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ELOGIO DE LA TRANSGRESIÓN: EL DISCURSO CRÍTICO DE MARX

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Aureliano Ortega Esquivel  1

Mis proposiciones son esclarecedoras de este modo; que quien me

comprende acaba por reconocer que carecen de sentido,

siempre que el que comprenda haya salido a través de ellas fuera de ellas. (Debe,

por así decirlo, tirar la escalera después de haber subido)

Ludwig Wittgenstein

A lo largo de casi 40 años el nombre y el pensamiento de Karl Marx fueron invocados –tanto en la academia como a través del ágora mediática– para referirse a lo “envejecido” y a lo “utópico”, o bien a lo “insensato” –cuando no a lo “trágico”– al asociarlo de manera acrítica y malintencionada con ese absurdo en que se transformó el socialismo real –sin más consideraciones que las discutibles bondades del “mercado” y la apología de lo que ya es; aunque esto sea una catástrofe civilizatoria tanto o más monstruosa que aquello que se había dejado atrás–. Pues bien, durante los primeros años del siglo en curso y ante el desfondamiento, el descrédito y el comportamiento barbárico y despótico de eso que ya es –el régimen de producción capitalista en su fase decadente–, ha vuelto a mencionarse con insistencia el nombre de Karl Marx. En cuanto su obra teórica, arrojada apenas hace algunos pocos años al desván de la indiferencia o incinerada en la pira propiciatoria de la “democracia”, hoy se revela como una de las escasas posibilidades de entender algo: esclarecer los sinsentidos con los que se construyen los nuevos y atroces contenidos de la realidad.

Podemos preguntarnos: ¿por qué ahora?, ¿qué es lo que puede decirnos hoy, en términos de esclarecimiento, una obra cuyas últimas páginas se escribieron hace más de 130 años?, ¿qué distingue, qué rasgos porta el presente que aun las elaboraciones teóricas de punta y galardonadas con “un Nobel” se muestran incapaces de balbucear algo siquiera inteligente ante la crisis y ceden el escenario a aquel pensar supuestamente envejecido?, ¿qué hace que de un presunto más allá regresen algunos de nuestros más problemáticos (y emblemáticos) espectros? Una posible respuesta fue esbozada ya hace muchos años por el historiador marxista Pierre Vilar en referencia al saber histórico, cuando decía: “una sociedad en crisis prefiere no conocerse, o conocerse mal”, de modo que el prematuro destierro del marxismo de las marquesinas del saber y el hacer postmodernos pudo deberse seguramente a eso: la sociedad capitalista decadente prefiere no conocerse, o conocerse mal; hecho que explicaría la primera parte del cuestionario, la que se refiere justamente a ese destierro; lo que nos llevaría casi automáticamente a la conclusión siguiente: el pensamiento de Marx significó en su momento, y mucho más allá de él, una apuesta por el conocimiento y la crítica de eso que en verdad no quiere conocerse, pero sí dominar. Siendo así las cosas, a tal dominio Marx siempre le resultó incómodo, ofensivo, peligroso.

Aunque sigue pendiente la segunda parte de nuestro cuestionario: si así fueron las cosas, ¿qué justifica y a la vez qué significa su regreso? A nuestro juicio, y en las páginas siguientes trataremos de ahondar en ello, siendo claros los motivos de su prematuro destierro, los de su inevitable retorno –bastante más oscuros– solamente pueden pensarse desde y a través del propio pensamiento de Marx; es decir, desde la comprensión profunda y crítica del hecho capitalista mismo. Porque el pensamiento de Marx es, en cierto modo, un “hijo” del capitalismo y de las formas en las que éste se comprende, o no, a sí mismo; aunque parafraseando a Rosa Luxemburgo el marxismo sea un hijo que finalmente costará la vida a su padre. Pero, por otra parte, porque el marxismo, siendo para el capitalismo también un sinsentido teórico, ya ha salido del capitalismo a través del capitalismo mismo y de su escaso y equívoco saber; porque, en rigor, el saber marxista pertenece por derecho propio a otra forma, deseada y posible, del ser social: el comunismo, una “sociedad de hombres libres” que, como en el mito, sucede con el último hijo del soberbio Cronos: se engendra, nutre y crece al socaire de su más feroz antagonista.

Con lo dicho, y al amparo del epígrafe que encabeza este texto, puede entenderse que el pensamiento de Marx se engendra, nutre y crece en el seno de la sociedad capitalista y probablemente bebe en las fuentes de su propio saber; pero no es, bajo ninguna forma, una síntesis o un resumen de ellas, por lo que tampoco son ellas “sus partes”. Marx, en efecto, ha trepado por la escalera de la economía política, el pensamiento socialista y la filosofía clásica alemana; efectivamente no las ha tirado después de haber subido, aunque lo cierto sea que ha “salido a través de ellas fuera de ellas”.

I

La idea de que el pensamiento de Marx tiene como “fuentes” y “partes” integrantes a la economía política (inglesa), el socialismo (francés) y la filosofía clásica (alemana), pertenece a V. I. Lenin, aunque debe rastrearse en la estructura que, con la anuencia de Marx, Friedrich Engels dio al Anti-Dürhing (Engels, 1968). En principio, fue desarrollada en dos textos escritos por el revolucionario ruso hacia 1913 con fines de divulgación (Lenin, 1976, 1980), y aun cuando la canónica en la que se convirtió posteriormente el llamado marxismo-leninismo la hayan transmutado en verdad casi escolástica, el hecho es que no porta mucho más sentido que aquel que le confiere su intención original: dar noticia al proletariado ruso de algunos apuntes biográficos de Marx y destacar algunas de sus ideas emblemáticas. En rigor, la idea y la intención de Lenin no faltan a la verdad, pero es justo reconocer que esa no es toda la verdad. Es decir, es preciso señalar que en el desarrollo del pensamiento de Marx aquello que obra en calidad de “fuente”, en caso de que en sentido estricto así lo fuera, no es necesariamente “parte”. En primer término, porque eso que podemos llamar “el pensamiento de Marx” y, por lo tanto, eso que con base en aquel llamamos “marxismo”, no tiene ni puede tener partes, ni éstas, contemporáneamente, ser sus fuentes si unas y otras no lo son en un sentido completamente diferente a un improbable “desarrollo” o una dudosa “síntesis” (Lenin, 1976, p. 77).

