Como la rueda
Fue Umberto Eco el que dijo que el libro es uno de esos inventos cuyo concepto y diseño es imposible de mejorar, a pesar de los miles de años que transcurrieron desde su creación. Ahora, un ensayo de la española Irene Vallejo repasa la historia del libro en el mundo antiguo y lo hace de manera tal que ha logrado transformarse en un inesperado best seller.
María José Santacreu
Brecha, 26-6-2020
Es verdaderamente inusual que un ensayo de este tipo vaya por la séptima edición y que haya encontrado tantos espaldarazos espontáneos de escritores y críticos –Juan José Millás, Mario Vargas Llosa, Luis Landero o Luis Alberto de Cuenca– como decenas de miles de lectores. Quién hubiera dicho que tanta gente tenía ganas de leer sobre las andanzas de Alejandro Magno, las artimañas de Ptolomeo, las características físicas del papiro y los pergaminos, los avatares de la invención del alfabeto, las particularidades de las primeras bibliotecas públicas o los peligros que encierra el oficio de librero.
El infinito en un junco tiene una cualidad que comparte con los libros de grandes divulgadores como Oliver Sacks, Stephen Jay Gould o Umberto Eco, que es no limitarse a la exposición de una materia académica en un lenguaje llano, sino, además, volver reconocible un tema lejano acercándolo a la vida corriente del lector, algo que puede parecer muy fácil de lograr, pero que no lo es. Y es que cualquiera puede intentar trazar paralelismos entre Homero y John Ford, pero pocos, realmente pocos, podrán iluminar con ese ejemplo al primero, que es sobre lo que la autora intenta de verdad hablar. Sin embargo, Irene Vallejo va un poco más allá. Para empezar, su libro es verdaderamente accesible, pero nunca condescendiente, y si bien no da nada por sobreentendido, tampoco se detiene demasiado en la explicación. La autora no tiene problema alguno en contar el cuento completo –el de nuestros viejos griegos y romanos–, por más que tenga claro que la mayoría de sus lectores sabe gran parte de la historia. Esto le da un aire encantador al libro, como si, en parte, estuviera dedicado a lectores realmente jóvenes que pueden no saber, por ejemplo, el misterio de la identidad de Homero, pero, con la misma naturalidad y a renglón seguido, Vallejo se permite audacias, profundidades y agudezas, lo que resulta igualmente grato. Sin embargo, que parte del relato sea conocido (imposible que no lo sea cuando el tópico pasa por los diálogos de Platón, la Ilíada y la Odisea, la biblioteca de Alejandría, Antonio y Cleopatra) no quiere decir que la manera de narrarlo sea la habitual. Vallejo tiene un innegable talento para insertar historias adentro de la historia y para amalgamar todo en un relato impredecible, que salta de lo culto a lo popular, del año 750 a C en Grecia, a la Alemania nazi, de la realidad histórica a la ficción literaria, de una biblioteca china que se incendia a Fahrenheit 451. A esto debe sumársele algo más, que a algunos puede resultarles atrevido o, incluso, inconveniente. La relativamente ignota Irene Vallejo (1) se anima a intercalar, en el texto, elementos de su historia personal. Pero no teman: todo viene a cuento.
Cazadores de libros
A lo mejor toda la explicación anterior sobre el abordaje de la autora podría haberse ahorrado simplemente mirando bien el título del libro: El infinito en un junco. Puede pensarse que fue elegido por razones poéticas, hasta que pensamos en el papiro, en esa materia prima única que fue, para los egipcios, tan valiosa en la antigüedad como actualmente lo es el petróleo. Sobre esos juncos que crecían casi exclusivamente a la orilla del Nilo se inscribirían la filosofía, la ciencia y la literatura de la antigüedad clásica. El saber infinito, claro, porque infinitas son las posibilidades de la mente humana: al igual que en la borgiana biblioteca de Babel, en esos papiros entraba, eventualmente, todo. Sin embargo, el título es paradójico: es en algo tan humilde como un junco que habita la posibilidad de lo inmenso e inabarcable.
