por Redacción de Werken Rojo
Con pesar nos hemos enterado del fallecimiento de Joan Turner Jara.
A los 96 años de edad nos abandonó Joan Jara la esposa de Víctor Jara, martir de la cultura, de las aspiraciones de justicia social del pueblo, de la democracia y el Socialismo chileno y latinoamericano, asesinado brutalmente en la represión del golpe civico militar. Joan fue una gran cultora de la danza, docente y sobretodo luchadora por los derechos humanos y la memoria de Vícto Jara y su legado artistico y etico.
Después del asesinato de su esposo Víctor, Joan tuvo que marchar al destierro en Inglaterra su país natal, donde fue una figura señera en la lucha por los Derechos Humanos. Regresó a Chile en 1984, aquí fundó la Compañia de Danza Espiral, central en la formación de bailarines chilenos, años más tarde crearía la Fundación Víctor Jara.
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Beatriz Zalce
“Un abrazo a Joan Jara”
A la Fundación Víctor Jara por sus tres décadas de vida
Joan Jara nació el 15 de octubre de 1973 en el avión que la llevaba de Santiago de Chile al Reino Unido. Antes se había llamado Joan Alison Turner Roberts. Había sido bailarina, coreógrafa, maestra y esposa. Pero todo eso quedaba atrás. Aunque su pasaporte era inglés, pensaba, sentía y contaba en castellano y tenía la nacionalidad chilena.
Volaba sobre el azul Atlántico con Manuela y Amanda, sus pequeñas hijas que iban pálidas y calladas. Desde la ventanilla del avión, Joan miró alejarse Santiago, la cordillera y dos décadas de su vida. Había atiborrado las maletas con fotografías, cartas, discos y afiches como les dice ella. La ropa y los juguetes se repartieron entre las amistades que se quedaban a enfrentar la dictadura. Para no comprometer a nadie amontonó sus libros y les prendió fuego. Lo único que tenía claro era que en adelante honraría la memoria de Víctor, su marido, usando su apellido: Jara.
Ella nació varias veces. La primera, el 20 de julio de 1927 en Londres. De niña pasaba horas ensayando pasos de baile. Bailaba y se sentía feliz hasta que caía la noche y llegaba la hora de retirarse al refugio antiaéreo. El ruido de los bombarderos alemanes, los vidrios de las ventanas que se rompían y el temor de no amanecer al día siguiente no la dejaban dormir, pero repasaba lo aprendido en sus clases de ballet y soñaba.
En julio de 1944 su madre la llevó a la presentación de La mesa verde, una coreografía de danza moderna de Kurt Jooss que hablaba de los horrores de la guerra, en plena guerra. Admiró a la mujer que danzaba tan libre y expresiva que parecía “de carne y hueso”. Joan decidió que sería bailarina profesional e interpretaría ese papel algún día.
Cuando Ballets Jooss regresó a Londres al año siguiente, ella se las ingenió para ver la obra unas treinta veces y hablar con el propio Kurt Jooss, discípulo de Rudolph von Laban. Tras verla audicionar, él la animó a seguir estudiando y Joan lo hizo con Sigurd Leeder. En 1951 se integró a Ballets Jooss. Poco después interpretó el tan ansiado papel de la mujer quien, al ver partir a su marido al frente de batalla, se une a la Resistencia.
Las giras de la compañía la llevaron a presentarse en Alemania, Bélgica, Holanda, Suiza, Escocia, Irlanda e Inglaterra. Fue significativo para ella bailar profesionalmente en su país. Las funciones eran muy dignas, pero la cotidianidad carecía de glamour: Trayectos en autobús de varias horas, teatro, función, hotel con o sin regadera y vuelta a empezar al día siguiente. Entre los 24 bailarines de diferentes nacionalidades había un chileno, Patricio Bunster. Joan no hablaba español; él chapuceaba un poquito de inglés, pero se entendieron a través del lenguaje de la danza y del amor. Se casaron. Ballets Jooss se disolvió. Patricio regresó a Chile a donde Joan lo alcanzaría meses después.
