento.

Los organizadores intentaron recrear en México la movilización de decenas de miles de jóvenes —la llamada generación Z— que en Nepal lograron derribar a un gobierno corrupto y profundamente impopular.

Es cierto que el asesinato de Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan —la segunda ciudad más grande de Michoacán— a manos del Cártel Jalisco Nueva Generación desató un fuerte descontento nacional, incluyendo a jóvenes que se identifican como parte de esa generación. Pero esa indignación fue rápidamente instrumentalizada por los partidos de derecha, que buscaron convertirla en el motor de una movilización abiertamente golpista cuyo objetivo era tomar el Palacio Nacional. La maniobra terminó desactivándose: fueron esos mismos jóvenes quienes rechazaron la convocatoria y se desmarcaron de la manipulación opositora.

Las fuerzas que impulsaron la movilización provinieron de sectores oligárquicos y conservadores bien identificables. Destaca el empresario Ricardo Salinas Pliego, dueño de Televisión Azteca, conocido por sus disputas fiscales con el Estado y por un discurso cada vez más cercano al neofascismo de figuras como el presidente argentino Javier Milei. A ello se sumó el alto clero católico —que se prepara para conmemorar el centenario de la guerra cristera—, así como dirigentes históricos del PRI y del PAN, cuyos parlamentarios difundieron discursos de odio y acusaciones sin fundamento que califican al gobierno de Claudia Sheinbaum de «comunista» y lo responsabilizan del asesinato de Manzo. También participaron periodistas e intelectuales que denuncian una supuesta «deriva autoritaria» del gobierno, sin aportar evidencia que la sustente.

Esta mezcla tóxica de intereses espurios ayuda a explicar los rasgos novedosos de esta movilización derechista. A diferencia de las anteriores —que intentaban cubrirse con un tenue ropaje «democrático» (la marcha blanca, la marea rosa, la defensa del Instituto Federal Electoral, etc.)—, esta protesta asumió un carácter abiertamente golpista. Circulaban llamados explícitos a la intervención armada de Estados Unidos en México y a que las fuerzas armadas encabezaran un golpe de Estado. Se registraron acciones violentas, claramente coordinadas, para derribar las vallas metálicas que protegen Palacio Nacional. También proliferaron expresiones misóginas, homófobas, antisemitas, sexistas y racistas, junto con camisetas que exhibían simbología nazi.

No es casual que, en este contexto, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, haya celebrado la movilización y, posteriormente, no descartara una posible intervención en México bajo el pretexto de combatir al narcotráfico. La mano del imperialismo estadounidense está meciendo la cuna del nuevo monstruo fascista.

Aunque la marcha del 15 de noviembre fue reducida y expresa sobre todo la desesperación de una derecha radicalizada, su significado no debe subestimarse. En los últimos días se registraron paros masivos de transportistas y de defensores del agua, donde se combinan demandas genuinas —mejorar la seguridad en el transporte público y evitar que el agua siga concentrada en manos de grandes trasnacionales— con la manipulación de dirigentes derechistas que buscan desestabilizar al gobierno. Es un escenario que recuerda, en algunos rasgos, las tácticas empleadas por la derecha chilena antes del golpe de Estado contra Salvador Allende en 1973.

El problema de la inseguridad

Apesar de que durante el mandato de Claudia Sheinbaum se han propinado golpes significativos a distintos grupos criminales, el problema persiste e incluso, en algunos territorios, se expande. El narcotráfico —junto con la extorsión, el secuestro, el cobro de piso, la trata de mujeres, los fraudes cibernéticos y el lavado de dinero— no es obra de bandas marginales. Es una industria profundamente integrada a las altas esferas políticas, empresariales y financieras del país.

Su auge mundial se remonta a la irrupción del modelo económico neoliberal, que provocó un desempleo masivo en amplios sectores sociales. ¿Quién no recuerda las grandes urbes estadounidenses vaciándose de un día para el otro, tras el traslado de la manufactura hacia el sur del país o hacia Asia?