Así, desde el título, Vallejo apuesta a su creatividad para encontrar lo curioso, lo paradójico, lo sorprendente, lo poético, lo misterioso o inexplicable en la historia del nacimiento del libro, pero no para regodearse en el mero recuento, sino para que cada relato o referencia ilumine alguna de las múltiples aristas de la historia central. Nada está allí por capricho o azar, ni siquiera las historias de la vida de la propia autora. Vallejo es astuta, aunque comience el relato con ese recurso tan molesto que es el del escritor confesando cuánto le cuesta escribir, mientras el lector sostiene un libro de 450 páginas y casi un quilo de peso que testimonia, más bien, cuán exitosamente superó el pánico ante la página en blanco. Pero a fin de cuentas todo es una trampa, porque Vallejo dice que le cuesta escribir para darse permiso a hacer algo que quizás no debe: “Durante años he trabajado como investigadora, consultando fuentes, documentándome y tratando de conocer el material histórico. Pero, a la hora de la verdad, la historia real y documentada que voy descubriendo me parece tan asombrosa que invade mis sueños y cobra, sin yo quererlo, la forma de un relato. Siento la tentación de entrar en la piel de los buscadores de libros en los caminos de una Europa antigua, violenta y convulsa. ¿Y si empiezo narrando su viaje? Podría funcionar, pero ¿cómo mantener diferenciado el esqueleto de los datos bajo el músculo y la sangre de la imaginación?”. Lo que la autora quiere es una licencia: empezar imaginando el viaje de los emisarios de Ptolomeo a la caza de libros para la primera biblioteca que se soñó total, es decir, la de Alejandría. Por suerte Vallejo tiene el buen tino de no insistir con la ficción histórica más allá de esa pequeña licencia en el prólogo, porque logra algo mejor: permanecer firmemente en el terreno del ensayo habiendo dejado establecido un tono. Así, El infinito en un junco será decididamente una amena narración de no ficción con impronta autobiográfica y vuelos que, sin serlo, parecen nacidos de la ficción literaria.
Megalexandros
Cuando empezamos a leer el primer capítulo del libro, sin embargo, nos encontramos de vuelta en el terreno de la ficción: una mujer joven, cuyo marido mercader está en Egipto, es tentada por otra más vieja para que cometa adulterio con un joven atleta que le ha echado el ojo. Por un momento creemos que Vallejo se ha lanzado nuevamente a la ficción. Pero no: “He traducido libremente el principio de una breve pieza teatral griega escrita en el siglo III a C con un intenso aroma de vida cotidiana. […] Junto al humor y el tono fresco, el texto es interesante porque nos descubre la visión que la gente común y corriente tenía de la Alejandría de su época: la ciudad de los placeres y de los libros, la capital del sexo y la palabra”. Y así empieza realmente esta historia de libros y bibliotecas, en la Alejandría de Ptolomeo, para saltar enseguida del siglo III a C al siglo I a C y contar una partecita libresca de la historia de amor entre Cleopatra y Marco Antonio: “Cuando Marco Antonio se creía a punto de gobernar el mundo, quiso deslumbrar a Cleopatra con un gran regalo: sabía que el oro, las joyas o los banquetes no conseguirían encender una luz de asombro en los ojos de su amante…”.Doscientos mil libros para la Gran Biblioteca cumplirían su cometido. Y luego sigue con otros, en el siglo XX, que también pueden hablarnos de Alejandría y sus mitos. El poeta Cavafis, apasionado lector de los clásicos. Lawrence Durrell y su famoso Cuarteto de Alejandría (Justin, Balthazar, Mountolive, Cleo), tan venerado por Cortázar. Por ahí empieza este amenísimo ensayo para seguir con Alejandro, su amor por la Ilíada, sus conquistas, su amigo Ptolomeo –la teoría de la película de Oliver Stone de que fue Ptolomeo (y no la fiebre) lo que mató a Alejandro-, el nacimiento del museo y la biblioteca.
La historia es larga, tortuosa y apasionante. Porque la historia de los libros es también la de la lectura y la escritura, la revolución más importante de la historia humana, la que hizo posibles todas las revoluciones que vinieron después. Las de la vida, pero sobre todo las del pensamiento. “Frente a la oralidad, que favorecía las formas e ideas tradicionales, reconocibles para su auditorio, el discurso alfabetizado podía abrirse a horizontes desconocidos, porque el lector tenía tiempo para asimilar y meditar con tranquilidad las ideas novedosas. En los libros caben planteamientos excéntricos, voces de identidades individuales, desafíos de la tradición.”
Nota
1) Esta afirmación quizás sea un poco injusta, ya que Vallejo ha recibido algunos premios en su país y es autora de al menos dos novelas y otros tantos libros infantiles, además de escribir una columna en el periódico el Heraldo de Aragón.