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Jécar Neghme Cristi: el último ejecutado político de la dictadura

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El Porteño

por Juan García Brun

La noche del 4 de septiembre de 1989, a escasos meses del fin formal de la dictadura militar, el dirigente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), Jécar Antonio Neghme Cristi, fue acribillado en la calle Bulnes, a pasos de la Alameda. Tenía 28 años. Su asesinato, cometido por la Brigada Azul de la Central Nacional de Informaciones (CNI), marcó el último crimen político de la dictadura de Pinochet.

Un dirigente público en tiempos de miedo

Neghme se había destacado desde los años ochenta como estudiante de Historia en el Pedagógico de la Universidad de Chile y como dirigente de la Unión Nacional de Estudiantes Democráticos (UNED). Fue un rostro visible de la resistencia al régimen y, tras la fractura del MIR en 1987, encabezó la corriente conocida como MIR-Político, que apostaba por sumarse a las fuerzas políticas que veían en el proceso de transición pactada una salida para poner fin a la Dictadura.

En un Chile sometido al soplonaje, a la prisión política y a los falsos enfrentamientos, su decisión de hacer oposición pública fue un gesto de coraje que lo puso en la mira de los aparatos represivos. En lo personal me tocó verlo por última vez en agosto de 1989 en un acto en el Aula Media de la Universidad Católica de Valparaíso, organizado por su propia corriente del MIR y el MAS morenista, lugar en el que compartió escenario con otras figuras de la izquierda de la época.

El crimen y sus motivaciones

El Informe Rettig estableció que Neghme fue ejecutado por razones políticas y que existían indicios de la participación de agentes estatales. El asesinato buscaba infundir temor entre quienes habían participado en la campaña por el No en el plebiscito de 1988, donde Jécar fue un activo organizador. Su muerte coincidió con la proclamación de la candidatura presidencial de Patricio Aylwin, en un momento en que la dictadura negociaba su transición pactada con la oposición moderada.

La impunidad como segunda muerte

A lo largo de dos décadas, la investigación del crimen pasó por manos de jueces como Alfredo Pfeiffer y Hugo Dolmestch. Tras confesiones y procesamientos, la Corte Suprema confirmó en 2009 condenas simbólicas contra los agentes de la CNI implicados —entre ellos el brigadier Enrique Leddy Araneda y el coronel Pedro Guzmán Olivares—, reduciendo las penas a niveles que les permitieron cumplirlas en libertad vigilada. Para la familia Neghme, aquello fue una burla: “los asesinos de nuestro hermano quedaron libres”, declaró su hermana Fahra.

El Estado intentó cerrar el caso con una indemnización de 75 millones de pesos al hijo de Jécar, pero para los querellantes aquello representó una doctrina perversa: reparación económica para las familias, pero penas mínimas para los criminales. Una práctica que viola los tratados internacionales sobre crímenes de lesa humanidad y que sigue siendo denunciada ante instancias como la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Memoria y justicia pendiente

El asesinato de Jécar Neghme no fue solo un acto de alevosía de los últimos días de la CNI: fue también un crimen político destinado a quebrar la esperanza de cambio que se abría tras la derrota de Pinochet en el plebiscito. La justicia chilena, sin embargo, transformó su memoria en un símbolo de impunidad institucionalizada.

Hoy, a más de tres décadas de su ejecución, Jécar Neghme Cristi permanece en la memoria popular como un joven militante de firmes convicciones, heredero de una familia marcada por la violencia estatal —su padre, Jécar Neghme Cornejo, fue fusilado en 1973— y como el último ejecutado político de la dictadura.

Su vida y su muerte recuerdan que la transición chilena estuvo cimentada en silencios, pactos y renuncias, y que la deuda con los caídos por la libertad sigue abierta.

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