En México, las políticas neoliberales de Miguel de la Madrid, Carlos Salinas y Ernesto Zedillo arrojaron a cientos de miles de personas a la calle. Para sobrevivir, las víctimas quedaron reducidas a tres opciones: emigrar a Estados Unidos, incorporarse a la economía informal o integrarse a circuitos vinculados al narcotráfico. La ilegalidad en torno a estas actividades funcionó como caldo de cultivo para nuevos entramados criminales: redes de trata de personas y de mujeres; estructuras de contrabando y piratería; y, en el caso del narcotráfico —la actividad más rentable—, organizaciones crecientemente asociadas al poder político y empresarial.

Podemos afirmar, sin exagerar, que el crecimiento explosivo de los cárteles en los años ochenta habría sido imposible sin la protección —directa o indirecta— del Estado mexicano e incluso de Estados Unidos. Es conocido que Washington financió sus guerras encubiertas en Afganistán y Nicaragua con recursos provenientes del narcotráfico. Los cárteles no son pandillas marginales: funcionan como empresas transnacionales con miles de empleados y redes de poder que penetran gobiernos locales, políticos de primera línea, jueces y mandos militares, al tiempo que controlan vastos territorios.

En esas zonas ha emergido una suerte de «cultura narco», donde muchos jóvenes asumen que su vida criminal será breve, pero compensada por un estilo de vida extravagante y ostentoso. No es otra cosa que la filosofía neoliberal del individualismo extremo llevada a su límite más violento.

Combatir a estas organizaciones, sus entramados de poder y la cultura que las legitima es una tarea de largo aliento. Además de la inteligencia financiera, la depuración de la corrupción en las élites políticas, judiciales y militares, y la acción decidida contra los grupos criminales —incluida la organización de autodefensas y policías comunitarias en zonas rurales—, la solución de fondo pasa por construir un sistema económico más igualitario, justo y basado en valores colectivos y solidarios. En otras palabras: desmontar el neoliberalismo y disputar la batalla cultural en favor de una alternativa socialista.

¿Cómo combatir al fascismo?

La principal razón por la que México es uno de los pocos países donde la ultraderecha y el fascismo se encuentran a la defensiva es que, aun sin una ruptura radical con el neoliberalismo, el gobierno ha conseguido elevar de forma sostenida el nivel de vida de las mayorías. Los aumentos al salario mínimo, la expansión de los programas sociales, la inversión en obras de infraestructura, la regulación del outsourcing, el avance en libertad sindical, la recuperación de márgenes de soberanía energética y la obligación de que los grandes empresarios paguen impuestos han fortalecido una base social amplia y estable para la llamada Cuarta Transformación.

Pero si ese proceso de transformación no se profundiza y queda a mitad de camino, se crea un terreno fértil para la recomposición de los sectores derechistas. Todavía están pendientes tareas centrales: recuperar el poder de compra de los salarios contractuales, restablecer un régimen solidario de pensiones eliminando las Afores y el pago en UMA, mejorar sustantivamente la seguridad pública, atender mediante diálogo real y soluciones efectivas los problemas de distintos sectores sociales, impulsar una reforma fiscal progresiva y auditar —para luego cancelar— la deuda pública considerada odiosa.

Esa agenda debe articularse con la construcción de un movimiento social amplio e independiente del gobierno, capaz de sostener niveles superiores de movilización frente a la amenaza que representa la oligarquía ultraderechista y fascista —expresada, entre otros, en figuras como Ricardo Salinas Pliego—, que hoy busca abrirse paso mediante maniobras de desestabilización. Al mismo tiempo, ese movimiento debe levantar sus propias demandas frente al gobierno actual, sin subordinarse ni a la derecha ni al oficialismo.https://www.facebook.com/plugins/likebox.php?href=https%3A%2F%2Fwww.facebook.com%2Fjacobinlat&width=250&height=290&colorscheme=light&show_faces=true&header=true&stream=false&show_border=false&appId=107533262637761Compartir este artículo FacebookTwitter Email

José Luis Hernández Ayala

Delegado del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) e integrante de la Ejecutiva Nacional de la Nueva Central Sindical (NCT).

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