Martí Caussa *
Viento Sur, 1-4-2018
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“A por ellos” es el lema que resume la política del Estado español hacia Catalunya desde hace seis meses y que da por bueno una parte importante de la opinión pública española, por activa o por pasiva.
El objetivo inmediato de esta política es reducir el independentismo a una fracción minoritaria de la población de Catalunya recurriendo a medidas de excepción temporales. El objetivo de fondo es consolidar la evolución autoritaria del régimen monárquico del 78, para lo cual hay que convencer a la población que, tras el final de ETA, han surgido unos nuevos y peligrosos enemigos interiores, unos otros, frente a los que hay que defenderse restringiendo la democracia.
Para que este objetivo de fondo triunfe son necesarias dos condiciones: 1) convencer a la mayoría de la opinión pública de que existe un colectivo que no es de los nuestros, describirlo de forma que parezca efectivamente un enemigo y desacreditar a los que discrepen de este relato; 2) justificar las medidas excepcionales diciendo que estarán limitadas a un territorio y a un período de tiempo, pero impulsar una legislación y una forma de aplicarla que se pueda generalizar a todo el Estado y de forma indefinida más adelante.
La primera de estas condiciones es la fundamental: sin crear la imagen del otro, del alguien diferente y potencialmente peligroso, no se puede ir “a por ellos”. Esto se ha conseguido en parte, aunque todavía de forma provisional.
El gesto que oficializó la existencia de este colectivo diferente y peligrosos fue el discurso del Rey del 3 de octubre, que bendecía la actuación policial contra quienes participaron en el referéndum del 1 de octubre y daba el placet para la represión posterior que estaba ya preparada. Desgraciadamente la mayoría de la población española aceptó con normalidad el estado de excepción que se impuso en Catalunya.
La provisionalidad de la aceptación de esta imagen del otro proviene de que es radicalmente contradictoria con los hechos que ocurrieron realmente y, aunque haya sido repetida mil veces por el gobierno, por los partido que votaron el artículo 155, por los principales medios de comunicación españoles y las altas instancias de la judicatura, tiene serios riesgos de acabar quebrándose en una sociedad en la que hay tantas posibilidades de comunicación.
Es difícil creer que el 20 de setiembre hubo un alzamiento tumultuario frente a la delegación de Hacienda si solo se dispone de la imagen de tres coches abollados de la Guardia Civil. O creer que Jordi Cuixart y Jordi Sánchez estimularon este día la violencia cuando los vídeos los muestran llamando a la calma y a la acción pacífica. Se puede afirmar ciertamente que el 1-O hubo desobediencia al Tribunal Constitucional, pero hay que añadir que fue un acto masivo de democracia, de defensa del derecho a votar, en consonancia con la voluntad mayoritaria de los catalanes y en obediencia a la mayoría absoluta del Parlament; y todo ello a pesar de las amenazas previas y de la brutal represión de la policía y la Guardia Civil enviadas expresamente desde fuera de Catalunya con la consigna de “a por ellos”. El 27 de octubre no hubo ningún golpe de Estado, sino una votación de la mayoría absoluta del Parlament a favor de la República catalana, pero sin ninguna acción para hacerla efectiva a corto o medio plazo (aunque algunos lo lamentemos). En cambio este día sí llegaron las acciones prácticas por parte del Estado: votación del artículo 155, suspensión de la autonomía catalana, convocatoria de elecciones para el 21-D y encarcelamiento o exilio de los principales líderes independentistas. Sin embargo estos no llamaron a ninguna acción violenta, sino a demostrar pacíficamente en las urnas cuales eran los deseos de la mayoría el país.
Los independentistas ganaron otra vez las elecciones pero el Estado, por mediación del juez Llarena, no respetó el resultado y decidió impedir que tanto Puigdemont, como Sánchez y Turull fueran elegidos como president de la Generalitat, aunque tenían la legitimidad para serlo. El alcance antidemocrático de las decisiones del juez Llarena lo explica el profesor Javier Pérez Royo: “Una vez constituido el Parlament tras la celebración de las elecciones, se tiene que proceder a la investidura del president. Si no hay investidura, es como si las elecciones no se hubieran celebrado. El acto electoral, del que son protagonistas exclusivamente los ciudadanos, tiene que ser completado con el acto de la investidura del que son protagonistas exclusivamente los diputados electos. Ambos son la cara de la misma moneda. Impedir el segundo es anular el primero. Por eso la democracia parlamentaria no permite que nadie desde fuera del parlamento interfiera en el proceso de investidura”. En apoyo de que un preso preventivo podía optar a ser presidente existía, además, el antecedente de Juan Carlos Yoldi, miembro de ETA, que en 1987 recibió permiso para presentarse a la investidura.
