JACOBIN
TRADUCCIÓN: ANGELA VERGARA
Para entender las protestas en Irán, debemos analizar la historia de la República Islámica desde 1979. Irán tiene una tradición de movilización popular con pocos paralelos en el mundo moderno, y esa tradición sustenta la actual ola de descontento.
Imagen: Decenas de personas organizan una manifestación en Teherán, Irán, el 21 de septiembre de 2022, para protestar por la muerte de Mahsa Amini, de veintidós años. (Stringer / Agencia Anadolu vía Getty Images)
Un fantasma vuelve a recorrer Irán: el fantasma de la revolución. Los monárquicos en el exilio, los izquierdistas impenitentes, las estrellas famosas, y los reformistas desilusionados piden la caída de la República Islámica. Mientras tanto, una joven generación de disidentes, con actitud desafiante, protesta por todo el país.
El fantasma de la revolución popular que derrocó a la monarquía hace cuarenta y tres años ha vuelto con determinación y capturado la imaginación colectiva de los iraníes. El fervor revolucionario tiene especial fuerza en el ciberespacio y en las reuniones que frecuenta la oposición en la diáspora. En estos círculos, cualquier cosa que no sea apoyar un cambio total de régimen es considerado una traición.
En la diáspora, incluso los iranís más reaccionarios se han vuelto revolucionarios, y, sin saberlo, han vuelto al significado original de la «revolución» como una restauración de un estatus quo derrocado. Pero quienes sueñan con restaurar la «edad de oro» de la monarquía se encuentran en un aprieto, ya que su presunto candidato, el hijo del último Shah, ha declarado no tener interés en portar la corona. Su mensaje nostálgico, sin embargo, resuena con fuerza en Irán a través de una avalancha de programas de televisión satelital financiados, principalmente, por los gobiernos de Estados Unidos y Arabia Saudita.
Algunas facciones de la diáspora apoyan el tipo de sanciones draconianas sobre Irán que implementó Donald Trump, sin importarles si éstas afectan a los iraníes comunes y corrientes y fortalecen a la República Islámica, la cual culpa de sus fracasos a las presiones extranjeras. Algunos han llegado a promover una intervención norteamericana o israelí que derroque a la República Islámica y «libere» a Irán, olvidándose, en forma conveniente, de las lecciones de Iraq y Afganistán.
Desde su inicio hace casi medio siglo, la revolución iraní de 1978-1979 ha tejido mitos que han durado en el tiempo y que afectan, con fuerza, nuestra comprensión de la realidad política contemporánea. En este ensayo, se examinan algunos de estos mitos revolucionarios, no con desdén, sino con la esperanza de poder mirar al futuro con seriedad.
Los mitos de 1979
Es una ironía que todos quienes ahora promueven una revolución concuerdan que el último levantamiento revolucionario, el de 1978-79, instaló un régimen más represivo que el anterior. Sin embargo, el arraigado mito de una revolución liberadora no surge de una mera fantasía sino de una excepcional historia revolucionara. Durante el siglo XX, Irán vivió dos revoluciones (1906-10 y 1978-79) y varias crisis prácticamente revolucionarias. En lo que va del presente siglo, han ocurrido tres revueltas populares: 1999-2000, 2009-10 y 2017-actualidad.
Asimismo, el mito de un levantamiento apocalíptico para limpiar al mundo de la maldad está enraizado en las expectativas mesiánicas del Islam Shi’i, la religión que profesa la mayoría de la población iraní. Pero, hay que tener cuidado con las analogías religiosas. Al contrario de lo que muchos creen, la Revolución Islámica de 1978-79 no fue un resurgimiento del fanatismo religioso sino más bien se trató de una instrumentalización política de la religión.
El Shah, Mohammad Reza Pahlavi, llegó al trono en 1953 a raíz de un golpe de estado orquestado por Estados Unidos y el Reino Unido. Durante 25 años, El Shah reprimió, en forma sistemática, las aspiraciones políticas de los grupos nacionalistas seculares y de izquierda. Durante la crisis pre-revolucionaria de 1977-78, el Shah se negó a ceder ante las demandas de los disidentes constitucionalistas y liberales. El cambio solo fue posible cuando Ayatollah Khomeini, un clérigo exiliado que insistía con determinación en el derrocamiento de la monarquía, asumió el liderazgo de la oposición.
Estados Unidos fue siempre el benefactor extranjero del Shah y, además, explotaba su megalomanía. A cambio de la riqueza petrolera, EE.UU le entregaba costosos armamentos y plantas nucleares. Antes de la revolución, había ctreinta mil asesores militares, técnicos, y empresarios norteamericanos con sus familias en Irán, quienes, en su mayoría, participaban de los proyectos delirantes del Shah y conocían, de primera mano, la imagen del «americano feo». Fue inevitable que la revolución de 1978-79 transmitiera un poderoso mensaje anti-imperialista, lo cual Ayatollah Khomeini tomó de la izquierda marxista para convertirlo en elemento central de su agenda revolucionaria.
