JACOBIN
El bolsonarismo sigue vivo en Brasil porque ha logrado erigirse en la «dirección política» de la mayor parte de la burguesía brasileña. Es urgente derrotar a la extrema derecha en todos los frentes, no solo el electoral.
Imagen: El presidente Jair Bolsonaro aparece en la televisión durante un debate presidencial en Sao Paulo, el 24 de septiembre de 2022. (Rodrigo Paiva / Getty Images)
Con el corazón en un puño y con el 67% de los votos escrutados, Lula conseguía adelantar a Bolsonaro, encarrilando así una victoria que se saldó por un estrecho margen de un punto y medio porcentual, algo más de dos millones de votos de diferencia. Una victoria popular importantísima para la democracia en Brasil y que tiene una repercusión geopolítica fundamental para el continente, ya que no solo implica una derrota para la internacional reaccionaria que durante estos años ha tenido en Bolsonaro su principal bastión regional, sino también la consolidación de una nueva ola de gobiernos progresistas en la región.
Una victoria que también tiene lecciones para la izquierda, tanto en Latinoamérica como en el resto del mundo. Quizás una de las más importantes sea haber subestimado al bolsonarismo y la capacidad del neoliberalismo autoritario para convertirse en la dirección política de la fracción dominante de la burguesía brasileña. Porque, si bien Bolsonaro ha sido derrotado en las urnas, el bolsonarismo sigue muy vivo en Brasil. El margen entre ambas candidaturas, el más estrecho en la historia desde que Brasil recuperó la democracia, es un buen indicativo de la implantación del bolsonarismo y su resiliencia.
Bolsonaro es el primer presidente brasileño que no logra la reelección, pero el bolsonarismo ha conseguido ser la primera fuerza en las presidenciales en la mayoría de los Estados del país: controlará el Senado; será la principal fuerza en el Congreso y ha ganado las gobernaciones de los Estados más poblados del país, empezando por São Paulo. Así pues, estamos ante una derrota de Bolsonaro, pero una victoria del bolsonarismo. Esta creo que sería la mejor definición del proceso electoral que acaba de terminar en Brasil.
Bolsonaro consiguió llegar al poder en 2018 después de un exitoso golpe de Estado contra Dilma Rousseff, el encarcelamiento de Lula en el caso Lava Jato y una profunda descomposición de los partidos tradicionales de la política brasileña, especialmente de la derecha. Una buena muestra de ello fue la candidatura presidencial del neoliberal Geraldo Alckmin por el PSDB. A pesar de contar con el apoyo de los medios de comunicación y el establishment, solo consiguió el 4,76% de los votos en la primera vuelta.
La victoria de Bolsonaro en 2018 fue un voto de protesta que conectó con malestares diversos y pasiones oscuras de la sociedad brasileña, pero que no hubiera sido posible sin la crisis orgánica de la derecha brasileña. En ese contexto particular, la figura de Bolsonaro emergió como una opción «bonapartista» de un sector de la burguesía brasileña para suturar su crisis e intentar aplicar un programa de aniquilación de la herencia política de las victorias obreras de la década de los ochenta de las que el PT y el propio Lula son herederos, así como para acabar con las tímidas políticas redistributivas de los gobiernos progresistas.
Una de las reglas de oro de Roger Stone, asesor de Richard Nixon y de Donald Trump, consiste en usar en las campañas electorales el odio, al que considera un factor movilizador en política más fuerte que el amor o la solidaridad. El odio fue la gasolina que movió el motor de la campaña de Bolsonaro en 2018, posibilitándole ganar aquellas elecciones, y el que ha guiado el ejercicio del poder en estos años de gobierno.
Un odio a la herencia a los primeros gobiernos de Lula y del PT, pero también hacia la nueva ola de feminismo que se está desarrollando en el continente; hacia los pueblos originarios y su defensa del territorio; a las personas afrodescendientes y su incorporación a la vida política del país; a las diversidades sexuales y el cuestionamiento del orden moral neoconservador. Un odio al diferente, a aquellos sujetos que, con su misma existencia, cuestionan el avance del neoliberalismo autoritario y su orden moral.
El fenómeno de Bolsonaro en Brasil, como afirmaba Micaela Cuesta «no es un caso aislado, es el ‘hijo sano’ del actual momento neoliberal, inescindible de un autoritarismo social cada vez más extendido. En él que se reclaman ‘figuras fuertes’». Porque Bolsonaro representa una extrema derecha desacomplejada, explícitamente racista, misógina, anti-LGBTI, fundamentalista religiosa, anti-comunista y negacionista-climática. Pero una extrema derecha que no deja de defender el mismo programa económico ultraneoliberal de las elites brasileñas que representó Temer después del golpe a Dilma: una ambiciosa reestructuración económica a costa de la clase trabajadora, con métodos brutales. Y en ese proceso, el bonapartismo bolsonarista se ha mostrado como elemento fundamental para erigirse en la «dirección política» de la fracción mayoritaria de la burguesía brasileña. De hecho, la ruptura con Moro, uno de los personajes más queridos de la derecha, evidenció la dura pugna durante su gobierno por la dirección política del bloque de la derecha. Una batalla que, contra pronóstico, consiguió ganar Bolsonaro, ese hijo bastardo del Lava Jato, y no Moro, su verdadero paladín.