En julio de 1954 tras despedirse de su mamá, Joan se embarcó hacia un país del que nada sabía, una franja de tierra entre el océano y los Andes. Durante la travesía intentó aprender algo de español y practicar rutinas de baile en la barandilla de cubierta ante la mirada curiosa de los demás pasajeros. Llegó el 7 de septiembre a la que sería su nueva patria, aunque al principio la hiciera sentir “gringa”, “pituca”, términos un tanto despectivos.
Por concurso ganado se incorporó a Ballet Nacional de Chile y la invitaron a dar clases de Expresión Corporal a los bailarines de la compañía y a los actores de la escuela de Teatro. En el afán de compartir lo que sabía empezó a hablar en español. Las giras la llevaron por paisajes mapuches, volcanes, los mares encabritados del sur; descubrió Iquique y Chuquicamata, nombres que le parecían trabalenguas; saboreó la comida tradicional chilena, pero sobre todo miró claramente los abismos sociales: la pobreza extrema, la aristocracia cosmopolita.
Basada en el Canto General de Neruda y con música de Carlos Chávez, en 1959 Bunster estrenó la coreografía Calaucán combinación de palabras mapuches y aimaras que significa “brote rebelde”. Desde un principio la obra causó mucha expectación: era el primer ballet latinoamericano. Joan interpretó el papel de la Madre Tierra que da a luz al sol y a los primeros habitantes del continente que se enfrentarán a los conquistadores y renacerán para seguir luchando por su libertad.
La relación profesional entre ellos era muy fructífera, Joan sentía que participaba en sus creaciones, pero el amor se marchitó y se separaron cuando ella estaba embarazada de Manuela.
A la depresión postparto se añadió el duelo por la relación con Patricio, el agravamiento de una vieja lesión en la columna vertebral y, como si aquello no fuera poco, hubo terremotos, erupciones volcánicas y fuertes movimientos telúricos en Chile donde ella volvía a sentirse extranjera. Estando así recibió la visita de Víctor Jara, un joven director teatral que había sido alumno suyo en la clase de Expresión Corporal. Platicar con él le hizo bien. Tiempo después él la invitó a salir.
La sonrisa ancha y el trato dulce
Sus amistades consideraban a Víctor muy reservado, pero con Joan se transparentó al contarle su vida: Había nacido en Lonquen el 28 de septiembre de 1932; era hijo de campesinos muy, muy pobres. Su padre bebía y los golpeaba. Amanda, su madre, sabía leer y escribir, se empeñó en que sus hijos tuvieran educación. Ella tocaba la guitarra, cantaba en bodas y funerales, cantaba para acompañarse, para consolar a los hijos, para entretenerse mientras lavaba ajeno, mientras hacía el queso de cabra que iría a vender.
Para que sus hijos tuvieran más oportunidades se los llevó a Santiago. Ella trabajaba todo el día, tenía un puesto de comida en el mercado. Ya no cantaba. Víctor empezó a tocar la olvidada guitarra de Amanda; se empeñó en recordar, en interpretar las canciones folklóricas de su mamá. Antes de entrar al Coro Universitario y estudiar actuación estuvo dos años en el seminario e hizo el servicio militar donde, irónicamente, le encontraron muchas aptitudes para convertirse en soldado. Siempre andaba falto de dinero, pero con muchos ánimos. Por ese entonces la vio bailar y se enamoró de ella.
Víctor no buscaba una relación pasajera. Joan tenía miedo de sufrir. Pero había tanto en común entre ellos. No es la primera canción que Víctor le compuso a Joan, pero retrata muy bien esos inicios: “Envuélvete en mi cariño /Deja la vida volar/ Tu boca junto a mi boca/ Paloma, palomitay …”.
Un día Víctor la llevó a su casa, en realidad sólo tenía un cuarto muy limpio, muy ordenado: le presentó a su compañera guitarra. Otro día la invitó a una feria de artes plásticas donde estuvieron platicando con Violeta Parra. Con Manuela, muy bebita, fueron a Ñuble donde vivía María, la hermana de Víctor; él les cantó canciones del folklore chileno y argentino que había recopilado. Joan sintió que nacía, una vez más nacía y tenía ganas de bailar y de gritar su felicidad. En Año Nuevo, al abrazarla Víctor le deseó “Happy New Years”. La “s” de más era su voluntad de construir juntos una nueva vida.
