Ana Belén, en silencio
Ni siquiera en sus mayores licencias pudieron las ficciones televisivas, que ofrecían a los cubanos una imagen romántica del espionaje y los sacrificios de quienes lo asumían, acercarse a una historia como la de Ana Belén Montes.
Amaury Valdivia, desde Camagüey
Brecha, 13-1-2023
Cuando, en 1984, viajó a La Habana para incorporarse oficialmente a los servicios secretos de Cuba, Ana Belén Montes pasaba por una «joven estadounidense con inquietudes izquierdistas», que no se escondía para criticar el injerencismo de Reagan en América Latina, mientras alternaba sus estudios de posgrado en la Universidad John Hopkins con un puesto de mecanógrafa en el Departamento de Justicia, en Washington DC.
Su perfil era tan anodino que un año más tarde consiguió ser admitida sin mayores contratiempos en la Agencia de Inteligencia de Defensa (DIA, por sus siglas en inglés), subordinada al Pentágono. Allí eslabonaría una carrera de más de 15 años hasta convertirse en la analista sénior sobre Cuba, mientras en su vida paralela acopiaba información secreta para enviarla al país que teóricamente debía combatir.
En todo ese tiempo Ana Belén siguió comportándose como la profesional segura de sí -a veces al punto de ser «agria», según la describió su colega y exasesor del presidente Clinton Brian Latell-, que pautaba la leyenda escrita para ella en La Habana. Su tapadera llegaría a ser tan efectiva que en los años noventa uno de sus exprofesores, Piero Gleijeses -la mayor autoridad académica en el campo de las relaciones entre Cuba y África y amigo de varios altos cargos de la isla-, se apresuró a rehuir de una conversación formal a la que lo había invitado. «La recordaba como una estudiante brillante, que comenzaba a ganar fama de conservadora», comentó luego de conocerse la detención de la exagente, a finales de setiembre de 2001.
«Se habría sentido ofendida»
Este 6 de enero, Ana Belén fue liberada luego de permanecer casi 22 años en prisión, la mayor parte de los cuales cumplió en condición de aislamiento dentro de un centro médico federal adjunto a la base militar de Fort Worth, en Texas.
Desde allí partió rumbo a Puerto Rico, la tierra de origen de su familia paterna, donde ha decidido asentarse. Durante los próximos cinco años estará sujeta a supervisión personal y de su acceso a Internet.
No está en sus planes violentar esas normas. A poco de llegar a su nueva casa, declaró que no participaría en actividades mediáticas y animó a quienes desean enfocarse en ella a que dirijan su atención a asuntos más importantes, «como los serios problemas que enfrenta el pueblo puertorriqueño o el embargo económico de Estados Unidos hacia Cuba». «Tras dos décadas bastante agotadoras y ante la necesidad de volver a ganarme la vida, quisiera dedicarme a una existencia tranquila y privada», concluyó.
La circunstancia de que un espía de su nivel deba preocuparse por el sustento entra en contradicción con la imagen hollywoodense construida sobre el tema. Pero Ana Belén no fue una versión femenina de James Bond. De hecho, sus servicios nunca fueron retribuidos por Cuba -monetariamente hablando-. «No recibió ningún pago, lo que hace pensar que era espía por razones ideológicas. De hecho, ella nos dijo que se habría sentido ofendida si los cubanos le hubiesen dado dinero por espiar», ha contado Peter Lapp, el agente especial del FBI que condujo la operación que acabó desenmascarando a la exanalista.
«No tengo hijos ni esposo. Creo que ese fue el precio que me di cuenta que tenía que asumir. Me interesó tener un compañero y formar una familia, pero no fue posible porque en la marcha todo se tornó complejo. Mi refugio personal es saber que hice algo útil», le escribió Ana Belén a uno de sus familiares en 2015, cuando el breve acercamiento entre los gobiernos de Raúl Castro y Barack Obama alentó esperanzas de un indulto en su favor.