Examinemos lo que de verdad aporta la idea de Lenin. Como es sabido, y por confesión propia, los estudios universitarios del joven Marx estuvieron encaminados en principio hacia la jurisprudencia, aunque muy pronto éstos hayan sido abandonados en favor de la filosofía y la historia (Marx, 1973, p. 7). Habiendo obtenido el doctorado con una disertación sobre la filosofía materialista de Epicuro y ante la necesidad de ganarse la vida, Marx ingresa como redactor y articulista al periódico liberal-republicano la Gaceta Renana, para la que se “ve obligado” a pronunciarse sobre los llamados “intereses materiales” y las cuestiones económicas: el librecambio, el proteccionismo, los robos de leña y las condiciones de vida de los cultivadores de Mosela. Contemporáneamente, siempre por vía de su propio dicho, escucha “un eco debilitado, por decirlo así, filosófico, del socialismo y el comunismo francés” (Marx, 1973, p. 8) con lo que tenemos, en el mismo cuadro: sus estudios filosóficos –bajo la égida del Hegel y la filosofía clásica alemana–, problemas de índole económica propios de su provincia y tiempo, y “ecos” del socialismo francés. Pero sucede que de todo ello Marx apenas sabría algunos temas, con cierto dominio, de historia, filosofía y de filosofía hegeliana, siendo en las otras dos materias un perfecto neófito. Pero la ignorancia se supera con el estudio y en unos cuantos años, hacia 1844, Marx ya conoce y critica las tres presuntas fuentes de su futuro pensamiento, y basta: hasta aquí llega lo que de verdadero tiene la metáfora de Lenin. Porque desde el momento en el que se introduce en escena la fuerza de la crítica, aquellas primitivas fuentes dejan de serlo para transformarse en blanco de la misma: Marx empieza a “salir a través de ellas fuera de ellas”. Pero no está solo. En la universidad, Marx conoció a Friedrich Engels, otro joven filósofo proveniente de una rica familia de industriales que en los años decisivos de su formación le compartió dos intervenciones sobre las que el autor de El capital dispuso sus primeras tentativas crítico-conceptuales: en primer lugar el artículo “Bosquejo de una crítica de la economía política”, que en palabras de Marx es un “genial esbozo de una crítica de las categorías económicas” y, en segundo, el manuscrito de un texto “sociológico” que contribuyó a subrayar su vocación comunista: La situación de la clase obrera en Inglaterra.

A partir de entonces, el desarrollo intelectual y político de ambos pensadores discurre por la misma vía crítica y comparte los mismos objetivos revolucionarios. Aparentemente, hacia fines de 1845, año en el que se publica el texto de Engels sobre los obreros ingleses, nada hay de nuevo sobre la condición de “fuentes” que se presume en las ciencias económicas, la filosofía y el socialismo, excepto el ser, contemporáneamente a su concienzudo estudio, objeto de una crítica sistemática y tenaz. Sin embargo, algo en lo profundo va a cambiar respecto de ellas; puesto que algo ha cambiado ya, radicalmente, en la posición de discurso de nuestros pensadores.

Durante el año anterior, 1844, Marx (1970a) trabajó intensamente en la redacción de un texto que a la postre quedó inconcluso e inédito, el que ahora conocemos como Manuscritos de economía y filosofía. Hacia la primavera del año siguiente, y reunidos en Bruselas, Marx y Engels emprendieron la tarea de

elaborar en común nuestros puntos de vista para contrastarlos con los conceptos ideológicos de la filosofía clásica alemana; en realidad, saldar cuentas con nuestra conciencia filosófica anterior (Marx, 1970a, p. 8).

Fijemos la atención en ese “saldar cuentas con nuestra conciencia filosófica anterior” porque tras ese comentario, aparentemente circunstancial, se esconde en realidad toda una revolución teórica y, con ella, el conjunto de emplazamientos teórico-discursivos en cuyo despliegue la crítica emprendida unos años atrás se convierte en franca trasgresión. Esto es: en el abandono definitivo del horizonte de aprehensión y expresión cognoscitivas en el que se disponen la filosofía clásica alemana, la economía política inglesa y el socialismo francés y su relevo por un discurso aparte, por otra cosa.

En realidad se trata de un nuevo horizonte de aprehensión y expresión cognoscitivas capaz de percibir, pensar y hablar de la realidad en términos irreductibles al primero. Para decirlo de otro modo: en el curso de 1845 Marx y Engels abandonaron definitivamente el ámbito y la impronta del discurso teórico burgués y dispusieron los cimientos de lo que, desde entonces, conocemos como discurso teórico comunista, o para usar el término por todos conocido: del marxismo. Decir en qué consisten esa transgresión y esa irreductibilidad será el objeto de las siguientes partes de este texto.

II

Escribimos líneas arriba que habría que fijar la atención en lo escrito por Marx en 1859 respecto de “ajustar cuentas con nuestra conciencia filosófica anterior” porque, en una primera lectura, parecería que se trata únicamente de terminar de romper con el hegelianismo que él y Engels profesaron en sus años de estudios, y que, a través de la lectura crítica de la obra de Feuerbach y de la dilatada y agria discusión sostenida durante varios años con sus antiguos profesores y condiscípulos “jóvenes hegelianos de izquierda”, Hegel y su herencia deberían ser desterrados de su horizonte discursivo, de su “conciencia filosófica”. Sin embargo, las cosas parecen ser mucho más complejas, porque para Marx y Engels esa “conciencia”, en el curso de los años 1844 y 1845, no se articulaba más en términos exclusivamente filosóficos, sino abarcaba el espectro completo de sus “fuentes”, ya que al reunirse en la primavera de ese último año en Bruselas y “elaborar en común sus puntos de vista” lo que en realidad estaban haciendo era establecer los fundamentos de lo que en otro momento Marx –afirmando previamente que él reconocía la existencia de una sola ciencia– llamó “la ciencia de la Historia”. El resultado de ese trabajo conjunto “recogido en dos gruesos volúmenes en octavo” y finalmente “abandonado a la roedora crítica de los ratones” llevaba por título La ideología alemana, y su primer capítulo, dedicado a Feuerbach, fue destinado por sus autores justamente al tratamiento materialista de la historia (Marx y Engels, 1973, pp. 15-90).