Sin embargo, el islamismo anti-imperialista siguió el libreto de las obras apasionadas Shi’i y, en forma simplista, caricaturizó al rey como una marioneta al servicio del Gran Satanás Americano y lo responsabilizó de todos los males que aquejaban al país. Este discurso no solo impidió que la revolución se hiciese cargo de los problemas domésticos tales como la opresión de clase, genero, y étnica que existía en el país; sino que además tapó el hecho de que habían sido las políticas contradictorias del Gran Satanás las que habían socavado el poder del Shah y facilitado una transferencia pacifica del poder a Khomeini.
La República Islámica
En el invierno de 1979, el Ayatolá volvió triunfalmente del exilio. En forma apresurada, se convocó a un referéndum que pedía a los Iranies respaldar una «República Islámica» cuyas características estaban aún por definirse. El amplio apoyo electoral dio a los seguidores de Khomeini un cheque en blanco para diseñar un futuro gobierno islámico. En ese momento, la coalición revolucionaria anti-monárquica, integrada por los seguidores de Khomeini, nacionalistas seculares y varias facciones de izquierda, comenzó a desintegrarse.
Es importante recordar, que cuando parte el Shah, la revolución estaba en sus comienzos y avanzaba por un territorio inexplorado sin una dirección o agenda clara. Aquí es cuando la revolución fue «secuestrada» por una facción del sector de Khomeini, de la misma forma como la Revolución Rusa fue «secuestrada» por los bolcheviques en 1917 y la Revolución Francesa por los jacobinos en 1793. Sin embargo, la construcción de una República Islámica tomaría algunos años y requerirá de una represión sangrienta, una gran confrontación con los Estados Unidos y una guerra con Irak.
La primera ruptura posrevolucionaria en Teherán ocurrió en marzo de 1979. Miles de mujeres salieron a la calle en protesta contra la orden de Khomeini de llevar el hiyab. El Ayatolá tuvo que ceder y el requisito de llevar el hiyab tuvo que esperar hasta que el nuevo régimen pudiera consolidar su aparato represor.
Durante la «Primavera de libertad» de 1979, Irán era un país feliz y sin estado. El ejército y la policía del Shah habían desaparecido. Las minorías étnicas, sobre todo en Kurdistán, eran, en la práctica, autónomas. Los trabajadores ocupaban las fábricas, mientras que los campesinos y los pobres se apoderaban de la tierra y los estudiantes de izquierda dominaban las universidades. Los empleados del gobierno estaban a cargo de sus lugares de trabajo y los «consejos» populares dirigían la vida en los barrios.
Solo el poder coercitivo de un nuevo gobierno podía contener una revolución que amenazaba con derribar las jerarquías sociales. Esta fue la tarea que asumió la República Islámica. Entonces, los seguidores incondicionales de Khomeini renegaron de su promesa de establecer una constitución democrática y, en su lugar, establecieron el cargo de Líder Supremo. El Líder Supremo asumió poderes dictatoriales y pasó a gobernar con un grupo de clérigos no elegidos y superpuesto sobre un marco republicano parlamentario.
Para el verano de 1979, las líneas de batalla sobre el proyecto de una constitución dictatorial estaban trazadas, y las facciones izquierdistas, pequeñas pero influyentes, desafiaban al sector de Khomeini. Diversos grupos de izquierda avanzaban principalmente en las regiones que buscaban la autonomía, particularmente en Kurdistán, y también en las universidades y fábricas de todo el país. Si bien los seguidores de Khomeini eran capaces de impulsar la nueva constitución, su postura estaba perdiendo fuerza.
El proyecto de construcción de la República Islámica tuvo que contener y flanquear a la izquierda, la cual desafiaba al nuevo gobierno y los acusaba de coludirse con el viejo orden social y el imperialismo estadounidense. Con el apoyo de Khomeini, el gobierno provisional de Teherán mantenía relaciones cordiales con Washington, e incluso recibió informes de la CIA sobre Kurdistán, los movimientos soviéticos en Afganistán y los planes iraquíes para una invasión de Irán. Pero la situación cambió abruptamente con un golpe político que si bien consolidó el proyecto de Khomeini, dañó, de forma irreparable, las relaciones entre Estados Unidos e Irán.
El antiImperialismo de los necios
Afines de octubre de 1979, el Shah, enfermo de cáncer y moribundo, viajó desde su exilio mexicano a un hospital de Nueva York para someterse a una operación de emergencia. En contra de su mejor juicio, Jimmy Carter y sus asesores permitieron que el lobby pro-Shah los convenciera de traer al Shah a los Estados Unidos. La decisión no tenía justificación, ya que el Shah estaba recibiendo en México un tratamiento médico adecuado.
La tormenta diplomática estalló rápidamente. La República Islámica declaró que el viaje del Shah era una señal de que existía una conspiración estadounidense para restaurar la monarquía. Sin embargo, las autoridades iraníes sabían que el Shah se estaba muriendo y que la administración Carter no tenía planes para un cambio de régimen en Irán. Aun así, una multitud furiosa protestó frente a la embajada de Estados Unidos en Teherán, la misma sede que militantes de izquierda habían ocupado brevemente después de la caída del Shah.