Durante los cuatro meses que duró la gira por Europa del Conjunto Cucumén, del cual Víctor era director artístico, Joan no se sintió sola pues se mandaban cartas, fotos, besos. Por un lado, ella debía ponerse en forma y prepararse para interpretar una nueva coreografía de Patricio: Surazo y, por otro lado, leía las crónicas de viaje y las reflexiones de Víctor que empezaban con un “Queridísimo amor mío”. También la llamaba “Mijita”. Le contaba que tanto le llamaban la atención los trajes típicos de esa geografía que paraba a la gente en la calle para retratarla. Hacía lo propio con lugares y paisajes, seguramente pensando en futuras escenografías.
Con su letra script muy clara, hecha de puras mayúsculas, Víctor le escribió que en Odesa no alcanzó entrada a un teatro al aire libre. Vio encaramadas a unas personas en un árbol y se trepó para desde ahí atisbar la función. Lo pensaron ruso y como pudo les explicó que era chileno, que venía con un conjunto que cantaba y bailaba. Entonces lo abrazaron porque pese a ser un artista extranjero, estaba ahí, con ellos, como si fuera uno más, uno de ellos. Al rato ya eran grandes amigos. “Qué maravilla de hombres. Tan íntegros dentro de sí mismos, tan simples, sanos, increíblemente sanos y te empiezan a querer a ti como a un igual. Mucho se preocupaban de la situación latinoamericana y me preguntaban cómo era la situación del obrero chileno.”
Cuando volvió a Chile, bajó corriendo y bailando del avión para abrazar a Joan y a Manuela. Traía las maletas cargadas de regalos: artesanías, bordados, instrumentos musicales. Había descubierto su capacidad de comunicarse a través de canciones. Le había compuesto una: “Paloma quiero contarte /que estoy solo /que te quiero /que la vida se me acaba /porque te tengo lejos. Palomita, verte quiero…”.
Poco después se mudaron a una casa en medio de un jardín de bambúes, bugambilias, glicinas y mimosas. Juntos plantaron un canelo, el árbol sagrado de los mapuches. La casa fue la suma de ellos: Joan se trajo algunas antigüedades que habían sido de su papá que se codeaban con un tambor africano, máscaras y ponchos. Hicieron libreros con durmientes de ferrocarril. El nacimiento de Amanda vino a traer más felicidad a la familia. Víctor preparaba sopas que había aprendido de su mamá y ayudaba en la limpieza. Fue un amoroso papá, muy adelantado a su tiempo pues bañaba a la niña y le cambiaba los pañales. Y cantaba, tocaba la guitarra, necesitaba la música como el aire que se respira. Al decir de Joan: “Siempre parecía tener dos o tres canciones en su interior”.
En 1965 abrió la Peña de los Parra en la calle de Carmen 340. Los hermanos Ángel e Isabel no imaginaban la importancia que ésta tendría para el movimiento de la canción popular. La casona estaba medio destartalada, oscura la entrada, chiquito el escenario y los bancos de madera resultaban incómodos. Redes de pescar cubrían los techos y sobre las rústicas mesas botellas de vidrio con cabos de vela daban atmósfera, pero a la luz de la música todo se transformaba. Violeta, Ángel e Isabel eran ayudados por Patricio Manns y Rolando Alarcón quien había sido integrante del conjunto Cucumén. Las canciones políticas de Daniel Viglietti se entonaban por los presentes.
Poco después de la inauguración de la Peña de los Parra, Joan y Víctor se aparecieron por ahí. Joan se sintió como en casa y en familia y le entró a los preparativos de empanadas. Ángel anunció la presencia del “famoso director de teatro Víctor Jara” y sin más le puso una guitarra en las manos. Con eso bastó. Al poco grabó su primer disco sencillo con La cocinerita y El cigarrito. Después le siguió Paloma quiero contarte.
Una canción del folklor chileno armó polémica. Para los habitués de la Peña era parte del repertorio chusco de Víctor, pero cuando quedó grabada y se transmitió por radio se hizo un escándalo. La Oficina de Información de la Presidencia ordenó que el disco se retirara de las tiendas y se destruyera el original de La beata. A casa de Joan y Víctor llegaron insultos e injurias…
Los domingos se iban a pueblear a los alrededores de Santiago y las canciones de Víctor retrataron a la gente que iban conociendo como el tejedor de El lazo o la misma Angelita Huenumán. Las fotos de entonces muestran a una pareja enamorada y a dos niñas creciendo felizmente. Las canciones de Víctor se hicieron menos autobiográficas para dar cauce a su compromiso político.