El hecho de escoger el nombre de una de las disciplinas más antiguas, Historia, para significar el resultado de su nueva conciencia filosófica parecería en principio algo confuso si, por una parte, perdemos de vista que esa nueva ciencia en sentido estricto ya no era filosofía ni economía política ni lo que de teoría podría haber portado el discurso socialista, aunque de todas formas debería ser reconocida con un nombre, y con mayor razón si, por otra parte, olvidamos que eso que todavía hoy conocemos como los “elementos fundamentales de la concepción materialista de la historia”, ilustraba una ruptura radical y definitiva con el conjunto del saber económico, social, histórico, político y filosófico burgués; es decir, ese saber que de sí misma había construido a lo largo de los últimos 300 años la Modernidad: fachada ideológica del régimen de producción económica, articulación social y dominio ideológico-cultural burgués-capitalista, el que para hacerse presentable había revolucionado el espectro completo del conocimiento a partir de la reconfiguración total de su episteme y la reorganización, en atinada tónica burguesa, de los estudios universitarios.

Es justo en este marco que el esfuerzo teórico de Marx y Engels cobra su más elemental y prístino sentido: no se trataba de abandonar el barco de cierta “conciencia filosófica anterior” para trepar a otro solamente porque los filosofemas posthegelianos, los enunciados de la economía política o los “ecos” del socialismo francés ya no satisfacían las expectativas intelectuales de nuestros pensadores, sino mostrar que aquellos eran del todo inhábiles para montar sobre sus cansados lomos el saber que con urgencia requería la revolución: ya que en el curso de esos mismos años, además de estudiar, asimilar y tratar de superar teórica y discursivamente los límites, los no dichos y los despropósitos del discurso teórico burgués, Marx y Engels se habían convencido de que el único camino que quedaba abierto a los desposeídos en la lucha por sus derechos más elementales era una profunda y radical revolución social, y que de “las armas de la crítica” era imperativo emprender el tránsito hacia “la crítica de las armas”; en unos cuantos años los dos jóvenes filósofos se habían hecho comunistas.

El sentido profundo de ese tour de force teórico-crítico solamente puede mostrarse en plenitud a partir de nuestro último señalamiento, y entonces todo lo dicho se desplaza hacia el ámbito de la política, de la lucha por el poder político de clase. Finalmente, el haberse tenido que hacer cargo, años atrás, del problema de los robos de leña o las desesperadas condiciones de vida de los vinateros pobres del Mosela, o bien observar en las fábricas de Manchester y en las barracas de los proletarios las condiciones reales de existencia del sector más depauperado de la sociedad inglesa, habían llevado a los filósofos Marx y Engels a una preocupación de orden social, así que decidieron alistarse en una lucha que debería poner fin a todo eso, una lucha cuyo objetivo era la implantación de un régimen económico, político y social que adoptaba como máxima la construcción de una sociedad de hombres libres: el comunismo, y con ello su decidida participación en la expresión práctica de ese anhelo y de esa lucha: el movimiento comunista.

Sin embargo, el movimiento comunista, aun siendo desde años atrás dirigido por “el sector más resuelto de los partidos obreros” compartía con sus organizaciones hermanas la carencia de un saber y un discurso sólidos, fruto del conocimiento cierto y profundo del terreno en el que luchaban, lo que se hacía extensivo hacia la forma y el sentido que debían adoptar sus objetivos inmediatos, sus acciones y su proyecto de transformación revolucionaria. Con la atención puesta en primera instancia en Alemania y en el carácter de urgencia que ahí había adquirido la discusión sobre el socialismo y el comunismo –dado que “la revolución” era un tema que rondaba insistentemente sobre las cabezas más lúcidas y sobre las conciencias más audaces de la izquierda intelectual y política alemana–, cuando Marx y Engels se reúnen en Bruselas la parte política de sus objetivos están claros: ya no se trata solamente de “ajustar cuentas” con la filosofía hegeliana, sino también, y quizá principalmente, con el incipiente y vacilante pensamiento socialista europeo. Es por ello que en el verano de ese año viajan a Londres y establecen contacto con William Weitling, líder de la Liga de los Justos –embrión de la Liga de los Comunistas– lo que a su vez detona la febril tarea de fundar una red de comités de correspondencia comunistas a lo largo y a lo ancho de toda Europa. No es posible saber cuándo y en qué circunstancias en el curso de esos agitados meses escribió Marx en su carnet de notas las escasas páginas en las que resumió las ideas básicas de su “nuevo materialismo”, pero es un hecho que ahí, en el breve texto que conocemos como las Tesis sobre Feuerbach, están esbozados los cimientos sobre los que se construirán, paso a paso, el saber teórico y la impronta práctica que hasta el día de hoy distinguen y separan radicalmente al comunismo y a las ideas de Marx de todo saber y hacer que se allanan a lo que ya es.

III

Generalmente, cuando se aborda el análisis de la Tesis sobre Feuerbach (Marx, 1973, pp. 665-668) se parte del hecho de que se trata de un documento filosófico, específicamente epistemológico. En todo caso, el objeto central de las observaciones críticas de Marx es el materialismo de Feuerbach, y el materialismo es incontestablemente una postura filosófica. Sería muy audaz negar ese hecho o sostener neciamente que se trata de otra cosa a partir de las observaciones extra filosóficas de Marx acerca de la educación, la familia terrena y la sagrada familia, sus pronunciamientos sobre la praxis revolucionaria y la denuncia, en talante activista, de los filósofos, quienes no han terminado de abandonar la caverna de Platón. Sin embargo, a lo largo de todo el año previo a la redacción de las Tesis las lecturas de Marx no lo han sido sobre filósofos, sino de economistas. De hecho, después de la redacción de la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel –un claro contrapunto con las ideas de Hegel sobre el derecho y la economía política– y de la Crítica de la dialéctica hegeliana y de la filosofía de Hegel en general que agrega a los Manuscritos, Marx no ha hecho sino estudiar a economistas (Rubel, 1972, p. 24).