La ocupación de la embajada volvió a repetirse. Esta vez, cientos de estudiantes universitarios, convocados por un clérigo vinculado al hijo de Khomeini, se tomaron la embajada el 4 de noviembre.
Al darse cuenta de su valor político, el Ayatolá respaldó la ocupación. El Ayatolá vio en esta acción antiimperialista, a la que llamó «la Segunda Revolución», una forma de fortalecer su proyecto de construcción estatal.
El enfrentamiento prolongado con los Estados Unidos, la llamada crisis de los rehenes estadounidenses, confundió a una izquierda ya dividida. Si para el Partido Comunista pro-soviético era una prueba del anti-imperialismo de Khomeini, una minoría izquierdista creía que el ímpetu anti-imperialista era una maniobra de la revolución para establecer una dictadura clerical.
Fred Halliday, un perspicaz observador externo, calificó el incidente como un «antiimperialismo de necios», cuyas consecuencias para Irán serían nefastas e incalculables. Como una réplica del guion del jurista nazi Carl Schmitt, la República Islámica se construyó a través de una confrontación existencial con un «enemigo» extranjero que, según se decía, estaba detrás de todas las discordias y disidencias internas. Por consiguiente, la crisis de los rehenes se prolongó hasta que el sector de Khomeini pudo consolidar el poder y eliminar a la oposición.
La muerte del Shah, en julio de 1980, eliminó el conflicto en torno a su extradición y abrió la posibilidad de resolver las relaciones entre Estados Unidos e Irán que se encontraban en un punto muerto. Sin embargo, antes de que esto pudiera suceder, en septiembre de 1980, el dictador iraquí, Saddam Hussein, declaró la guerra a Irán. Khomeini recibió la nueva crisis como otra oportunidad divina para demostrar el rumbo correcto de la revolución y acusó a Saddam Hussein de librar una guerra en nombre de los Estados Unidos.
Pero la realidad era bastante diferente. Por un lado, el enfrentamiento prolongado con los Estados Unidos había puesto a la República Islámica en conflicto tanto con las dos superpotencias como con la comunidad internacional. Por otro lado, Khomeini incitaba a la mayoría de la población chií de Irak a sublevarse y derrocar al gobierno. Esto proporcionó a Saddam Hussein una excusa para atacar a un Irán militarmente débil y diplomáticamente aislado, resolver viejas disputas y, posiblemente, derrocar a Khomeini.
Al igual que con la crisis de los rehenes, el comienzo de la guerra le dio a la República Islámica un gran impulso político, pero tuvo consecuencias desastrosas a largo plazo. En un patrón histórico familiar, la invasión de un país en medio de una revolución hizo que la gente apoyara a quienes estaban en el poder. Millones pasaron del fervor revolucionario al campo de batalla, e incluso algunos de los ex militares del Shah, retirados o encarcelados, se ofrecieron como voluntarios para defender la patria.
La guerra pospuso el acuerdo de liberación de los rehenes hasta después de las elecciones presidenciales de EE. UU., las cuales Carter perdió en gran parte debido a que no pudo liberar a los rehenes a tiempo. Khomeini, por lo tanto, podía afirmar que había derribado no solo al Shah, sino también a un presidente estadounidense. Sin embargo, esta «victoria» le costaría a Irán una enraizada enemistad con EE. UU. y una guerra larga, con un enorme costo humano y devastadores daños económicos.
Tributo en sangre
Después de ocho años de guerra, se acordó un cese al fuego. Irán e Irak habían sufrido más de seiscientas mil bajas cada uno, mientras que el costo de la guerra se estimó en cientos de miles de millones de dólares. Saddam Hussein había comenzado la guerra, pero fue Khomeini quien la prolongó durante seis años después de que Irán recuperara su territorio perdido en 1982. A Khomeini no le importaba el enorme daño infligido a los iraníes o iraquíes, y accedió a un alto el fuego solo cuando se hizo evidente que la continuación de la guerra podría provocar el colapso del régimen.
La guerra entre Irán e Irak tuvo profundas consecuencias políticas. Cuando Irán pasó a la ofensiva, tanto Estados Unidos como la URSS apoyaron a Irak. Entre 1987 y 1988, las escaramuzas militares entre Estados Unidos e Irán en el Golfo Pérsico amenazaron con convertirse en una guerra a gran escala.
Por extraño que parezca, mientras afirmaba que estaba luchando contra los Estados Unidos, la República Islámica recibía clandestinamente ayuda militar de Washington y Tel Aviv. A mediados de la década de 1980, el presidente Ronald Reagan autorizó contactos secretos, incluidos acuerdos de armas, con Teherán para financiar una insurgencia paramilitar de derecha en Nicaragua. La revelación de estos contactos en el llamado escándalo Irán-Contra estuvo a punto de derribar al gobierno de Reagan.