De esta forma, Bolsonaro ha logrado en estos años de gobierno pasar de ser un outsider a construir un movimiento orgánico con un programa basado en tres puntos fundamentalmente: el «Estado mínimo» al servicio del programa económico neoliberal de las élites brasileñas, con la aplicación de reformas estructurales contra derechos sociales conquistados en la etapa anterior; el cuestionamiento de la democracia liberal, con un liderazgo bonapartista autoritario, reclamando de forma insistente el legado de la dictadura y que ha tenido en el ejército y la policía sus principales elementos de anclaje; y el conservadurismo moral de la «nueva derecha cristiana», representado especialmente por las iglesias pentacostales y neopentacostales. El bolsonarismo como movimiento orgánico y esa capacidad de dirección política del bloque dominante de la burguesía brasileña es lo que le hace tan peligroso y a la vez explica en gran parte su implantación social y su resistencia electoral que pudimos comprobar el pasado 30 de octubre.
Es indudable que el ingente gasto de ayudas sociales, muchas de ellas dirigidas directamente a sectores destacados de la base bolsonarista como camioneros y taxistas, ha ayudado a mejorar sus resultados electorales. Pero por sí solas no explican los resultados de las legislativas o de las gobernaciones en donde el bolsonarismo ha conseguido superar a la izquierda. Nadie duda de que la victoria de la izquierda no hubiera sido posible sin la figura de Lula, lo que le hace imprescindible. De hecho, es difícil imaginar un lulismo sin Lula, las derrotas de Fernando Haddad así lo demuestran. Sin embargo, es factible pensar en Bolsonaro como figura intercambiable, lo que nos permite hablar de un movimiento bolsonarista más allá de su actual líder.
Aunque importantes, las protestas posteriores al resultado electoral representan más un ejercicio de gimnasia reaccionaria y un aviso a navegantes para la legislatura, que un verdadero intento serio de revertir el veredicto de las urnas. Pero las presiones no están viniendo solo desde la calle: la gran patronal brasileña y sus medios de comunicación afines ya se ha apresurado a manifestar que la victoria no es de Lula, sino de todos aquellos que se han opuesto a Bolsonaro y que, por lo tanto, el nuevo presidente no puede aplicar su programa, sino que le toca concertar con los intereses de las élites brasileñas. Otro aviso más para moderar cualquier veleidad redistributiva del gobierno Lula que pueda revertir las reformas estructurales emprendidas por el ejecutivo anterior.
Todos estos «avisos» nos deberían alertar sobre la capacidad del bolsonarismo para poder madurar las condiciones para un nuevo golpe de Estado al estilo del efectuado contra Dilma. No olvidemos que, como en su día ocurrió con Temer, el caballo de Troya ya estaría dentro, no olvidemos el pasado reciente del actual vicepresidente. Una espada de Damocles que sobrevolará sobre el nuevo gobierno y a la izquierda brasileña. Una situación que, si no es contrarrestada con la construcción de un fuerte movimiento popular independiente, será la coartada perfecta para la moderación de las políticas gubernamentales y la resignación de la izquierda.
Con semejante contexto, no podemos dejar de recordar la clásica tesis de Walter Benjamín: «cada ascenso del fascismo da testimonio de una revolución fallida». Una afirmación que no solamente continúa siendo actual hoy en día, sino que quizá es más pertinente que nunca, aunque no sea de forma estrictamente literal, para comprender cómo el ascenso del neoliberalismo autoritario y/o del neofascismo está estrechamente relacionado con las debilidades actuales de la izquierda. Una tesis útil para tener presente los riesgos de un gobierno que se modere y no cumpla las expectativas de cambio de las clases populares. Porque cuando se truncan las expectativas, surge la insatisfacción y la frustración que alimentan las pasiones oscuras sobre las que se construye la internacional reaccionaria.
Y es ahí donde se torna fundamental el papel que debería jugar el PSOL, que no solo es el segundo partido de la izquierda en el Congreso brasileño, sino que es la fuerza política que mejor ha sabido representar la emergencia de la nueva izquierda latinoamericana: joven, feminista, negra, afavelada, ecologista y anticapitalista. Esta joven formación tiene la tarea de acompañar al nuevo gobierno Lula desde la reafirmación de su independencia política y orgánica para poder presionar al ejecutivo desde la izquierda. Si consigue huir de la tentación de conformarse con convertirse en el «ala izquierda» del bloque de gobierno, su papel podría ser mucho más ambicioso.
El PSOL tiene la posibilidad de ayudar a construir y dinamizar un movimiento que ensaye experiencias de poder popular que enfrenten al bolsonarismo y que vislumbren un horizonte ecosocialista a la crisis orgánica de la burguesía brasileña. Porque es, y construir un movimiento político donde Lula sea una figura intercambiable no imprescindible. El domingo se ganó un tiempo precioso para conseguirlo.