Si a lo dicho sumamos nuestros señalamientos sobre la actividad política de Marx y su participación en el debate socialista, las cosas tienden a clarificarse: el movimiento comunista, o mejor, el discurso teórico de los comunistas y la posible guía de la acción práctica del proletariado revolucionario requieren ambas, y contemporáneamente, de saberes e ideas que no provienen –porque, como después sabremos, no pueden provenir en su estado y constitución actuales– ni de la filosofía ni de la economía política ni de las doctrinas socialista por sí mismas: pero tampoco de su presunta pero imposible síntesis. Ya que el punto sobre el que Marx dispone las cosas a la hora de las Tesis es este: no es posible construir un saber capaz de soportar las insignias de la revolución proletaria con los materiales y las herramientas teóricas y discursivas con las que se construyen las determinantes del dominio burgués. Y la filosofía, la economía política y aun el discurso socialista en su estado actual; es decir, en modo utópico, son ejemplos eminentes de discursos afirmativos, e incluso apologéticos, del estado de cosas que aquellas perciben y comedidamente glosan: el dominio burgués.

Si en algún momento del proceso formativo del marxismo fue necesario un corte epistemológico fue precisamente entonces. Pero dicho corte no lo fue entre las primitivas ideas liberal-republicanas de Marx y Engels y sus nuevas ideas comunistas, ni entre una conciencia meramente ideológica y un conocimiento propiamente científico de la realidad histórico-concreta, sino entre todo un horizonte de aprehensión teórica-discursiva consistente con el modelo de racionalidad que a lo largo de varios siglos habían ensayado con creciente éxito el conocimiento y la ideología burguesas y el que, para enfrentarlo, reclamaba con urgencia el conocimiento y la ideología revolucionarias. Es decir, un corte en el espacio justo en el que un discurso teórico cobra sentido y adquiere racionalidad; un espacio, propiamente un dispositivo epistemológico (de ahí que se consideren las Tesis un fragmento de discurso filosófico), que permite que esas partes discretas que bajo su impronta se perciben de la realidad –y, sobre todo, lo que después de su examen sistemático y metódico, se dice acerca de ellas–, adquiera la condición de objetivo o verdadero. No es pues la forma y mucho menos el contenido explícito de aquellas tres disciplinas lo que debe ser dejado atrás por el discurso revolucionario, sino precisamente ese conjunto limitado de principios y postulados epistémicos que les dan sentido y consistencia de verdad.

Aquí radica la inobjetable centralidad de las Tesis sobre Feuerbach, porque aun siendo la filosofía el espacio teórico en el que a través de un largo y complejo proceso de destilación finalmente se han propuesto aquellos principios racionales, es el conjunto del saber y de las prácticas teórico-discursivas desarrolladas bajo el patrocinio de la Modernidad el que, en el seno de su propio quehacer, las ha generado y “puesto a punto” paulatina y dilatadamente, al tiempo, al mismo tiempo, que la filosofía, como suma de la racionalidad de todo horizonte histórico, las ha dotado de “verdad”.2

En efecto, la filosofía puede aparecer como la primera estación de la revolución teórica que emprende Marx en esos años porque ésta –especialmente en las manifestaciones más acabadas de la llamada “filosofía clásica alemana”, pero no sólo en ella–, ha llevado a su desarrollo máximo el pensamiento específicamente moderno, imponiendo su huella; es decir, aquellos principios racionales que garantizan que lo conocido y dicho por el conjunto de las ciencias sea conocido y dicho “con verdad”, a todo saber específico y puntual. Y lo ha hecho a través de un dispositivo epistemológico escindido y aparentemente contradictorio, aunque complementario: en primer término el principio epistémico que, bajo el nombre de materialismo, se fundamenta en la idea de que todo sentido que pueda imputarse a lo real y, por lo tanto, toda aprehensión cognoscitiva de lo real y toda la objetividad que pueda presumirse en ello, parte de la plena exterioridad de un “objeto” que “la mente”, a través de sus facultades sensibles y de su capacidad de asociación, es capaz de captar, ordenar y finalmente conocer. En segundo lugar, el principio reconocido expresamente como idealismo, consistente en una concepción de la objetividad en la que ya no el objeto, sino el “sujeto”, a través de sus propias y absolutas facultades aprehensivas y sus capacidades ordenadoras, establece las condiciones determinantes de su captación y, a la postre, de todo el proceso de su conocimiento. Frente a tales posturas y al tipo específico de proceso cognoscitivo que permiten, Marx no realiza una imposible síntesis, sino un cambio radical de horizonte. Leamos la Tesis I sobre Feuerbach en la versión barroca de Bolívar Echeverría (1975):

La principal insuficiencia de todo el materialismo tradicional (incluido el de Feuerbach) es que [en él], el objeto I, la realidad, la materialidad, sólo es captada bajo la forma del objeto II o de la intuición sensible; y no como actividad humana material, [como] praxis; no subjetivamente. De ahí que, en oposición al materialismo, el aspecto activo [haya sido] desarrollado de manera abstracta por el idealismo –el cual, naturalmente, no conoce la actividad real, material en cuanto tal. De ahí [:de la insuficiencia de su materialismo] que [Feuerbach] en La esencia del cristianismo, sólo considere al comportamiento teórico como el auténticamente humano, mientras la praxis sólo es captada y fijada en su forma suciamente judía de manifestación. De ahí que no comprende la significación de la actividad “revolucionaria”, “crítico-práctica” (pp. 48-49).

De acuerdo con Marx, en su modalidad materialista, y de algún modo la que en Inglaterra se cultiva con el nombre de empirismo, presentan como limitación y defecto principal el que en ellas el proceso cognoscitivo –ya tradicionalmente conceptualizado por el pensamiento moderno como la relación sujeto-objeto–, el objeto que en plena exterioridad capta la intuición sensible, por una parte se confunde con su representación mental, mientras por otra se asume como sustrato material siempre ya dado y preexistente a toda relación, dando paso al materialismo absoluto, como el de los filósofos franceses del siglo XVIII (Holbach, La Mettrie, Diderot), al objetivismo de los empiristas ingleses (Locke, Hume) o finalmente, al materialismo metafísico de Feuerbach, los que convierten al sujeto en un simple receptor, en una “tabula rasa” en la que se excluye toda actividad que no sea “sensible-asociativa”; es decir, puramente receptiva, o bien, y en el extremo, la que se asimila al intercambio específicamente mercantil –a la manera “suciamente judía” de práctica social, como señala Marx en la Tesis I–. Por su parte, el idealismo, que sí desarrolla la “parte activa” de la relación sujeto-objeto; es decir, que considera que el sentido de la realidad es resultado de una actividad, de un proceso de constitución, traiciona ese “lado activo” deformando y mistificando justamente el valor y peso de la acción del sujeto, quien a través de las “facultades” puras del entendimiento, desde la trascendentalidad dispone por completo del control sobre la forma y el sentido con el que es posible hacerse cargo de un objeto dado.