Mientras tanto, la guerra, que había durado casi una década, había modificado la composición de la República Islámica. En una repetición de otro patrón familiar post-revolucionario, la construcción del estado y la guerra se entrelazaron, convirtiendo a la República Islámica en un estado bienestar-bélico que era a la vez política y económicamente autoritario.
A principios de la década de 1980, el régimen se enfrascó en una mini guerra civil que eliminó a miles de izquierdistas, tanto religiosos como laicos, y derrotó al movimiento autonomista kurdo. La revolución llevó a todas sus bases a una guerra sin sentido, que requirió que los iraníes pobres y de clase trabajadora postpusieran todas sus demandas, sobrellevaran graves privaciones materiales y pagaran con sus vidas un «tributo en sangre».
Una economía estatista estrictamente controlada reglamentó el trabajo, destruyó los sindicatos independientes y reguló la acumulación de capital. Las raciones de alimentos y los controles de salarios y precios se convirtieron en la norma, mientras que los veteranos y sus familias recibieron estipendios en efectivo y acceso preferencial a los servicios públicos. Así, millones de ciudadanos, en su mayoría pertenecientes a las clases bajas urbanas y rurales, se integraron en un estado de bienestar, vasto pero rudimentario, orientado a mantener una guerra que parecía ser permanente.
Estas grandes transformaciones reportaron beneficios concretos a los estratos más pobres, quizás comprando su pasividad por algún tiempo. Si bien durante la década de 1980, los considerables ingresos petroleros hicieron posible que el Estado llevase a cabo amplios proyectos de ingeniería social, el final de la guerra había dejado al país en ruinas. Khomeini se encontraba enfermo y murió poco después del alto el fuego, aunque no antes de ordenar una masacre de miles de presos políticos.
Antes de morir, Khomeini había legado una autoridad ilimitada a sus sucesores, autorizándolos explícitamente para ir tan lejos como para suspender los principios básicos del islam por «razones de estado». El testamento final de Khomeini fue un reconocimiento claro de que, en la República Islámica, la religión servía a la política, un punto que se hizo evidente en el curso de su sucesión. El círculo íntimo del régimen cerró filas y eligió a Ali Khamenei, un clérigo político que ni siquiera era ayatolá, para suceder a Khomeini como líder supremo. Hasta el día de hoy, Khamenei ejerce un poder ilimitado.
Las esperanzas de reforma
Los años noventa, la década de la postguerra, fue un período de reconstrucción económica. El país se alejó del estatismo y se ajustó, gradualmente, al orden mundial neoliberal. Sin los costos de la guerra, una cantidad considerable de los ingresos del petróleo se destinó a la construcción de carreteras, represas y obras de electrificación, así como a la expansión de los servicios de salud pública y educación.
Si bien continuó el trato preferencial a quienes eran leales al régimen, la población en general, sobre todo en las zonas rurales, se benefició de las nuevas políticas económicas que brindaron un gran alivio luego de la austeridad de los años de la guerra. Las cosas también mejoraron en el ámbito cultural, donde se flexibilizaron las medidas más duras de la década anterior tales como el acceso a espectáculos, los códigos de vestimenta y la segregación sexual.
El régimen de segregación sexual, que sometía a las mujeres a una desigualdad drástica, permaneció en su lugar, pero millones de mujeres lanzaron campañas legales y políticas y lucharon en los espacios cotidianos para socavar el régimen desde sus bordes. Incluso se notó una modesta «liberalización» política y comenzó a surgir un discurso cauteloso de reforma, una suerte de válvula de seguridad para aliviar las tensiones políticas.
Las relaciones diplomáticas con el mundo exterior mejoraron y, a finales de la década, parecía posible una distensión modesta con Estados Unidos. Se vislumbró un deshielo en las relaciones entre Washington y Teherán cuando Mohammad Khatami, un reformista, ganó sin problemas las elecciones presidenciales de 1997. Khatami lanzó una seductora ofensiva en política exterior que buscaba reemplazar la beligerancia de Khomeini con propuestas para un «Diálogo de Civilizaciones» pacífico.
Aun así, Estados Unidos nunca levantó las sanciones económicas y, en cambio, agregó un nuevo embargo sobre el sector energético de Irán, una política impulsada en gran medida por el poderoso lobby de Israel en Washington. Por su parte, Israel pasó de ser un aliado militar silencioso de la República Islámica a designar a Irán como su enemigo existencial. La excusa fue el respaldo de Irán al «terrorismo», es decir, su apoyo a quienes resistían las incursiones militares israelíes en el Líbano y Siria.
En realidad, para perpetuar su ocupación de las tierras palestinas, Israel necesitaba fabricar una «amenaza existencial», rol que ninguno de los convenientemente dóciles regímenes árabes vecinos podía representar. Con su retórica polémica pero vacía, la República Islámica encajaba perfectamente en el papel de némesis suprema de Israel, al igual que el Estado judío ocupaba precisamente el mismo lugar simbólico en la propaganda de la República Islámica.
