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LA CONSTITUCIÓN DE 1925 FUE IMPUESTA POR EL EJÉRCITO (XI)

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Felipe Portales

La dura represión del gobierno de Alessandri no fue el único factor que debilitó al movimiento obrero en la primera mitad de los años 20. A él se sumó su creciente desunión. Particularmente porque la mayoría socialista de la FOCH –en el curso de la
conversión del Partido Obrero Socialista (POS) en Comunista- forzó a los demócratas a abandonarla, al aprobar en una convención de la central obrera –por 77 contra 33 votos- “no negociar pacto electoral alguno con el Partido Demócrata” (James Morris.- Las élites, los intelectuales y el consenso; Edit. del Pacífico, Santiago, 1967; p. 101). Los sectores anarquistas que estaban en la FOCH también la abandonaron luego de su afiliación a la Internacional Sindical Roja que fue coetánea con la aceptación que el POS hizo de las 21 condiciones de la Internacional Comunista (Comintern) convirtiéndose en el Partido Comunista de Chile.

Y el impacto de las divisiones ideológicas se hizo sentir con fuerza. Así, “anarquistas y miembros de la IWW (International Workers of the World) atacaron la naturaleza autoritaria del régimen soviético (…) La FOCH a su vez, condenó a los anarquistas rusos como ‘ladrones, criminales y bandidos’ y, a comienzos de 1923, comenzó a aplicar dichos epítetos a los libertarios chilenos”; e incluso en junio de ese año, el periódico de la FOCH, La Federación Obrera, acusó a los de la IWW de ser ‘enemigos de la revolución’ e insinuó que eran agentes de la policía, un cargo frecuente que se hacía por ambos lados” (Peter DeShazo.- Urban Workers and Labor Unions in Chile; The University of Wisconsin Press, Madison, 1983; p. 208).

Por otro lado, se generó una total hostilidad entre comunistas y demócratas. Así, el senador demócrata Guillermo Bañados llegó a definir al comunismo como “una doctrina inventada por ciertos explotadores con el único objeto de lucrar y satisfacer sus vicios y pasiones mezquinas a costillas de los demás, especialmente del obrero (…) Los comunistas en Chile son la venalidad en persona (…) Los comunistas, como los buitres, viven de carnes muertas” (Himnos del Partido Demócrata; Impr. La Universal, Santiago, 1923; pp. 29-30).

Y, por último, “una Federación de Trabajadores de Chile fue formada por sindicalistas católicos a comienzos de 1922, proclamando como objetivos ‘la paz social, con el mayor bienestar posible para todas las clases sociales, especialmente para la clase trabajadora’”. Federación que tanto “anarquistas y fochistas la calificaron de ‘amarilla’ o controlada por
los empleadores” (DeShazo; pp. 205-6).

Este debilitamiento de las organizaciones laborales causado por su fuerte represión gubernamental y por su creciente división contribuyó paradójicamente a que uno de los grandes objetivos del Gobierno de Alessandri, como la aprobación de un Código del Trabajo, se atascara en un Congreso en el cual ni siquiera contaba con una mayoría en el Senado. Por cierto que este objetivo hay que entenderlo como un inteligente intento de neutralización del poder que pudiese alcanzar el movimiento obrero, más que como una efectiva potenciación de aquel. Así, el proyecto legislativo de la Alianza Liberal fue elaborado completamente al margen de las opiniones de las organizaciones sindicales existentes. Y le daba “al gobierno poderes omnímodos sobre los sindicatos y sus dirigentes, poderes que el Estado estaba facultado para ejercer a su arbitrio y con cualquiera de una infinidad de pretextos” (Morris; p. 136).

En efecto, el proyecto le asignaba al Gobierno la autoridad final para conferirle o negarle a los sindicatos personalidad jurídica. Establecía, además, un mínimo de veinte miembros para formarlos y les prohibía a los empleados públicos formar sindicatos o ingresar a ellos.