La inconsecuencia del discurso idealista-racionalista consiste, pues, en que se desdice del principio en el que se sustenta, al presentarlo de manera menguada y unilateral; en que reduce la noción de objetividad a la de un proceso emanado del acto en que el sujeto “pone” al objeto (Echeverría, 1975 p. 52).

Motivo por el que tampoco el idealismo “conoce la actividad material en cuanto tal”.

El caso es que, ya entonces, Marx tiene suficientemente claro que el conjunto de los conocimientos que se ponen en juego a la hora de pensar en la clase de discurso teórico que conviene a la revolución comunista eventualmente corren el peligro –como lo muestran el mismo Feuerbach, sus antiguos correligionarios jóveneshegelianos o los economistas– de ser avasallados por las limitaciones epistémicas del idealismo o el materialismo. Es decir, en su estado actual y más desarrollado, la filosofía, la economía política y el pensamiento socialista permanecen entrampados en uno u otro de aquellos dispositivos epistémicos porque sus postulados y principios racionales son inequívocamente materialista-empiristas, como la economía política y buena parte del socialismo francés, o son idealista-racionalistas, como lo muestran la mayoría de los historiadores o bien, y especialmente, esa forma de la filosofía clásica alemana que, bajo en nombre de dialéctica, evidentemente conviene a un discurso que pretende captar y comprender la realidad como proceso, en su devenir y en sus transformaciones, pero que todavía no asume que ese devenir y esas transformaciones no son efecto del desenvolvimiento de una “idea”, sino de la praxis transformadora de los hombres.

Es ahora posible regresar a la afirmación de que Marx, a diferencia de Wittgenstein, si bien ya ha salido del saber burgués a través de su propio saber burgués, en ninguna forma “tira la escalera después de haber subido”; es decir, Marx no va a abandonar nunca el estudio y la crítica de la filosofía, la economía política o las formas utópicas del socialismo porque éstas –como lo muestra el hecho de que sus últimos trabajos se refieran a un tratado de economía política y a los documentos básicos de una plataforma político-partidista (el Tratado de economía política de Adolf Wagner y el programa de la socialdemocracia alemana adoptado en el congreso de Gotha), o bien que a punto de acometer la redacción final de El capital se haya tomado el trabajo del releer las más de 700 páginas de la Lógica de Hegel–, no dejan jamás de ser su referente, sus fuentes si se quiere. Pero lo que sí hace es criticar radicalmente sus limitaciones, y lo hace mudando por completo de postulados y principios, los que ahora articula en torno a un novedoso e inédito dispositivo epistemológico que, por lo pronto y a falta de un nombre definitivo, debe conservar contemporánea y firmemente articulados en uno y el mismo horizonte de aprehensión y expresión cognoscitivas: el materialismo, la dialéctica y la historia.

IV

Ya hemos dicho por qué, aun cuando los estudios que más importaban a Marx en esos días eran los relativos a la economía política y en lo inmediato sus preocupaciones prácticas giraban en torno a la construcción de un movimiento comunista en Alemania, le era imprescindible “ajustar cuantas con su conciencia filosófica anterior”. Igualmente, hemos señalado en qué términos opera la crítica de Marx cuando se refiere a las limitaciones de materialismo y a las inconsecuencias del idealismo. Ahora es preciso abordar las formas en las que Marx ensaya y propone alternativas. O si se quiere, de las opciones que se ofrecen a su discurso crítico ante los pendientes de la transformación revolucionaria de la realidad. Lo primero que aparece en el horizonte es, justamente, el saldo de la crítica: el discurso teórico de los comunistas no puede resolver sus pendientes revolucionarios mientras no eluda por completo las limitaciones y las inconsecuencias del discurso teórico burgués; pero lo aparentemente paradójico es que lo único con lo que cuenta es con las herramientas que le proporciona el discurso teórico burgués. Es claro, asimismo, que una sencilla “síntesis” no basta, porque solamente sumaría debilidades e inconsistencias, por lo que se ve precisado tomar una resolución: hay que llevar a cabo algunas transgresiones, es preciso llevar adelante su programa a partir del mal uso o el uso defectuoso de las herramientas que le proporciona el conjunto de sus “fuentes”: el discurso teórico burgués.3

Por supuesto, ni Marx ni Engels conciben lo que están llevando a cabo como un ejercicio fraudulento ni entienden su quehacer teórico como un engaño. Simplemente llevan al límite, o mejor, ponen en crisis una forma de racionalidad que en su consistencia actual no les permitiría siquiera pensar objetivamente, o “con verdad”, los términos en los que se piensa una revolución. El saber burgués, como lo demostrará fehacientemente Marx en su crítica de la economía política, solamente es capaz de decir una sola clase de “verdad”, la que habla a favor de su dominio, siendo completamente refractario a cualquier otra alternativa. Porque el dispositivo epistemológico del que parte y en el que fundamenta racional y objetivamente su “verdad” no es efecto de una elección autónoma, sino de la heteronomía radical en la que se configura y mueve la propia sociedad burguesa, con la que se corresponde plenamente; los límites del principio epistemológico que disponen la realidad burguesa como dotada de sentido son absolutamente consistentes con las contradicciones reales del régimen capitalista de producción y reproducción social. Tal como lo señalaron Marx y Engels (1973) en La ideología alemana, bajo el dominio hegemónico del capital todo habla a favor de ese dominio y de su reproducción ampliada.