También Joan se transformó, ella habla de su “gradual chilenización”. Dejó Ballet Nacional de Chile para estar más con su familia y dedicarse de tiempo completo a la docencia y a organizar un centro de danza en Ñuñoa.
La Peña de los Parra se convirtió en un refugio para cantantes de Brasil, Uruguay y Argentina y un punto de encuentro para la gente de izquierda. Al paso de tiempo se abrieron más peñas como la de René Largo Farías: “Chile ríe y canta”. Muchos grupos se formaron como los ya legendarios Quilapayún e Inti Illimani, Víctor colaboró como su director de teatro, cuidó la parte escénica, la congruencia entre la actitud y lo cantado.
A principios de 1968, el trabajo teatral de Víctor lo llevó a Inglaterra. Joan lo acompañó y descubrió que ya era más chilena que inglesa. Para Víctor la sociedad del primer mundo era motivo de constante reflexión. Después de un mes juntos, Joan regresó a Chile, al lado de sus hijas, al frente de sus responsabilidades profesionales. Se reanudó el ir y venir de las cartas. En una de ellas Joan, muy preocupada, le dio la noticia de la diabetes de Amanda. Víctor le respondió: “Nuestro hogar debe florecer con nosotros en su interior, nosotros dos y nuestras hijas, con todas nuestras limitaciones, virtudes y defectos, pero juntos”. Ansiaba ya no separarse de ellas. Escribió la canción Te recuerdo Amanda que no se refiere precisamente a su mamá ni a su hija, aunque algo tiene de cada una.
Construir un Chile bien diferente
A raíz de una represión de campesinos en Puerto Montt, indignado, Víctor compuso una canción que levantó ámpula y quedó plasmada en el disco Pongo en tus manos abiertas. Empezaban a caldearse los ánimos y a polarizarse la sociedad: Al Primer Festival de la Nueva Canción Chilena no se invitó a Quilapayún por considerar su repertorio muy político. Para la ocasión Víctor compuso Plegaria a un labrador que estrenó en el Estadio Chile. La letra que recuerda el Padre Nuestro fue considerada explosiva por unos, premonitoria por otros.
A principios de 1970 los artistas pusieron todo su empeño para que el candidato Salvador Allende llegara a la presidencia. Víctor se impuso extenuantes jornadas de trabajo con la idea de que sería pasajero, que el esfuerzo valía la pena y que pronto volvería a dedicarle tiempo a su familia y todos vivirían mejor. Desde la danza, Joan estaba en una situación similar. Había creado el Ballet Popular que estrenó una coreografía suya con música de Víctor: Venceremos. La Unidad Popular sonaba a las quenas y charangos de la nueva canción chilena.
En septiembre, antes de conocer el resultado de las elecciones, Víctor y Joan se sentían esperanzados y aprensivos a un mismo tiempo: ¿Qué pasaría si ganaba Allende? ¿Qué pasaría si ganaba Alessandri?
Y sucedió que ganó Allende y desde ese momento la CIA puso manos a la obra para tumbarlo. Hubo un complot para asesinarlo y al general René Schneider, comandante en jefe del ejército, lo mataron. A la nacionalización del cobre respondió con el desplome de su precio. Imparable, Allende nacionalizó el salitre, el carbón, el hierro, los bancos y la industria textil. La derecha escondió productos para crear escasez, organizó huelgas de transportistas mientras sus periódicos echaban pestes del gobierno de la Unidad Popular. La tensión política sólo fue in crescendo.
Al decir de Joan, el 3 de noviembre de 1973 “cuando Allende juró el cargo y se trasladó a La Moneda, Santiago fue testigo del festival cultural más increíble de toda la historia chilena”. La atmósfera era de fiesta. No se trataba nomás de cambiar un presidente…como decía el himno de la Unidad Popular.
