Gilberto Calil
La división regional, sociológica y étnica de Perú, expresada en los resultados de las elecciones del domingo, muestra la vigencia de José Carlos Mariátegui. El desprecio de la elite limeña por los indígenas no pudo evitar la victoria de un candidato pobre, campesino y postulado por un partido mariateguista.
La división regional, sociológica y étnica de Perú expresada en los resultados de las elecciones que terminaron ayer subraya la relevancia de la reflexión de José Carlos Mariátegui (1894-1930). Considerado el fundador del marxismo latinoamericano, en el sentido de que fue el primer marxista que realizó una interpretación original de la realidad latinoamericana desde el marxismo, el revolucionario peruano señaló hace casi un siglo que Perú era un país fracturado por las divisiones producidas por su clase dominante.
Así, además de la división entre campo y ciudad, la escasa integración nacional creó una brecha que separa la costa, la sierra (andina) y la región amazónica. En su análisis, la élite limeña despreció profundamente la identidad indígena, en la que fue acompañada por sectores urbanos medios. Esto expresaba su perspectiva subordinada y la ausencia de un proyecto nacional: “las burguesías nacionales, que ven en la cooperación con el imperialismo la mejor fuente de provechos, se sienten lo bastante dueñas del poder político para no preocuparse seriamente de la soberanía nacional.”
En su interpretación, esto indicaba que no habría revolución burguesa en el Perú, dado que no había ningún sujeto social interesado en ella, y que por lo tanto la única alternativa concreta de transformación sería una revolución socialista. A esto Mariátegui añadió la centralidad de la cuestión de la tierra (la necesidad de la reforma agraria y la liquidación del latifundio) y de la cuestión indígena, profundamente imbricada con la cuestión de la tierra. Para él, sólo podía haber revolución socialista en el Perú si se incorporaba a los indígenas como parte fundamental del sujeto revolucionario.
La actualidad de Mariátegui
El recién elegido presidente del Perú, Pedro Castillo, fue elegido a través del Partido Nacional Perú Libre (PNPL), que se define como “marxista-leninista-mariateguista” y como una “izquierda del campo” que expresa el “Perú profundo“. Sabemos que incluso Sendero Luminoso se presentó como mariateguista, lo cual es enteramente injustificable.
Pero Perú Libre es efectivamente coherente con la propuesta mariateguista al poner la centralidad en las demandas concretas de los campesinos peruanos: reforma agraria, derechos sociales, educación y salud. También es profundamente mariateguista en la radicalidad con la que ha apoyado -hasta ahora- los elementos centrales de esta agenda reivindicativa, no renunciando a su defensa ni siquiera en el contexto de una segunda vuelta en la que tenía a prácticamente todos los medios de comunicación y a los principales partidos políticos en contra.
Las elecciones peruanas tienen una enorme importancia. Perú es el cuarto país más poblado del continente, el más devastado por la pandemia en el mundo (con la reciente corrección de los datos, pasa de la increíble cifra de cinco mil muertos por millón), y es probablemente el único país del mundo que ha llevado la locura de la inmunidad por contaminación más allá de Brasil, con el agravante de que su sistema sanitario es muy precario.
No fueron unas elecciones normales, sino unas elecciones que se celebraron en un contexto de crisis orgánica y de profunda crisis de representación de los principales partidos. En la primera vuelta, los cuatro candidatos más votados -Castillo, Keiko Fujumori, López Aliaga (el “Bolsonaro peruano”) y Hernando de Soto (tecnócrata ultraliberal)- se presentaron, desde diferentes perspectivas ideológicas, como candidatos antisistema.
El candidato del tradicional APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana) quedó en quinto lugar con el 9 por ciento y la candidata de centro-izquierda Verónika Mendoza (Nuevo Perú), que lideraba la carrera al inicio del proceso, terminó en sexto lugar con el 7,6 por ciento. En la segunda vuelta, los principales candidatos (excepto Verónika Mendoza, que apoyó a Castillo, y Yonhi Lescano, del APRA, que no apoyó a ningún candidato) se unieron a Keiko. Bendecidos por Vargas Llosa, los liberales abrazaron a la hija del dictador contra el fantasma del comunismo.
Una victoria indígena
Los resultados confirman un país profundamente fracturado. Keiko ganó por un amplio margen en la región de Lima (65%) y en la ciudad del Callao (67%), sacando una diferencia de más de dos millones de votos. De las 23 regiones del interior del país, Keiko sólo ganó en siete: las provincias amazónicas de Loreto y Ucayali y las costeras de Tumbes, Piura, Lambayeque, La Libertad e Ica – e incluso en estas regiones, la victoria se debe a los resultados obtenidos en las ciudades más grandes.
En cambio, Castillo ganó en las otras 16, pero además, obtuvo índices impresionantes en las principales provincias andinas: 89% en Puno, 83% en Cusco, 81% en Apurímac, 82% en Ayacucho, 85% en Huancavelica, 73% en Moquegua, 68% en Huánuco, 66% en Pasco y 71% en Cajamarca. 3] Se trata de diferencias impresionantes obtenidas en regiones fuertemente indígenas, marcadas por culturas tradicionales y formas de organización social que resisten sistemáticamente los efectos de la devastación neoliberal.
En un país en el que el 40% de la población se concentra en la región de Lima (incluido el Callao), parecía imposible que un candidato ganara las elecciones sin tener bases significativas en la capital, sin hacer amplias alianzas políticas, manteniendo un programa económico muy radical y siendo atacado ostensiblemente por los medios de comunicación. Sin embargo, en un contexto de crisis orgánica, ocurrió lo contrario, y probablemente fue el radicalismo con el que defendió su programa y se mantuvo fiel a su base social organizada lo que determinó su victoria.