Al burgués le es tanto más fácil demostrar con su lenguaje la identidad de las relaciones mercantiles y de las relaciones individuales e incluso de las generales humanas, por cuanto este mismo lenguaje es un producto de la burguesía, razón por la cual, lo mismo en el lenguaje que en la realidad, las relaciones del traficante sirven de base a todas las demás (p. 266. Cursivas propias).

De ahí que, de hablar “con el lenguaje del traficante”; es decir, de continuar hablando con el mismo lenguaje que la filosofía, la economía política y el socialismo utópico, de no romper con aquel dispositivo que, en lo profundo, en forma misma del lenguaje expresa el dominio del capital, de no transgredirlo, de no hacer mal uso de él, Marx y Engels hubieran quedado ellos mismos entrampados en el juego; en una simple representación, así fuera crítica, de lo que ya es. Pero, ¿en qué consiste este “mal uso”? Ya dijimos algo a ese respecto: Marx no sólo critica los límites y los no dichos del discurso teórico burgués, sino lo pone en crisis, lo descoyunta, denuncia la presunta objetividad y universalidad de su “verdad” como parcial, abstracta, limitada, y lo hace, en principio, con sus mismas armas.

Crítica de la filosofía

En cuanto a la crítica de la filosofía –en el caso de que se tratara sólo de la filosofía, lo que como ya vimos no es así por representar ésta un dispositivo epistemológico sobre el que se despliega y funda la objetividad de todo el conjunto del saber moderno–, al paso que Marx denuncia sus insalvables limitaciones formula algunos principios que, desde su misma enunciación, transgreden, resultan antagónicos y acaso irreductibles a aquel dispositivo. En una apretada síntesis podemos enunciarlos así: si el discurso teórico comunista quiere, por una parte, burlar el cerco que naturalmente la racionalidad burguesa le impone y, por otra, configurarse como verdadera alternativa radical y contrapuesta al discurso teórico burgués.

1. Debe sustentarse en la aprehensión teórica de la objetividad como proceso, como praxis en la cual la relación sujeto-objeto no se reduce a un simple “reflejo” (como en el materialismo) o a una construcción trascendental y metafísica (como en el idealismo), sino concebida como proceso básicamente material; esto es, debe entender la realidad, y toda traza de sentido que pueda reconocerse en ella, como efecto de un relación práctico-concreta, propiamente “metabólica” entre el hombre y la naturaleza.

2. Debe, asimismo, entender esa relación, ese intercambio metabólico, como un proceso no sólo material, sino también incontestablemente histórico; es decir, como un proceso situado en las coordenadas de un espacio-tiempo inmanentes y concretos cuya factualidad y desarrollo puedan ser constatados “con el rigor de las ciencias naturales”.

3. Debe recobrar el sentido transgresor y propiamente revolucionario de la consideración dialéctica de la objetividad, “porque [la dialéctica] en la inteligencia y explicación positiva de lo que existe abriga a la par la inteligencia de su negación, de su muerte forzosa; porque crítica y revolucionaria por esencia, enfoca todas las formas actuales en pleno movimiento, sin omitir, por tanto, lo que tiene de perecedero y sin dejarse intimidar por nada” (Marx, 1972, p. xxiv), configurándose, con la inclusión de este último elemento, como un discurso materialista, histórico y dialéctico.

4. Finalmente, y quizá sea éste el supuesto más difícil y controversial del nuevo discurso teórico comunista: éste debe asumirse como momento teórico del movimiento comunista mismo, al tiempo que se concibe como efecto del movimiento comunista real; es decir, debe aplicarse a sí mismo las condiciones de su propia “verdad” al concebirse, en tanto teórico, como discurso materialista, histórico y dialéctico, entendiendo lo teórico como momento de una práctica, la práctica revolucionaria de los comunistas, lo que lo define asimismo como histórico, o sea, situado en un contexto y un tiempo dados: “Las tesis teóricas de los comunistas no se basan en modo alguno en ideas y principio inventados o descubiertos por tal o cual reformador del mundo. No son sino la expresión de conjunto de las condiciones reales de una lucha de clases existente, de un movimiento histórico que se está desarrollando ante nuestros ojos” (Marx y Engels, s/f, p. 45). Con lo cual su “verdad” no se prueba sino en la lucha misma: “El problema de si al pensamiento humano le corresponde una verdad objetiva no es una cuestión de la teoría sino una cuestión práctica. En la praxis debe el hombre demostrar la verdad, esto es, la realidad y el poder, la terrenalidad de su pensamiento” (Marx, 1973b, p. 666).

A partir de ello podemos afirmar que tanto lo propuesto por Marx y Engels (1973) en el primer capítulo de La ideología alemana y por Marx (1973b) en la Tesis sobre Feuerbach –incluso cuando se trata de un programa, de algo que todavía estaría por llevarse a cabo– aún es, pero está en tránsito de ya no ser filosofía. Es filosofía porque su asunto es la discusión sobre los principios racionales que, como sustrato del conocimiento verdadero, convienen al discurso teórico comunista. Pero ya no es filosofía porque la filosofía, como sostiene la Tesis xi, se ha dedicado a contemplar el mundo, cuando de lo que se trata es de transformarlo. Aunque hay que tener claro lo siguiente: aplicados los principios esbozados por Marx a la filosofía como tal, lo que realmente sostienen es que ésta, a pesar de su vicio “contemplativo”, a lo largo de toda su existencia no ha dejado de participar, de una manera especialísima, en las grandes transformaciones históricas. Y aquí está la clave dialéctica de ese ser y no ser: la filosofía no es sino “su tiempo atrapado en pensamientos” (Hegel/Adorno), pero su tiempo es siempre un tiempo histórico. Lo que despoja a la filosofía de su vicio contemplativo es el autoconocerse en posesión de una fuerza transformadora; conocimiento que, sin embargo, en su condición actual no puede provenir de ella misma, sino de sus tratos y contratos con la historia concreta y con la praxis real. Los compromisos de la filosofía después de la filosofía no pueden serlo solamente con el conocimiento positivo de la historia ni con “la consideración pensante de la misma”, como quería Hegel, sino con la historia asumida como proceso en el que, única y exclusivamente a través de la praxis, el pensamiento y su verdad cobran sentido y poderío transformador.