Del 9/11 al movimiento verde
En 1999, una dura represión contra los estudiantes universitarios que se manifestaban en defensa de la libertad de prensa puso fin al movimiento de reforma de la era Khatami. Khatami sobrevivió para cumplir un segundo mandato, pero estaba claro que el «Estado profundo» iraní no toleraría reformas estructurales.
El fracaso de las reformas de Khatami acabó con los sueños políticos de la primera generación post-revolucionaria. Para dar al régimen una apariencia de tolerancia, el discurso de reforma continuó y se promovió la participación en las elecciones presidenciales y parlamentarias. Pero los aspectos fundamentales de la política doméstica y exterior nunca cambiaron, ni cuando los reformistas lograron elegir un presidente u obtener la mayoría parlamentaria.
Mientras tanto, el breve período de distensión con Estados Unidos se cerró después del 11 de septiembre de 2001, cuando George W. Bush y su retórica del «Eje del Mal» colocaron a Irán junto a Irak en la lista de enemigos de la «guerra contra el terror» de Estados Unidos. Irónicamente, una vez más, esto se produjo en un momento en que la República Islámica cooperaba discretamente con Washington contra la red al-Qaeda e incluso ofrecía asistencia en la guerra de Estados Unidos contra el régimen talibán en Afganistán.
Sin embargo, la realpolitik no logró contrarrestar el lobby de Israel y sus aliados neoconservadores en la administración Bush que buscaban que EE.UU considera como objetivo principal un cambio de régimen en Irán a través de una intervención militar. A principios de la década de 2000, el lobby neoconservador de Israel concentró su atención en el programa de energía nuclear de Irán y en la inminente capacidad de las armas atómicas de la República Islámica.
A diferencia de Israel, país que construyó un arsenal nuclear en contravención del derecho internacional, Irán firmó el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares y mantuvo su programa de energía nuclear en gran parte en el marco de la Agencia Internacional de Energía Atómica. Para la administración Bush estas diferencias fueron irrelevantes y dictó nuevas sanciones que paralizaron a Irán, lo aislaron de las redes financieras y bancarias mundiales, y castigaron a los países que hacían negocios con él.
Al asumir la presidencia en el 2008, Barack Obama comenzó a comunicase, en forma confidencial, con el Líder Supremo de Irán. Pero antes de lograrse una solución política, Irán se sumergió en otra crisis interna. En 2009, millones salieron a protestar contra la reelección del presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad, calificando el resultado como fraudulento.
Este fue el Movimiento Verde de Irán, la protesta masiva más grande en tres décadas, cuyo lema, «¿Dónde está mi voto?», era subversivo sin pedir el fin de la República Islámica. El régimen desplegó a sus milicias privadas y fuerzas de seguridad, las cuales dejaron decenas de muertos y miles de detenidos. A principios de 2010, las protestas fueron amainando en forma gradual. La represión del Movimiento Verde dejó en evidencia que el régimen respondería con violencia a toda forma de disidencia popular, incluso si ésta estaba de los límites establecidos por el propio régimen.
Durante su segundo mandato, Obama siguió una política de doble vía que consistía en endurecer las sanciones contra Irán y reanudar negociaciones secretas con Teherán. En 2015, y a pesar de los mejores esfuerzos de Israel y Arabia Saudita, la República Islámica, los Estados Unidos y los demás miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas firmaron un Plan de Acción Integral Conjunto. Teherán aceptó el monitoreo internacional de su programa de energía nuclear a cambio de una reversión gradual de las sanciones económicas más drásticas.
Un nuevo ciclo de protestas
Antes de que la economía de Irán y sus maltratados ciudadanos pudieran respirar, Donald Trump anuló lo que llamó el «acuerdo Obama» y respondió, así, a las quejas israelíes y saudíes sobre el carácter «indulgente» del tratado. Las duras sanciones internacionales regresaron y exasperaron las condiciones existentes. Los iraníes solo trataban de sobrevivir en una economía capitalista corrupta.
Entre el otoño de 2017 y el invierno de 2020, los recortes a los subsidios que entregaba el régimen y el incremento en los precios de la energía desencadenaron una ola de protestas violentas en todo el país con niveles sin precedentes de participación de las clases pobres y trabajadoras. En su apogeo en noviembre de 2019, las protestas movilizaron a cientos de miles de iraníes pertenecientes a la clase trabajadora, quienes, indignados, se enfrentaron a tanques, helicópteros y ametralladoras. De acuerdo a Amnistía Internacional, los enfrentamientos con el gobierno provocaron más de trescientas muertes. Un estudio de 2020 sobre el nuevo ciclo de protesta concluyó:
Las protestas políticas y económicas no son nada nuevo en la República Islámica de Irán. El país ha vivido varias protestas violentas y no violentas en los últimos 40 años. Sin embargo, las dos grandes protestas de diciembre de 2017 y noviembre de 2019 sugieren que la dinámica predominante de protesta política en Irán está cambiando. Hay una creciente sensación de radicalización entre los manifestantes, mientras que el Estado está preparado para recurrir a la violencia extrema para mantener el control.