Trabajaban con amorosa y comprometida intensidad. Víctor componía canciones como Abre la venta, llena de esperanza; BRP, en homenaje a la Brigada Ramona Parra que pintaba murales y Ni chicha ni limoná que invitaba a acercarse “donde las papas queman”. Con el Ballet Popular, Joan llevó la danza a zonas rurales, hizo de los movimientos de la vida cotidiana parte de sus coreografías, muy expresionistas. A la par creó y dirigió la carrera de Pedagogía en Danza Infantil en la Universidad de Chile.
De tan intensos los días parecían tener más de 24 horas. Las tragedias naturales no respetaban el surgimiento de un nuevo país. Tormentas, vendavales y lluvias torrenciales hicieron crecer el río Mapocho. Se evacuó a la población. Quena Arrieta, gran amiga de Joan, favoreció la invasión de la realidad en el mundo de la danza y cambió la mentalidad de unos y la vida de otros. Así conocieron al niño Luchín, ese bandidito de un año de edad que jugaba con una pelota de trapo, el gato y el caballo y al que Víctor le compuso una canción.
De la gira por varios países de América Latina, Víctor le trajo a Joan un vestido mexicano bordado, un poncho de Perú, artesanías de Venezuela. Posteriormente los dos viajaron a Cuba. A su regreso Chile había cambiado. Todo escaseaba: la gasolina, la leche, la harina, el arroz, la carne, la pasta de dientes y hasta el Nescafé. Ambos se sumaron a los trabajos voluntarios para acarrear costales de provisiones pues había huelga de transportistas. Víctor, la sonrisa ancha como siempre, cargaba bultos sobre el hombro, como cuando era niño. Joan hacía cola para surtirse de lo indispensable. Y la cola podía demorar varias horas. Todo terminó repercutiendo en la economía chilena, caldeando aún más los ánimos. Pero Joan seguía dando clases y Víctor, conciertos mientras las niñas iban a la escuela.
En el Estadio Nacional, que funcionaba como centro deportivo y cultural, que había sido sede de los Festivales de la Nueva Canción Chilena, se le hizo un tumultuoso homenaje a Pablo Neruda a su regreso a Chile en diciembre de 1972, a un año de haber recibido el Nobel de Literatura. La organización y dirección corrieron a cargo de Patricio Bunster y de Víctor. El autor de Los versos del capitán alertó del clima de guerra civil: “Tengo el deber poético, político y patriótico de advertir a todo Chile de ese peligro inminente”. Víctor le puso música a un poema de Neruda: Yo no quiero mi patria dividida. Poco después acompañado por Inti Illimani estrenó Vientos del pueblo: “De nuevo quieren manchar / mi tierra con sangre obrera/ los que hablan de libertad/ y tienen las manos negras…”.
Y hubo varios intentos de golpe militar. Pero el definitivo fue el 11 de septiembre de 1973. A pesar de las noticias, de los bandos militares, del estruendo de bombas y los vuelos rasantes de helicópteros, Víctor fue a trabajar a la Universidad Técnica. Trató de mantener la comunicación telefónica con Joan, de tranquilizarla a ella y a las pequeñas Manuela y Amanda.
Compañera de mis días y del porvenir
-Tiene que ser fuerte -le dijo el joven Héctor Herrera a Joan. Ella de por sí estaba lívida; llevaba varios días sin dormir, carcomida por la angustia de no saber de Víctor. Él le dio la noticia sin rodeos. No había tiempo para nada, sólo para que Joan llevara consigo los documentos necesarios para identificar el cadáver y sacarlo de la morgue, rápido. -Va a ver algo peor que el infierno, no vaya a llorar, no se ponga a gritar, no se desmaye.
Lo que Joan vio aún se refleja en su rostro. Gracias a Héctor Herrera pudo recuperar el cuerpo de su esposo y darle sepultura. Víctor Jara no fue desaparecido. Poco antes de partir al exilio, mientras acompañaba el cortejo fúnebre de Pablo Neruda, Joan cobró conciencia de su responsabilidad histórica: a pesar del riesgo que implicaba mucha gente gritó “¡Compañero Víctor Jara, presente ahora y siempre!”.