Crítica de la economía política

Como segundo ejemplo de la transgresión marxiana podemos introducir aquí el tratamiento crítico que desde muy pronto presenta como blanco la economía política. Citamos a Marx (1970a) en extenso:

Hemos partido de las premisas de la Economía política. Hemos aceptado su lenguaje y sus leyes. Hemos dado por supuestas la propiedad privada, la separación del trabajo, el capital y la tierra, el salario, la ganancia del capital y la renta del suelo, la división del trabajo, la competencia, el concepto del valor de cambio, etcétera. A base de la Economía política misma y con sus propias palabras, hemos demostrado que el obrero degenera en mercancía, que la miseria del obrero se haya en razón inversa al poder y a la magnitud de su producción, que el resultado necesario de la competencia es la acumulación del capital en pocas manos y, por tanto, la pavorosa restauración del monopolio y, por último, que se borra la diferencia entre capitalista y terrateniente y entre campesino y obrero fabril, dividiéndose necesariamente toda la sociedad en dos clases: la de los propietarios y la de los obreros carentes de toda propiedad

La economía política arranca del hecho de la propiedad privada. Pero no la explica. Cifra el proceso material de la propiedad privada, el proceso que ésta recorre en la realidad, en formas generales y abstractas, que luego considera como leyes. Pero no comprende estas leyes o, dicho de otro modo, no demuestra cómo se derivan de la esencia de la propiedad privada. La economía política no nos dice cuál es la razón de que se escindan el trabajo y el capital, el capital y la tierra. Cuando, por ejemplo, determina la relación que media entre el salario y la ganancia del capital, considera como fundamento último de esta relación el interés capitalista; es decir, da por supuesto lo que se trataba justamente de demostrar. Y lo mismo ocurre con la competencia, en todas sus manifestaciones. Se la explica por circunstancias de orden externo. Pero la economía política no nos dice para nada hasta qué punto estas circunstancias externas y aparentemente fortuitas son simplemente la expresión de un desarrollo necesario. Ya hemos visto cómo hasta el mismo cambio se le antoja un hecho fortuito. Los únicos engranajes que el economista pone en movimiento son la avaricia y la guerra entre avariciosos: la competencia (pp. 103-104).

La primera crítica que Marx endereza en contra de la economía política –y conste que se trata de un texto temprano, muy temprano–, es que ésta da por supuesto justamente lo que como ciencia de la riqueza debería explicar. Porque todos y cada uno de los fenómenos sociales y económicos que Marx enlista, mismos que conforman el “programa científico” de los economistas, aparecen en sus desarrollos únicamente en su “abstracción” y “generalidad”; es decir, como si los mismos fueran ajenos a la historia. Por tanto Marx se pregunta, antes de otra cosa y ante el silencio de los economistas, por qué existen esos fenómenos, cuál es la materia y el sentido del proceso histórico que los ha engendrado, cuál puede ser el sustrato real que los emparenta a todos; finalmente, bajo qué clase de horizonte cognoscitivo aquellos los enfocan, dado que evidentemente los describen, pero no los explican. Esa falta sustantiva se origina, de acuerdo con el diagnóstico de Marx, en que el saber de la economía política se fundamenta en un principio epistemológico cuyas limitaciones ya han sido expuestas a la crítica: el empirismo en su versión escocesa. A lo que suma, justamente porque en su despliegue es congruente con dicho principio, varios errores metodológicos complementarios que, al fin, la van a hacer tendencialmente hábil para describir el hecho capitalista y sus pormenores, pero completamente inhábil para explicarlo.

Si hemos de dar crédito a Foucault (1974, pp. 164-198), quien debe haber leído a Marx, pero no lo cita, la “riqueza” se convierte en objeto de una ciencia especial, la economía, en el curso de los siglos XVII y XVIII. Lo hace, además, contemporánea y solidariamente con el surgimiento de otras dos ciencias: la lingüística, que se ocupa del objeto “sentido” (en el marco de la novedad objetual del habla/discurso) y de la biología, que se articula en torno del objeto “vida”. Escribe Foucault (1974):

El orden de las riquezas, el orden de los seres naturales se instauran y descubren en la medida en que se establecen entre los objetos de la necesidad, entre los individuos visibles, sistemas de signos que permiten la designación de las representaciones entre sí, la derivación de las representaciones entre sí, la derivación de las representaciones significativas con relación a las significadas, la articulación de lo representado, la atribución de ciertas representaciones a ciertas cosas. En este sentido, puede decirse que, para el pensamiento clásico, los sistemas de la historia natural y las teorías de la moneda y el comercio tiene las mismas condiciones de posibilidad que el lenguaje mismo (p. 201).

En rigor, a lo que Foucault alude es al proceso en cuyo curso la razón calculística en cuanto tal; esto es, el ordenamiento del mundo natural –y con ello su representación y su cognoscibilidad, cifrados desde el inicio de la Modernidad única y exclusivamente en el número y la forma, la matemática y la geometría–, debe ceder cierto espacio dentro del concierto de las ciencias a nuevos objetos de conocimiento que requieren ser representados a través de un dispositivo que haga justicia a su naturaleza, la cual apuntaría a su configuración como proceso o devenir y no como estado o como ser. Sin embargo, y esto ya no lo dice Foucault (1974), los nuevos saberes traicionan su programa en favor del orden, de un “continuo del ser” que, a pesar de su primitiva audacia, a pesar de reclamar “un espacio en el que se plantea la cuestión de las relaciones entre el sentido originario y la historia” (p. 205) termina recayendo en el canon de la representación “geométrica”, ordenadora, calculística y limitadamente clasificatoria.

