Por Adán Salgado Andrade
El avance de la raza humana, por absurdo que parezca, se ha debido en gran parte al desarrollo de guerras y armas, con qué combatirlas. Como dice Hendrik Van Loon, cuando el hombre buscó la forma de obtener sus satisfactores de otros pueblos por la fuerza, siempre estuvo en su meta la creación de agresivos objetos para someter a sus enemigos (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.com/2019/12/el-desarrollo-de-la-humanidad-traves-de.html).
El libro “Batallas navales de la Edad Media”, escrito por Víctor San Juan (Ediciones Nowtilus, 2017), es una buena muestra de que la guerra ha guiado siempre al hombre y lo ha llevado a grandes avances en la ciencia de cómo exterminarse a sí mismo lo antes posible (aunque, lo estamos viendo, en medio de la pandemia actual, la Naturaleza sólo requiere de minúsculos virus para matarnos masivamente).
Comienza San Juan describiendo cómo los romanos, en su era de grandeza, mantuvieron la paz en el Mar Mediterráneo por varios siglos, en lo que se conoció como la pax romana. Para ello, tuvieron que incursionar en el mar y vencer a enemigos como los visigodos y algunos otros pueblos, de los considerados “bárbaros”, ya que no habían alcanzado el grado de cuestionada “civilización” de los romanos (“civilización” apoyada duramente en el sometimiento de esclavos y, claro, en sanguinarias guerras, como prioritario medio de sometimiento de otros pueblos). Esos bárbaros, irónicamente, en lo que más estaban desarrollados era en guerrear, lo que confirma que cualquier otra actividad podía proscribirse, menos la guerra, esencial para todos, tanto romanos, como bárbaros.
Para el dominio del mar, eran vitales embarcaciones eficientes, que permitieran navegar rápidamente, así como guerrear contra las naves enemigas. En ese sentido, los romanos, con sus buques de guerra, aportaron muchos avances náuticos que prevalecieron en los diseños de futuras embarcaciones.
La decadencia romana llevó a la fractura gradual del Imperio Romano. San Juan detalla que se debió a cuatro factores. El primero, la corrupción, sí, corrupción. Aún en esos distantes tiempos, la codicia por tener bienes y riqueza, de forma no legal, ya existía, lo que demuestra que el hombre es codicioso y egoísta por naturaleza, y que sólo su conciencia y ética pueden combatir a tales innatos males.
El segundo factor se debió al cristianismo, esa fuerza que fue creciendo a partir del primer siglo de nuestra era. Si antes, los romanos perseguían a los cristianos, seguidores de Jesús, cuatro siglos más tarde ya dominaban a Roma y otros pueblos. Se valió de verdaderas jaurías de monjes (locos), quienes, en “nombre de Dios”, cometían todo tipo de actos de barbarie contra los que estuvieran en su contra, acusando de herejes a los que no creían en Jesús. Esa terrible suerte corrió, por ejemplo, Hipatia de Alejandría, sabia mujer, astrónoma, quien estableció que era la Tierra, la que giraba alrededor del Sol, no al contrario. Esas hordas de salvajes fanáticos la llamaron “bruja”. La mataron a pedradas, la descuartizaron y sus restos fueron arrastrados por caballos por toda Alejandría (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.com/2017/10/hipatia-o-del-asesino-obscurantismo.html).
Los romanos no pudieron contra el Cristianismo y se le unieron, destruyendo al Olimpo, con todo y sus “heréticos” dioses. Zeus pasó de ser dios a representación “diabólica”.
El tercer factor fue la bancarrota, pues de tantos gastos administrativos y militares, por mantener tan enorme imperio, además de la corrupción y suntuosidad, las arcas no alcanzaron, a pesar de haber estado incrementando sustancialmente los impuestos, que llegaron a ser pesadas cargas para los ciudadanos y provocaron varias rebeliones, que también contribuyeron a la caída.
El cuarto factor fueron las invasiones bárbaras, que, dada la creciente debilidad y desorganización militar romana, pudieron hacerse de extensos territorios romanos, en algunos casos, permanentemente. Visigodos, ostrogodos, vikingos, hunos, normandos, musulmanes, germanos… todos fueron diezmando gradualmente a la Gran Roma.