Asimismo, los sindicatos requerirían de “la autorización previa del Presidente de la República para adquirir bienes raíces; para constituir fondos sindicales para la ayuda mutua, jubilación, o fines de previsión; y para la reforma de sus estatutos”. Además, “los sindicatos debían comunicar inmediatamente al Ejecutivo todo cambio en la directiva o de
la dirección de la sede social. También estaban obligados a presentar al Ejecutivo los informes mensuales y anuales acerca del número, nacionalidad y profesión de sus miembros y un balance anual” (Ibid.; p. 130). Más aún, el proyecto estipulaba que el sindicato podía ser disuelto “por infringir las leyes del trabajo o los reglamentos establecidos posteriormente por el Presidente de la República, por no aceptación de las decisiones o laudos de las juntas de conciliación y arbitraje, o cuando sus miembros disminuían de veinte”. Además, “el Presidente de la República o el Ministro del Interior podían disolver un sindicato por perturbar el orden público, o por obstruir la libertad individual, el derecho al trabajo o los derechos de la industria” (Ibid.; pp. 129-30); y establecía un sistema de negociación colectiva muy reglamentado que hacía más difícil una huelga legal, dado que la legislación existente no prohibía las huelgas.

Por otro lado, el gobierno de Alessandri tampoco tuvo éxito en lograr aprobar leyes de modernización económica, de fomento de la industria y de mayor igualdad social. Así, la Unión Nacional se opuso completamente a establecer un impuesto a la renta progresivo; a la creación de un Banco Central y a que el Estado subsidiara, hasta por diez años, la
producción doméstica de hierro y acero. Sólo logró la aprobación de una ley de marina mercante que adelantó a 1922 la reserva del cabotaje (navegación interna) que ya una ley de 1917 había acordado a las embarcaciones nacionales para 1927.

Lo que sí efectuó Alessandri fue la promoción de personas de clase media a la conducción del aparato del Estado, afectando con ello los privilegios de facto de que gozaba la oligarquía. En palabras de Carlos Vicuña: “La democratización fue real: los oligarcas dejaron de tener los privilegios irritantes que guardaban desde antiguo. Hombres
modestos de todas las esferas fueron llevados a los más altos cargos administrativos y a las elevadas magistraturas judiciales, y hasta la carrera diplomática” (La tiranía en Chile; Edic. Lom, Santiago, 2002; p. 158). Y, de acuerdo a Gonzalo Vial, “este ascenso de la clase media como rectora de la sociedad (…) favoreció con preferencia a algunos sectores mediocráticos: profesionales (especialmente abogados), intelectuales, periodistas, maestros universitarios, dirigentes estudiantiles, oficiales de mediana o inferior graduación, algunos líderes gremiales, etc.” (Historia de Chile (1891-1973), Volumen III; Edit. Zig-Zag, Santiago, 1996; p. 90).

Sin embargo, este ascenso social de la clase media no iba a repercutir para nada en un posterior ascenso de los sectores populares. Por el contrario, su profunda tendencia arribista y de desprecio y temor a las clases populares, iba a llevarla a cooperar –incluso en contra de su discurso- con la clase alta en la mantención de la ausencia de poder de aquellas; y con las represiones futuras de los intentos pacíficos o violentos de sectores populares de modificar dicho orden de cosas.

Dicho arribismo fue descrito, entre muchos otros, por Gonzalo Vial: “La aspiración básica de la clase media (es) subir, trepar la escala social” y mientras no lo conseguía, “aparentar y ostentar riquezas, y disimular miserias” (Historia de Chile, Volumen I, Tomo II; p. 704).

Por Carlos Vicuña, que veía que para la clase media “el talento, la virtud, la flor de la vida, consisten en ganar y acumular dinero, llave de la aristocracia, adonde todos secretamente quieren entrar, por sí o por sus hijos”; y que, por lo mismo, efectúan “sacrificios, privaciones, comedias angustiadas y humillaciones silenciosas para relacionarse,
aparentar, colocarse en los centros aristócratas, meter a los niños en los colegios de la gente de pro” (Ibid.; pp. 29-30). Y por Gabriela Mistral que en una vuelta a Chile en 1925 señalaba: “Vi una clase media enloquecida de lujo y de ansia de goce, que será la perdición de Chile, un medio-pelo que quiere automóviles y tés en los restoranes de lujo” (Bendita
mi lengua sea. Diario Intimo; Compilador: Jaime Quezada; Edit. Catalonia, Santiago, 2020; p. 141).