Finalmente el juez Llarena ha decidido procesar a los dirigentes independentistas por rebelión y ha enviado órdenes de detención y solicitudes de extradición para Puigdemont y otros exiliados. De esta forma ha oficializado la internacionalización del conflicto y ha emplazado a los ciudadanos y ciudadanas europeos, no solo a los Estados, a que asuman o desmientan si en Catalunya hubo un alzamiento público y violento, pues en esto consiste la rebelión. ¿Van a avalar a Rajoy y Llarena como avalaron a Blair y Aznar con las armas de destrucción masiva de Irak? O van a desautorizarlos con una sencilla pregunta: ¿Cómo es posible que en un proceso que se ha retransmitido a través de los medios de comunicación de todo el mundo, nadie haya advertido que era un alzamiento público y violento?
Si el relato del Estado es aceptado, las medidas de excepción que se están aplicando en Catalunya proseguirán en el tiempo y se extenderán a otros colectivos y otros territorios. El gobierno ya ha amenazado en seguir aplicando el artículo 155 en Catalunya si no se nombra un presidente y un gobierno que sean de su agrado; y miembros del PP ya han amenazado con extender el 155 a comunidades como Navarra, el País Vasco y Castilla-La Mancha. Más allá de estos ejemplos hay que recordar que la generalización y extensión de medidas excepcionales ha sido la tónica del gobierno. Sirva como ejemplo la ley mordaza, que se aplica a cantantes, titiriteros y raperos por usar su legítima libertad de expresión. O las leyes antiterroristas, justificadas para combatir a ETA, y que actualmente, tras años de cese de la actividad armada, se utilizan para solicitar 375 años de cárcel para unos jóvenes de Altsasu por una pelea en un bar.
Para que no triunfe el objetivo de consolidar la evolución autoritaria del régimen monárquico del 78 se necesita algo más que la resistencia del pueblo de Catalunya: hace falta la solidaridad contra la represión y por la democracia de sectores importantes de los pueblos del Estado español y de los países europeos (o, al menos, de los afectados por la solicitud de extradiciones). No se trata de apoyar la independencia, sino de luchar por la democracia.
Actualmente la solidaridad de amplios sectores es todavía pequeña. Pero cuenta ya con magníficos ejemplos, como los que recogemos en el recuadro de Solidaridad con Catalunya en esta misma web. Y también hay ya mucha gente que combate el relato del Estado y se moviliza, tanto en España como en Europa, contra la represión y los ataques contra la democracia en Catalunya. El crecimiento del sentimiento de hermandad entre todos los que luchamos contra el autoritarismo y por la democracia es una necesidad. Que llegue a ser mayoritario es lo que nos puede salvar.
En caso contrario, si por activa o por pasiva triunfa el discurso del “a por ellos”, se dará un paso hacia la barbarie, porque contra el otro todo se puede justificar. Y ya tenemos ejemplos en nuestra historia. Desde Espartero con “hay que bombardear Barcelona cada 50 años” (y ahora se cumplen 50 años de los mortíferos bombardeos por parte de la aviación italiana), hasta Fraga Iribarne con “Catalunya es tierra conquistada”.
En el relato de Franz Kafka La Transformación el protagonista se convirtió en un insecto, pero la familia sabe que es su Gregorio. Si embargo, ante las incomodidades, llega un momento que la hermana le dice a su padre: “Solo tienes que desechar la idea de que se trata de Gregorio”. Una vez asumido, toda la familia se siente aliviada cuando el insecto muere y la asistenta se deshace del cadáver: por fin todo está arreglado. Salen a pasear y piensan en cómo va a mejorar su porvenir. Kafka murió en 1924, nueve años antes del ascenso de Hitler al poder, pero su relato advertía de los síntomas que lo anunciaban.
* Martí Caussa, forma parte de la redacción de Viento Sur.