Políticamente, eso se reflejó en que así como ascendían, así caían distintos emperadores, todos pensando más en hacer fortuna, que en arreglar los problemas del imperio. No sólo eso, sino que al irse fracturando, había dos emperadores al mismo tiempo y otra serie de anomalías, que precipitaron la caída.
Esa caída fue aprovechada por pueblos que militarmente comenzaron a superar a los romanos, como los mencionados vikingos, quienes con sus drakkars, temibles embarcaciones, muy rápidas y resistentes, salían victoriosos de casi todas las batallas en las que se enredaban.
Menciona que los vikingos eran muy buenos artesanos de la madera, tanto en las embarcaciones, así como en otras cosas, como edificaciones, muebles o armas bélicas.
En ese entonces, las embarcaciones estaban a merced del viento, cuando estaba a favor, y de decenas de remeros, cuando estaba en contra. Sus diseños, que fueron dándose de acuerdo a la experiencia, en algunos casos permitían embarcaciones rápidas. Dependían de la experiencia de los constructores, quienes, empíricamente, les daban las formas. Hay que destacar que todo eso era sólo por la experiencia. Hacían planos, en efecto, pero pocos cálculos, pues era la experiencia, la que iba sugiriendo tal innovación, tal permanencia y tal material, sobre todo para calafatearlas, o sea, impermeabilizar perfectamente el casco. Las velas también se iban diseñando de acuerdo a las necesidades, pero aprovechando al máximo posible el flujo aéreo. Así, un buen diseño de embarcación y un buen velamen, garantizarían un veloz desplazamiento, logrando, las más rápidas, recorrer seis nudos (11.11 km/h). Las lentas, apenas si llegaban al nudo (1.85 km/h). Normalmente, esa velocidad, la de un nudo, la tenían embarcaciones comerciales, también muy necesarias para el comercio entre distintos pueblos, sobre todo, usando el mar y los puertos existentes en ese entonces. Ciudades como Venecia o Génova (antes de que se consideraran las dos italianas), eran grandes centros comerciantes, cuyos habitantes usaban decenas de barcos mercantes para sus transacciones con el mundo conocido de entonces.
Y las batallas navales eran complicadas, pues si se trataba de incursiones que quedaran a semanas de distancia, se requerían los barcos de guerra, además de los que transportaban caballos, mulas, provisiones como alimentos y agua, herreros, confeccionistas de uniformes… y muchas otras necesidades.
Estaban a merced de viento, como señalé, y cuando era favorable, una batalla podía decidirse fácilmente, sobre todo por la superioridad numérica (aunque, en algunos casos, si los generales que la dirigían, no eran suficientemente hábiles, podían perder, aún con más barcos que el enemigo). Cuando el viento estaba en contra, entraban en acción los remeros, que eran esclavos, sobre todo, pues los soldados sólo eran eso, solados, y no debían desgastarse sus energía, ni su habilidad bélica.
Narra San Juan diez batallas que se llevaron durante la Edad Media, muchas de las cuales fueron por cuestiones religiosas, como las famosas Cruzadas, cuyo pretexto fue la recuperación de la “Tierra Santa”, en donde, se suponía, estaba sepultado Jesús, que por varias ocasiones, estuvo en manos de los musulmanes, quienes sostenían que el verdadero Dios de todo el mundo y universo conocidos era Alá (ironiza San Juan, diciendo que ha sido tan perdurable esa máxima, que por defenderla férreamente, no habrían pensado los Estados Unidos que hubiera dado lugar al ataque, en el 2001, de la Torres Gemelas).
Los árabes, a pesar de que se desenvolvían excelentemente en el desierto, y preferían pelear allí, también debieron entrarle a las guerras por mar, usando embarcaciones que copiaban diseños, como las de los drakkars vikingos y otras.
Los “honorables” cruzados, como los genoveses, sostiene San Juan, estaban guiados más por la codicia, por asaltar a los conquistados árabes, si los derrotaban. No era su prioridad la reconquista para el Papa, en turno, de la Tierra Santa. Incluso, los mismos papas metían sus manos en las campañas, removiendo a cruzados “incómodos” a su antojo.