La confesión más desembozada de este arribismo de clase media lo proporciona Arturo Olavarría -el mismo que se jactaba que, como ministro del Interior de Aguirre Cerda, había desarrollado una fuerte represión del movimiento obrero- al ensalzar “la más grande de las venturas, la satisfacción permanente y definitiva que logra el luchador que, tras grandes sacrificios, conquista paso a paso la fortuna y llega a poseer los agrados de la vida en nostálgico contraste con las estrecheces o miserias del pasado. Yo he sentido esta felicidad y la proclamo como el supremo don de la vida. Pasar una niñez en la que a veces faltaron los diez centavos para pagar el tranvía, y llegar después a poseer un automóvil; vivir una juventud deleitada por el periódico y humilde vaso de cerveza en un bodegón de barrio, y llegar después a beber champagne y hartarse de caviar ruso en el mejor restaurante de París; habitar cuando muchacho una pobre casa de alquiler y ser más tarde dueño de una morada hermosa y llena de comodidades, no solo representa un programa cumplido, sino que nos hace pensar en el aserto bíblico de que fuimos hechos de barro, pero a imagen y semejanza de Dios (…) Triunfar, triunfar, ése es el fin de la vida y en eso consiste el honor que sobrevive a la muerte convirtiéndose en la única y suprema justificación de la vida humana” (Chile entre dos Alessandri. Memorias políticas, Tomo I; Edit. Nascimento, Santiago, 1962; pp. 38-9)…

Y, por otro lado, el desprecio y el temor que le suscitaban a la clase media los sectores populares se agravó aún más con la revolución bolchevique y su proclamado intento de expansión mundial. Así, el escritor y diplomático de clase media, Emilio Rodríguez Mendoza, recordaba en 1929 que “el temblor de vaga inquietud, producido por la guerra
(mundial) llegó hasta nosotros y un día de fines de 1918 desfilaron ante La Moneda y Portales todos los residuos acumulados por el odio y el arrabal. Eran el analfabetismo, la taberna, la raza olvidada, disminuida y detenida, la que pasaba, desgreñada y descamisada (…) La chusma pasaba fluvial y desbordada, inflamando aquella tarde estival con sus banderas llenas de insultos, avanzada inconsciente del bolcheviquismo” (Como si fuera ahora; Edit. Nascimento, Santiago, 1929; p. 321).

A su vez, el político radical, Alberto Cabero Díaz, escribía en 1926 respecto de la clase obrera: “Consciente de su derecho y de su fuerza, que a veces la prédica emponzoñada de los agitadores exagera y perturba; perdido el respeto que tenía por las clases altas y por la autoridad, no obstante haber ganado en consideración social; acrecida su influencia política; mejorados sus jornales; como aumenta siempre la distancia que lo separa del rico, cuya arrogancia odia (…) el proletariado emprende violenta pugna contra la clase capitalista, en la que incluye a veces a la clase media con la denominación común de burgueses, para destruir los privilegios de ambas y alcanzar el poder a que aspira” (Chile y los chilenos; Edit. Lyceum, Santiago, 1948; p. 337).

E incluso el intelectual crítico de clase media como Carlos Vicuña Fuentes, al recordar que en octubre de 1925 fue el único orador del acto central del candidato presidencial apoyado por todos los partidos oligárquicos y de clase media, Emiliano Figueroa Larraín; se expresaba pocos años después despectivamente ¡de las propias multitudes que asistían al
acto!, como “muchedumbre harapienta”; “individuos de los conventillos, alzados en el pago de sus alquileres, acompañados de sus mujeres y niños e iluminados con faroles chinescos de luz amarillenta”; o como “el pobrerío que reflexiona poco” (Ibid.; pp. 371-2).

Es en este contexto que, a fines de 1923, Alessandri va a emprender una fuerte ofensiva política destinada a superar los obstáculos que el grueso de la oligarquía le había impuesto a la fecha para llevar a cabo la sustitución de la república exclusivamente oligárquica.

 

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