La posibilidad no resultaba descabellada toda vez que aquel «deshielo» se había iniciado el 17 de diciembre de 2014 con un intercambio de prisioneros. Washington había recibido a un contratista de seguridad estadounidense detenido mientras introducía equipos de comunicaciones no autorizados en la isla y a un exoficial de los servicios secretos cubanos cuyo nombre al principio no se reveló; La Habana, a los tres últimos miembros de una red de espías suyos que el FBI había detenido en Florida en setiembre de 1998, cuando vigilaban a grupos violentos del exilio anticastrista.
El acuerdo fue posible, en primer lugar, por el secreto con que se negoció. Para cuando ambas capitales dieron la noticia, ya los aviones con los prisioneros se encontraban a pocos minutos de sus aeropuertos de destino.
La “perfecta espía»
El caso de Ana Belén Montes era radicalmente distinto, tanto por su condición de ciudadana estadounidense como por el hecho de que sus informes no habían tratado sobre anticomunistas que alternaban el narcotráfico con la colocación de bombas en hoteles y restaurantes de la isla.
La «perfecta espía», como la describe Lapp en un libro de su autoría publicado hace pocos meses, desempeñó un rol protagónico durante crisis como la de febrero de 1996, luego de que el derribo de dos avionetas piratas a pocas millas de La Habana estuviera a punto de desencadenar un ataque militar de parte de Estados Unidos. Los líderes miamenses y los halcones del Capitolio y el Pentágono así se lo exigían a Clinton, quien, inmerso en su precampaña de reelección, estuvo a punto de ceder.
Montes era la analista especializada en temas militares cubanos con mayor rango de la DIA y fue convocada como asesora del grupo de trabajo creado por el Pentágono. «Durante días, ella ayudó a elaborar la respuesta estadounidense. Pero todas las noches salía del Pentágono para reunirse en persona con su contacto cubano, “Germán”, para pasar detalles de esos mismos planes al gobierno de la isla», le contó Lapp a El Nuevo Herald.
Precisamente El Nuevo Herald, el mayor diario en español de Miami, fue por años una tribuna para los congresistas y empresarios que luchaban contra la excarcelación anticipada de la espía, entre ellos la legisladora republicana Ileana Ros-Lehtinen. «Un canje de Montes por fugitivos de la Justicia [estadounidense, refugiados en Cuba] sería otro mal negocio de Obama, hay muchos detalles que deben aclararse en cuanto a ese acuerdo», denunció en junio de 2016, apenas comenzaron los rumores sobre un probable entendimiento. En un año de elecciones sería un tema determinante en las preferencias del exilio, insistió en sucesivas entrevistas.
Ros-Lehtinen, quien por 30 años representó en el Congreso uno de los distritos del área metropolitana de Miami, convirtió el «caso Montes» en un arma arrojadiza contra los gobiernos, sobre todo demócratas, que intentaban negociar con Cuba. En su etapa de mayor poder, cuando, en la década del 90, presidió el comité de Relaciones Exteriores de la Cámara de Representantes, Ros-Lehtinen sostuvo numerosas reuniones con Montes y fue una de las contadas destinatarias de los informes de inteligencia elaborados bajo la «influencia nefasta» de la espía; «¿Cuántos otros Montes existen dentro de nuestro gobierno? Es un pensamiento aterrador», reflexionó la exlegisladora en un artículo de opinión publicado hace una semana por El Nuevo Herald.
Históricamente, el exilio anticastrista ha vivido bajo el trauma de que «cualquiera puede ser de la “Seguridad”», en referencia a los servicios secretos del gobierno cubano. A la sombra de la sospecha no han escapado siquiera personalidades como la congresista María Elvira Salazar, actual titular del antiguo distrito de Ros-Lehtinen, que en varias ocasiones ha tenido que renegar de su supuesta sintonía con el «régimen». En las elecciones de noviembre último, el tema la persiguió con especial intensidad durante las primarias del Partido Republicano, alentado por su rival, el también cubanoamericano Frank Polo.
