por Iván Gajardo Millas desde Buenos Aires, Argentina
Un apuñalamiento múltiple ocurrido en Reino Unido circuló la semana pasada como información falseada y amplificada ad infinitm en redes, desatando una ola de violencia, ataques a inmigrantes, choques con policías, heridos y un centenar de detenidos, un hecho que obliga a una reflexión urgente sobre la necesidad de regular la circulación de fakenews- y su creciente capacidad de manipular la percepción pública.
Los hechos
El pasado lunes en Southport, una localidad balneario en el oeste de Inglaterra , un joven de 17 años apuñaló a decenas de personas en una guardería donde ingresó en momentos en que las víctimas -niñas de 12, nueve y seis años- participaban de una clase de yoga.
Tras el gravísimo incidente, en principio cubierto por la prensa como un hecho policial, fue detenido Axel Rudakubana, acusado como autor del ataque, informó la Policía local en un informe que preciso qué se trata de un sujeto originario de Cardiff (Gales) y que los cargos
que pesan sobre él son «homicidio y homicidio intencionado».
Si bien las autoridades aclararon que desconocían la motivación del ataque, descartaron de plano que se tratara de un acto terrorista.
Las redes entran en escena
A pesar de que la información oficial era inequívoca y se trataba de un joven británico y practicante de la Iglesia Cristiana Anglicana, la noticia empezó a circular rápidamente en redes sociales bajo versiones deliberadamente falseadas.
Grupos de extrema derecha y antimigrantes viralizaron la versión de que se trataba de un migrante islamista radical y salieron a las calles a protestar desde el martes 30 de julio, y a exigir al primer ministro británico, Keir Starmer, , “que detenga la llegada de los barcos”.
También circuló la versión de que el atacante era un solicitante de asilo, en posteos vistos al menos 15,7 millones de veces en X, Facebook, Instagram y otras plataformas, según datos de la agencia de noticias Reuters.
Según la agencia el 49% del tráfico en X que bajo el hashtag #SouthportMuslim» (aludiendo a la supuesta religión del atacante) provenía de Estados Unidos y el 30% de Reino Unido.
Tras esa multiplicación de mensajes falsos, Reino Unido fue escenario este fin de semana de feroces ataques contra los barrios de musulmanes, impulsados por la Liga de Defensa Inglesa, una organización islamófoba de extrema derecha, que protagonizó intentos de incendiar una mezquita y apedreamiento de casas.
La violencia desatada en Manchester, Lancaster, Glasgow, y en otras localidades, recordó los pogromos contra los judíos en Rusia, o la época de la Kristallnacht (La Noche de los cristales rotos) cuando los nazis salieron a las calles y rompieron las vidrieras de los negocios de los judíos y de las ventanas de sus casas.
La deshumanización como estrategia
En una época en que se busca imponer una interpretación de la realidad impermeable a los datos, y la “verdad” pierde valor frente a la “verosimilitud” -es decir, cotiza mejor algo creíble que algo cierto-, la mentira se despliega como una peligrosa herramienta política, cuyo mayor riesgo es que facilita percibir al oponente como alguien que carece de status humano.
Al desarrollar su idea de “banalidad del mal”, la filósofa e historiadora alemana Hannah Arendt abordó esta estrategia que caracterizó como un dispositivo para trivializar el exterminio de personas pasando por alto las consecuencias éticas y morales de esos actos.
Se trata de un mecanismo que la ultraderecha global ya utiliza profusamente. Basta detenerse en los discursos sobre los inmigrantes que realizan los líderes de VOX, en España, de AfD en Alemania, de Jobbik, en Hungría, o mucho más cerca de LLA en Argentina, cuyo líder -el
presidente Javier Milei- no escatima esfuerzos en redes sociales para multiplicar ofensas y adjetivos descalificatorios hacia cualquiera que huela a progresismo: feministas, ecologías, partidos de izquierda, etc., a quienes por lo bajo trata de “zurdos de mierda”.
Esta profusión de mensajes de odio, su ubicuidad y persistencia nos hacen naturalizarlos y sentirlos como parte del entorno informativo….y ya nada nos sorprende.
Esta semana, en uno de los informativos más reconocidos de la TV israelí, un grupo de panelistas debatió si estaba bien o no violar detenidos palestinos y si debe ser aprobada la violación como sistema.
Una ficción anticipatoria
La tercera temporada de la serie de tecno-ficción Black Mirror contiene un capítulo –el quinto-, de nombre Men Against Fire, cuya trama muestra a un grupo de soldados que va exterminando unos seres de tamaño humano provistos de tentáculos, una suerte de mutantes
monstruosos.
Estos seres son vistos por los combatientes a través de una especie de realidad aumentada, gracias a un implante neuronal que –teóricamente- potencia sus sentidos y les permite ver y escuchar mejor al “enemigo”.
Cuando el implante empieza a fallar el protagonista se da cuenta de que se trataba de un dispositivo usado por los comandos militares para deshumanizar la apariencia del enemigo y hacer más eficiente su exterminio.
Es inquietante la analogía con la realidad, o al menos con una proyección de ésta, en tiempos en que las deepfakes, la descontextualización y la manipulación se imponen como una regla en nuestro acceso a la información… y en nuestro modo de representarnos al adversario político.
El rol del Estado como regulador “La desinformación es el principal riesgo global en los próximos dos años” advierte un informe del Foro Económico Mundial. Se trata incluso de una amenaza que está por encima de los temas de clima y económicos ya que “puede desestabilizar la interconexión de todo ese ecosistema”, explica el experto Alejandro Martín del Campo Huerta, director del Observatorio de Medios Digitales del Instituto Tecnológico de Monterrey, México.
Las Ciencias de la Comunicación ya no dudan que las tecnologías que utilizan inteligencia artificial para crear imágenes, videos o audios falsos que parecen reales, representan –por su capacidad de manipular la percepción pública, desestabilizar procesos electorales y erosionar la confianza en las instituciones-, una grave amenaza para la democracia, pero también para nuestra convivencia, por su capacidad para polarizar la opinión pública hasta límites inaceptables.
Es esencial que los estados implementen regulaciones que limiten la difusión de contenidos manipulados, promuevan la transparencia en la creación y distribución de información y aseguren que la verdad prevalezca en el espacio público.
El riesgo de no hacerlo es creciente. Esperar una autoregulación es confiar en una quimera tan falsa como la teoría económica del derrame.