La creciente radicalización podría ser el resultado del callejón sin salida político, que surge de la desesperanza sobre las perspectivas de un cambio significativo, ya sea a través de reformas y una transición democrática o bien a través del progreso económico. La concentración de poder en facciones no-electas del Estado que son protegidas por la mano dura de las fuerzas armadas y de seguridad, la pésima situación económica, la corrupción paralizante en todos los niveles y la falta de rendición de cuentas han acentuado la ya existente crisis de legitimidad de un régimen revolucionario que llegó al poder para estar del lado de «los pobres».
Las protestas fueron una clásica advertencia de que, dada su volátil situación política y económica, la República Islámica debería anticipar protestas más grandes y mayor descontento. Mientras tanto, la crisis se agudizó cuando la administración Trump asesinó al general iraní Qasem Soleimani y su comitiva en un ataque con drones en suelo iraquí en enero de 2020.
Soleimani era el comandante de las operaciones de la Guardia Revolucionaria en el extranjero y la figura militar de más alto perfil de Irán y con una reputación relativamente intachable. En respuesta a este descarado asesinato, Teherán disparó misiles contra las bases militares estadounidenses en Irak, pero les advirtió del ataque para minimizar los daños.
Pero si el gobierno intentó utilizar el asesinato de Soleimani para ganar apoyo popular, estas esperanzas se desvanecieron cuando la Guardia Revolucionaria derribó, por error, un avión ucraniano, matando a sus 176 pasajeros, la mayoría de los cuales eran iraníes. La imagen de la fuerza se vio gravemente empañada y estallaron protestas en las calles y en las universidades.
Un gran malestar e inestabilidad marcaron el comienzo del año 2020. Asimismo, se anticipaban cambios en la cúpula ya que los líderes octogenarios del régimen, incluido el Líder Supremo, estaban llegando a su fin. Las elecciones presidenciales de 2020 se convirtieron así en un indicio de cómo el régimen podría manejar una transición política en medio de una crisis total.
La respuesta del régimen fue una postura de dureza e inflexibilidad. A diferencia de las elecciones pasadas, esta vez se prohibió la postulación de candidatos, despejando el camino para la elección de la figura de extrema derecha, Ebrahim Raisi. Raisi, un clérigo, había estado directamente involucrado en la masacre de presos políticos a fines de la década de 1980. Estaba claro que al régimen ya no le importaba la participación electoral ni siquiera mantener la apariencia de que la ciudadanía podía elegir.
La abstención llegó a casi la mitad del electorado, y Raisi fue oficialmente elegido por un 70 por ciento. En otras palabras, recibió el apoyo de aproximadamente un tercio de los votantes con derecho a sufragio, el registro más bajo en las elecciones presidenciales de la República Islámica. Irán vivió la pandemia del COVID-19 en estas condiciones. Cuando la administración Biden reanudó las negociaciones para revivir el acuerdo nuclear de 2015, muchos tenían la esperanza de que las sanciones disminuirían. Sin embargo, los meses de conversaciones no trajeron ningún resultado y se estancaron cuando estalló una nueva ola de protestas en Irán.
La crisis de 2022
Al comenzar el año 2022, Irán estaba saliendo de la pandemia, con una economía en crisis y sin perspectiva de que las sanciones internacionales disminuirían. Las relaciones del régimen con Estados Unidos y Europa estaban estancadas en su peor momento, mientras que la política iraní de «girar hacia el Este» —hacia China y Rusia— no se había traducido en un mejoramiento de las condiciones económicas. Los observadores externos y los reformistas que habían sido expulsados advertían sobre un descontento explosivo y latente. La economía atravesaba por el peor momento en décadas, con una inflación y un desempleo en aumento que golpeaban con fuerza a los pobres y a las mujeres.
Las profundas divisiones de clase, la corrupción y el amiguismo se manifestaban más descaradamente que nunca, mientras que las manifestaciones de trabajadores, maestros y jubilados del gobierno eran permanentes. Millones de jóvenes, incluidos estudiantes universitarios y graduados, vieron un futuro cada vez más sombrío, siendo las mujeres quienes enfrentaban las perspectivas más oscuras. En promedio, las mujeres iraníes tienen más educación que los hombres y han tenido que soportar la doble carga de la segregación sexual y la feminización de la pobreza.
Durante décadas, las tensiones entre las minorías étnicas se han agudizado. En la periferia, las poblaciones kurda, baloch y árabe son sometidas a una represión cultural y económica. Por último, pero no menos importante, una crisis ambiental de proporciones masivas (sequía, mala gestión del agua y contaminación letal) afixia al país.
El escenario, por lo tanto, estaba listo para una tormenta política perfecta de un descontento profundamente arraigado y con múltiples dimensiones. En pocas palabras, numerosas formas y niveles de opresión social, económica, política y cultural se combinaron de tal forma que las cargas se hicieron insoportables y estallaron en una ola de protestas en todo el país.