Salazar «negó haber ingresado a Cuba más de una vez en un programa de televisión hispana (El espejo, de Juan Manuel Cao), pero luego de que Juan Manuel la presionara, admitió otras tres visitas más», resalta un reportaje difundido por la campaña de Polo. Según la misma fuente, la entonces reportera de televisión habría viajado a la isla en casi una veintena de oportunidades, entre ellas la que aprovechó para sostener una complaciente entrevista con Fidel Castro, que todavía le critican en Miami.
La «infiltración cubana» favorece la entrada masiva de agentes de la inteligencia castrista a Estados Unidos, han denunciado políticos conservadores e influencers de la comunidad exiliada. Siguiendo la lógica de sus argumentos, entre los 250 mil cubanos que en el último año llegaron a la nación norteña se habrían camuflado potenciales colaboradores de los servicios secretos de La Habana. Varios líderes opositores emigrados insisten en que así ha sido, y promueven la elaboración de listas con los nombres de antiguos funcionarios y militares asentados en Estados Unidos.
Lo que en principio parece un sinsentido pudiera no serlo tanto. Otras oleadas migratorias fueron efectivamente aprovechadas por La Habana para sembrar partidarios suyos en las comunidades cubanas en el exterior. Un número indeterminado de iniciativas anticomunistas fracasó en el pasado, muchas veces de manera inexplicable.
El último frente de la guerra fía
Aunque el ejército cubano no es una amenaza para el de Estados Unidos, sus servicios de inteligencia sí son eficaces, consideró en la primera semana de enero el periodista de investigación Jim Popkin. En un conversatorio sobre su libro acerca de Ana Belén Montes, organizado por The Washington Post, Popkin insistió en no menospreciar las capacidades de los espías isleños: «Fueron entrenados por los soviéticos y son muy inteligentes y astutos, aun cuando no tienen muchos fondos. Un funcionario del FBI dijo que no tienen reglas. No hay moralidad ni Congreso vigilándolos», acotó.
La historia de la agente puertorriqueño-estadounidense confirma su valoración. Montes empleaba una radio de onda corta para recibir sus órdenes en código, y las informaciones que transmitía salían de documentos secretos que memorizaba y luego recomponía empleando una simple computadora personal. Los intercambios podían ser mediante disquetes o -excepcionalmente- en persona. Un esquema tan simple resulta irrastreable mientras no se produzcan indiscreciones de parte de alguno de los implicados, lo que se logró por más de una década.
No fue hasta mediados de los años noventa que la Agencia Central de Inteligencia (CIA) pudo comprar un legajo de códigos a un oficial de la Dirección General de Inteligencia de Cuba y embarcarse en el trabajoso proceso de desmantelar las redes tejidas por la isla en Florida y en los departamentos de Defensa y Estado. Rolando Sarraff Trujillo, el oficial cubano que vendió la información, intentó escapar con la ayuda de la CIA, pero fue detenido y condenado a 25 años de prisión; sería el prisionero de nombre no revelado que Obama reclamó en diciembre de 2014.
Con los códigos comprados, la CIA -y, más tarde, el FBI y la DIA- dedicó los años siguientes a identificar a casi medio centenar de espías cubanos. Uno de los últimos fue Montes, que en ese período llegó a pasar con éxito varias pruebas de polígrafo y en 1997 recibió un certificado especial de manos del director de la CIA. Mientras, transmitía informaciones de interés para Cuba y probablemente algunos de sus aliados estratégicos.
Casi 30 años después parece increíble que haya podido operar durante tanto tiempo luego de la adquisición de los códigos, sin ser detenida o renunciar ante el peligro al que se exponía. También, que haya soportado 22 años en prisión prácticamente sin un solo gesto público de parte del país por el que se sacrificó.
Una teleserie de comienzos de los años ochenta, llamada En silencio ha tenido que ser…, influyó en varias generaciones de cubanos transmitiéndoles una imagen romántica del espionaje y los sacrificios de quienes lo asumían como forma de servicio al país. Pero ni en sus mayores licencias aquella ficción se acercó a anticipar una historia como la de Ana Belén Montes. No había forma de que lo hiciera.