Así que las “nobles” cruzadas estuvieron guiadas, casi por completo, con la posibilidad de hacerse de buenas riquezas tras los saqueos que seguían a las derrotas.
Además, de “santas guerras”, no tenía nada, pues las mismas crónicas musulmanas hablan de que los guerreros más sanguinarios eran los cruzados, quienes mataban a soldados enemigos, hombres, mujeres, niños… por igual, no tentándose el corazón para hacerlo. Hubo más prudencia entre los sultanes y los árabes. Por ejemplo, se dice que a Saladino (1138-1193), sabio sultán, le exigían, cuando los árabes reconquistaron la Tierra Santa, que destruyera el Santo Sepulcro, así como los cruzados habían destruido mezquitas y otros santos lugares. Saladino les respondió que no, que eso era un “sagrado símbolo” de los Cristianos, y que no actuaría como ellos. Muy sabia su decisión.
También muestra en su análisis San Juan, todo lo sucio que se comportaban las “familias reales”, quienes se traicionaban, mataban entre sí, se hacían amigos o enemigos a conveniencia, se casaban o divorciaban si fuera necesario… y otras infamias.
Salen a relucir nombres como Ricardo Corazón de León (1157-1199), Juan sin Tierra (1166-1216), muchos Eduardos y Enriques… abunda la obra en nombres de distintos personajes, de distintas nacionalidades.
Y también cita absurdos, como “reyes” de nueve años, que subían al trono tan sólo por su linaje. Se podría pensar, ¿cómo gobernaría un niño de nueve años?
Los “nobles” solían despreciar a los generales, a quienes sólo veían como militares a su servicio. Uno de tales militares, el general español Roger de Lauria, cuando sufrió humillaciones frente a un cortesano, le espetó: “Si despreciáis mis acciones y mis fatigas, por las cuales tenéis vida y tesoros, mostrad lo que habéis hecho y si son vuestras victorias las que os han dado el hogar y la patria en que vivís”. Sí, los reyes, se mantenían al margen de las batallas, muy confortables en sus castillos. Y aunque hubo algunos que se ponían al frente de sus tropas, los más preferían verlas de “lejitos”. Lauria fue tan bueno y valeroso que, dice San Juan, algunos barcos militares españoles llevan su nombre.
El nombre del veneciano Marco Polo (1254-1324) también es mencionado, refiriéndose a él como un gran y sabio comerciante, quien convivió muchos años con chinos y árabes, de los que dictó sus famosos Viajes de Marco Polo.
Los genoveses, como señalé antes, eran grandes comerciantes y muy buenos guerreros, sirviéndose de ellos muchos cruzados para ganar batallas durante las “santas guerras”. De esa estirpe salió Cristóbal Collón (1451-1506), quien, por desgracia, se topó con lo que ahora es América, y que eso daría lugar a la infame ocupación y genocidio extranjeros (españoles, ingleses, franceses, portugueses), a los que debemos la infame herencia colonial maldita, la que ha ocasionado buena parte de los problemas que padece actualmente Latinoamérica.
Es notoria la falta de mujeres en todo ese escenario, tanto de guerras, como del ejercicio del poder real, pues habla San Juan de muy pocas reinas y demasiados reyes.
Y no hay mención de mujeres generalas, por ejemplo, quizá porque era la guerra considerada como una vocación “más propia” de los hombres. Las feministas no habrían tenido lugar con sus protestas en ese machista, bélico pasado.
Al final, las cruzadas fueron inútiles, pues no se recuperaron muchas tierras, antes “santas” que estaban en poder de los musulmanes, quienes habrían de establecerse por siempre allí.
En fin, como demuestra San Juan, las batallas marinas contribuyeron bastante a la “evolución humana”. Permitieron grandes “adelantos” en el arte de la guerra, sobre todo.
Qué terrible que por la guerra, principalmente, se haya dado tanto la “evolución humana”.
Sí, una “evolución” muy errática y destructiva, gracias a la cual, medio planeta está totalmente depredado y la otra mitad, sigue el mismo destino.
Quizá, por eso, pandemias como la del Covid-19, serán cada vez más frecuentes, por la necesidad planetaria de deshacerse de un perjudicial virus: el humano.
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