Joan ha sido mucho más que la custodia de la memoria de Víctor. En diciembre de 1973 se fundó en Londres el Comité por los Derechos Humanos en Chile del que fue la primera presidenta. Empezaron a celebrarse conciertos en París en Roma, en Berlín no sólo para dar a conocer la música de Víctor sino también para denunciar los crímenes de la dictadura y en pro de la defensa de los derechos humanos. Joan viajó por el mundo entero, recorrió Estados Unidos, Japón, Australia, Nueva Zelanda, la Unión Soviética, Finlandia, Suecia, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Italia, Francia, España, las dos Alemanias: “El ejemplo de Víctor me llevó a hacer cosas impensables para mí”.
En 1982 Joan, Manuela y Amanda regresaron a Chile. En el nicho de Víctor siempre había flores frescas, vivo su recuerdo a pesar de la censura y la prohibición y eso la sorprendió, la reconfortó y le dio ánimos. Necesitaba recuperar algo de ella, por eso creó el grupo de Danza Calaucán. Al mismo tiempo se puso a escribir la historia Víctor, la historia de su nosotros, a partir de recuerdos, de documentos, siguiendo los hilos de su corazón y no de las preguntas de quienes la entrevistan. Las bailarinas se expresan a través del movimiento, para Joan fue una labor titánica hacerlo a través de la palabra escrita. Víctor Jara un canto (no) truncado se publicó por primera vez en 1983 y tiene ya muchas reediciones y traducciones.
En 1985 fundó, junto a Patricio Bunster, el Centro de Danza Espiral, para la formación, creación y extensión en el arte de la danza. En 1991 Joan se empeñó en que el Estadio Chile recuperara su imagen de un lugar pacífico dedicado a la cultura, al arte, a la defensa de los derechos humanos, la memoria, la justicia y la verdad. Se realizó el evento “Canto Libre: Jornadas de Purificación”. Hubo cantos, conciertos y se le empezó a llamar Estadio Víctor Jara.
El 4 de octubre de 1993 Joan volvió a nacer al crear junto con sus hijas la Fundación Víctor Jara que cuenta con un acervo de más de diez mil piezas entre fotografías, cartas, discografía, videos, manuscritos, recortes de prensa, registro de calles alrededor del mundo con su nombre, de murales con su rostro, afiches y su último poema escrito en el Estadio Chile. Está organizada en tres núcleos temáticos: Pre 73 (1932-1973), Post 73 (1973-) y Fundación, de 1993 a la fecha. Su misión es clara: la memoria. El legado de Víctor Jara va más allá de lo artístico. En estos días de octubre la Fundación está cumpliendo tres décadas de vida.
En 2009 Joan Jara recibió de manos de la presidenta Michelle Bachelet la nacionalidad chilena por gracia, esto es por sus aportes a la cultura, por su trayectoria humana y su lucha por la recuperación de la democracia tras la dictadura. Ese 5 diciembre se realizaron los funerales de Víctor tan distintos al de 36 años atrás. El cortejo partió de la sede de la Fundación al Cementerio General. “Un acto de amor y duelo por todos nuestros muertos” dijo Joan a las más de 6,000 personas que la acompañaban.
A fines del 2019, la canción El derecho a vivir en paz acompañó y se volvió himno de hermandad en contra de la represión y las políticas neoliberales que convierten la salud y la educación en mercancías. Joan dijo que Víctor sería el primero en entonarla adecuando la letra a las circunstancias.
Pero la justicia se anda lenta y con paso trastabillante. A 50 años del golpe se declara culpables a siete de los militares que torturaron y asesinaron a Víctor Jara (uno de ellos se suicidó al recibir la noticia de su sentencia). Se habla de democracia, justicia y memoria, sin embargo, la nueva constitución chilena consolida el proyecto pinochetista: se votó contra la gratuidad de la educación superior, en contra de la paridad, a favor del lucro en los sistemas educativo y de salud, a favor de la reclusión domiciliaria de mayores de 75 años lo que beneficia a militares; el respeto a los derechos humanos deja de ser obligatorio y se penaliza el aborto.
Mucho ha hecho Joan, mucho hacen sus hijas Manu y Mandy y la Fundación Víctor Jara a quienes abrazo. Hasta acá llega el canto no truncado que invita a germinar otro destino: “Ven, ven, conmigo ven/ llegó la hora del viento/ reventando los silencios”
Reproducido de https://desinformemonos.org/un-abrazo-a-joan-jara/, México.