Si observamos estos fenómenos desde la política de clase, aunque ciertamente una mirada borrosa, podríamos discernir una alineación de «bloques» políticos que reflejan, aproximadamente, a los diferentes estratos sociales. Los historiadores están de acuerdo en que la clase media, aunque mal definida, ha sido la base social de los levantamientos políticos de Irán durante el siglo pasado. Sin embargo, como fue el caso de la monarquía, la relación de la República Islámica con las capas medias ha sido ambivalente y si ésta ha intentando ganarse su lealtad con concesiones económicas, les ha negado representación política.
El movimiento político de clase media más importante fue el Movimiento Verde de 2009, sin embargo, el régimen pudo contenerlo, en parte, porque las clases bajas no se unieron a él. La República Islámica siempre ha pretendido representar a los pobres y a las clases trabajadoras. En ocasiones, las medidas económicas populistas del régimen, respaldadas quizás por el atractivo de la ideología religiosa, le otorgaron el apoyo activo o tácito de, al menos, una parte de las clases bajas y los sectores pobres rurales y urbanos. Sin embargo, ese precario equilibrio ya no parece mantenerse.
Los sangrientos levantamientos protagonizados por los pobres de la ciudad en 2017-2020, las huelgas y las dificultades cotidianas para sobrevivir podrían llegar a crear una nueva configuración política en la que los pobres y las clases trabajadoras se unieran a la oposición. Por otro lado, no hay evidencia de que el régimen sea capaz de movilizar una base social. Sus órganos represivos, la policía, las fuerzas de seguridad y las milicias civiles son profesionales pagados que realizan su trabajo. Durante las últimas protestas, el régimen no movilizó a sus partidarios en contramanifestaciones como lo hizo en respuesta al Movimiento Verde.
El Islam y la supuesta religiosidad de las masas tampoco constituyen la pieza central del discurso oficial. La retórica defensiva del Líder Supremo sobre la crisis actual es completamente secular, se niega a reconocer y reparar los errores políticos y culpa a conspiradores extranjeros de tramar las protestas. Esta firme negación de la realidad recuerda a muchos observadores la respuesta de la monarquía a su inminente desaparición: un Shah que solo reconoció la crisis revolucionaria unos meses antes de su caída, cuando ya era demasiado tarde.
Provocando una revuelta
Al igual que la actitud torpe de la monarquía frente a la revolución, la República Islámica parece haber creado tanto las condiciones como el mecanismo desencadenante de la crisis actual. El gobierno de Raisi desató el estallido al endurecer las medidas culturales represivas, en particular sobre los códigos de vestimenta de las mujeres y el uso obligatorio del hiyab.
En los últimos años, algunas mujeres jóvenes habían comenzado a desafiar las normas del uso del hiyab y se sacaban el velo en público. Incluso los propios estudios del gobierno habían reconocido que una gran mayoría de las mujeres no observaba estrictamente el uso del hiyab, y recomendaban una política de no injerencia. El gobierno de Raisi hizo caso omiso de estos cambios y ordenó a su policía moral que impusiera reglas estrictas sobre el hiyab, incluso utilizando la violencia física contra las mujeres.
Si esta política de intimidación buscaba lograr el control, fracasó y produjo el efecto contrario. Las protestas comenzaron cuando Mahsa (Jina) Amini, mujer kurda de veintidós años, fue arrestada por violar las leyes del hiyab y murió bajo custodia policial. Su familia afirmó que fue asesinada, un cargo que el gobierno negó pero que fue confirmado por una investigación médica independiente.
Rápidamente, las protestas se extendieron a varias ciudades: fueron particularmente fuertes en las regiones kurdas con una larga historia de agravios y represión. Luego, en actos de desafío político sin precedentes, más y más mujeres en todo el país comenzaron a quitarse los pañuelos de la cabeza, y algunas los quemaron en público. El régimen respondió con más violencia, y desplegó a la policía antidisturbios y milicias de civil contra los manifestantes.
A medida el número de víctimas aumentaba, incluidos adolescentes y niñas y niños, también aumentaba la ira y el ímpetu de los manifestantes. Muchos comenzaron a atacar directamente al Líder Supremo y pedir el fin de la República Islámica. En una marcada diferencia con todas las protestas anteriores, los llamados eran completamente seculares, excepto en las regiones del sureste de Baloch, cuya empobrecida población sunita sufrió discriminación religiosa bajo un estado islamista chiíta.
Como el uso de la fuerza letal parecía fracasar, el régimen comenzó a calibrar su despliegue, centrando su potencia de fuego en las regiones sunitas de Kurdistán y Sistán-Baluchistán. En Teherán y las ciudades más grandes, la policía utilizó proyectiles de guerra, balas de goma y porras, mientras conducía sus coches y motocicletas contra los manifestantes.
Aun así, las protestas crecieron y se extendieron a los campus universitarios e incluso a las escuelas secundarias. Si bien algunos sindicatos y asociaciones de periodistas y abogados de la sociedad civil las han apoyado, aún no se percibe nada parecido a una huelga general. Sin líderes y espontáneas, las protestas continúan, aprovechando al máximo la tecnología digital para comunicarse y coordinarse, así como transmitir, de manera efectiva, sus logros y demandas.
A pesar de la censura de los medios del régimen y el cierre de Internet, una avalancha diaria de imágenes e información sale de Irán, lo que suscita una enorme simpatía y apoyo en todo el mundo. Particularmente fuerte es la respuesta emocional de la diáspora iraní en Europa, Estados Unidos y Canadá, donde decenas de miles han salido para demostrar su apoyo al levantamiento en Irán.
Una guerra de posiciones
En la diáspora, sin embargo, hay grades tensiones políticas, ya que los monárquicos intentan imponer sus demandas y apoyan un cambio de régimen a través de una intervención directa de Estados Unidos. A pesar de que los monárquicos y sus patrocinadores estadounidenses, israelíes y saudíes son uno de grandes perdedores políticos en el nuevo levantamiento, intentan controlar a los sectores de la diáspora.
No hay lemas monárquicos en las protestas de Irán, y tampoco hay llamados a la intervención de gobiernos extranjeros. Si bien el Líder Supremo y los partidarios de la línea dura del régimen insisten en que las protestas son una conspiración extranjera, tramada por Estados Unidos, Israel y Arabia Saudita, esta interpretación tiene poco asidero y ni siquiera es respaldada por los medios de comunicación, muchos de ellos censurados, de Irán.
Mientras los llamados a un cambio de régimen revolucionario aumentan en la diáspora, en Irán, las protestas, dispersas pero persistentes, entran en su tercer mes. A pesar de sus limitaciones, los manifestantes han colocado con éxito la demanda de un cambio sistémico en la agenda nacional, y ya han obtenido victorias significativas, sobre todo el fin efectivo del uso obligatorio del hiyab.
Además, la prensa ha comenzado a hacer eco de las demandas de los manifestantes y, en claro desafío a la censura, a pedir reformas políticas estructurales. El viejo bloque reformista está de vuelta y exige al régimen el reconocimiento de las demandas de los manifestantes, el fin de la represión violenta, la libertad de los presos políticos, fin a la censura de los medios de comunicación y una nueva ronda de elecciones parlamentarias y presidenciales con participación de los partidos políticos.
También se habla abiertamente de un referéndum nacional para aprobar cambios constitucionales, presumiblemente para reducir el poder de los cuerpos clericales no elegidos. Esta agenda reformista radical nos retrotrae cuarenta y tres años a la «Primavera de la Libertad» de 1979, antes de que la camarilla clerical de Khomeini comenzara a suprimir las demandas democráticas de la revolución.
Para cumplir las demandas de los manifestantes, los clérigos tendrían que renunciar a su control monopolístico del estado y aceptar un régimen de transición que dejase atrás a la República Islámica. Más importante aún, tales reformas estructurales necesitarían el consentimiento del enorme complejo militar-industrial-financiero del régimen, principalmente la Guardia Revolucionaria, sector que tiene un puesto clave en las empresas estatales y privadas más lucrativas del país.
Es muy poco probable que el Líder Supremo y sus seguidores más duros abdiquen en forma voluntaria o acepten incluso una pérdida parcial de su poder. Pero, si el aparato no clerical del régimen (la poderosa red entrelazada de capitalistas corruptos, la élite tecnocrático-administrativa y las fuerzas armadas) concluye que el malestar popular ha alcanzado proporciones verdaderamente revolucionarias, el régimen podría verse obligado a renunciar.
Por ahora, el escenario más probable es de luchas políticas prolongadas, que posiblemente llevarán a un proceso gradual de transformación del régimen. El Líder Supremo ha denominado a la crisis actual como una «guerra híbrida», supuestamente una mezcla de lo que quieren los enemigos extranjeros de Irán y las demandas de los disidentes «engañados». Desde el otro lado, podríamos ver una «guerra de desgaste», similar a la «guerra de posición» de Antonio Gramsci: una disputa prolongada en la que los bloques opuestos ganan o pierden terreno al ocupar o dejar vacantes posiciones políticas.
En esta trayectoria, la revolución no es el punto de partida sino la culminación de un proceso más profundo de transformación social, política y cultural. La búsqueda de un camino evolutivo, sin embargo, no significa que la opción revolucionaria y sus poderosos mitos puedan o deban ser desterrados. El espectro de la revolución, inspirador y sorpresivo, continúa recorriendo Irán, acechando a sus gobernantes despóticos y llamando a otra generación a las barricadas: «Que tiemblen las clases dominantes. . .»
AFSHIN MATIN-ASGARI
Profesor de historia en la Universidad Estatal de California en Los Angeles y es autor de «Both Eastern and Western: An Intellectual History of Iranian Modernity».