Pues bien, esa es la primera manifestación del límite infranqueable de la economía política. Pero sólo la primera, ya que a su posición de discurso empirista y a su rendición al modelo de representación ordenadora, va a sumar el uso arbitrario y abusivo de la abstracción, a fijar sus objetos en el ámbito de la ahistoricidad y a fincarse en una forma primitiva, pero eficaz, de individualismo metodológico. Presente en prácticamente toda la obra de Marx –no olvidemos que su obra principal, El capital, lleva por subtítulo “Crítica de la economía política”– la crítica de los vicios y limitaciones específicamente epistemológicos de la economía política se concentra en el apartado tercero de la “Introducción a la crítica de la economía política” (1973c, pp. 191-225); un trabajo inédito realizado entre 1858 y 1859 que debería haber servido de introducción a la Contribución a la crítica de la economía política, obra en la que Marx expone y publica por primera vez el resultado general de sus estudios. Atendiendo a dicho texto es posible constatar que Marx no sitúa por ahora la discusión directa e inmediatamente en el horizonte de la epistemología, sino se mantiene en el ámbito de las demostraciones empíricas; es decir, no teoriza sobre la producción, la distribución, la circulación y el consumo, que son las materias que discuten los economistas, sino se limita a describir, críticamente, lo que éstos afirman. Lo que distingue el planteamiento de Marx no es entonces el material con el que es posible decir algo con sentido sobre la producción, la distribución, la circulación y el consumo de la riqueza social en la era capitalista, aunque tampoco puede serlo el hecho de concebirlos a través de su simple encadenamiento (hecho que sí afirman los economistas). La diferencia consiste en la forma en la que se concibe y expone dicho encadenamiento. Marx (1973c), versado en la dialéctica, no realiza dicha articulación como simple encadenamiento de elementos diversos, sino integrándolos como una totalidad orgánica.

El resultado a que llegamos no es que la producción, la distribución, el intercambio, el consumo, sean idénticos, sino al de que son todos elementos de una totalidad, diferenciaciones en el interior de una unidad (p. 211).

Pero los economistas eso no lo pueden ver, porque su método, objetivamente, les impide verlo. No pueden verlo porque tanto el individualismo metodológico como el uso acrítico de los principios lógicos de simplicidad y de identidad, el abuso de la abstracción metódica y el desprecio por la consideración histórico-concreta de los procesos económicos se apoyan en un limitado conjunto de principios epistémicos implícitos que inevitablemente determinan el carácter, tanto de las formas en las que se recuperan los datos observables de la realidad, como el conjunto de procesos metódicos bajo el que aquellos datos se ordenan, sistematizan y finalmente se comunican discursivamente. De ahí que el examen crítico del “método” de la economía política inicie con un sutil deslinde entre lo que sólo parece ser el método correcto y el que manifiestamente es correcto.

Cuando consideramos un país dado desde el punto de vista de la economía política, comenzamos por estudiar su población, la división de ésta en clases, su distribución en la ciudades, en el campo, en la costa marítima, en las diferentes ramas de la producción, la exportación y la importación, la producción y el consumo anuales, el precio de las mercancías, etcétera. Parece que el buen método consiste en comenzar por lo real y concreto, que constituyen la condición previa, efectiva (Marx, 1973c, p. 212).

Sin embargo, si se miran las cosas más de cerca ese método exhibe inevitablemente sus limitaciones.

La población es una abstracción si se omiten, por ejemplo, las clases de que está compuesta. Estas clases son, a su vez, una frase hueca si se hace caso omiso de los elementos sobre los cuales se basan: por ejemplo, el trabajo asalariado, el capital, etc. Éstos suponen el intercambio, la división del trabajo, los precios, etc. El capital, por ejemplo, no es nada sin el trabajo asalariado, sin el valor, sin el dinero, los precios, etc. (Marx, 1973c, p. 212).

Como resultado de esa forma de análisis tenemos, en primer lugar, una representación caótica del todo; es decir, una “figura mental” que no agrega ningún nuevo conocimiento al que desde la exterioridad se impone al observador. Aunque, en rigor, el error es doble. El primero consiste en considerar, a la manera del empirismo, que la realidad, el objeto de conocimiento, se manifiesta a un observador pasivo, dice Marx, “sin afeite alguno”; es decir, tal y como la realidad aparece y se refleja en la cabeza del observador, cuya mente es aquí una verdadera “tabula rasa”, lo que le deja como tarea, única, mirar cuidadosamente y no perder detalle alguno (Ilienkov, 1971, p. 87). El segundo error consiste en aplicar a cada uno de los objetos observados una categoría que en realidad no dice mucho, porque unos y otra permanecen en calidad de simples datos, fijos y aislados, que resultan de un proceso de abstracción en el que lo importante, que es el conjunto de relaciones sociales que los hacen posibles, no ha sido a su vez analizado, explicitado y acaso percibido. Este, sin embargo, es el método que, por mediación de Bacon y Locke, la Modernidad ha consagrado como el Novum Organon, como “el método”. Sobre ese hecho Eval Ilienkov (1971), autor ruso, escribe:

Los puntos de vista de Locke fueron el eslabón intermedio entre el empirismo filosófico inglés (con todas sus debilidades) y la teoría naciente de la riqueza. Por intermedio de Locke, la economía política ha adoptado los principios metodológicos fundamentales del empirismo, en particular el método exclusivamente analítico e inductivo y el punto de vista de la ‘reducción’ de los fenómenos complejos en sus componentes simples (p. 81).

Para Marx, en cambio, es necesario ir más allá de dichos componentes simples y de “abstracciones cada vez más tenues”. Más bien, a partir de ellas sería preciso rehacer el camino hacia atrás hasta llegar de nuevo a categorías complejas como la población, pero ahora éstas ya no serían “la representación caótica de un todo”, sino una rica totalidad de determinaciones y el cuadro general de sus numerosas relaciones. Escribe Marx (1973c):

Los economistas del siglo XVII, por ejemplo, comienzan siempre por una totalidad viva: población, nación, Estado, varios Estados: pero siempre terminan por separar por medio del análisis varias relaciones generales abstractas, determinantes, tales como el trabajo, la división del trabajo, la necesidad, el valor de cambio, para elevarse hasta el Estado, los intercambios entre naciones y el mercado mundial. Este último método es, manifiestamente, el método científico correcto. Lo concreto es concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones, y por lo tanto unidad de la diversidad. Por eso aparece en el pensamiento como proceso de síntesis, como resultado, no como punto de partida, aunque sea el verdadero punto de partida y por consiguiente asimismo, el punto de partida de la visión inmediata y de la representación. El primer proceso ha reducido la plenitud de la representación a una determinación abstracta; con el segundo las determinaciones abstractas conducen a la reproducción de lo concreto por el camino del pensamiento (p. 213).

A partir de aquí, advierte Marx, hay que evitar un tercer error, el que representa el idealismo y su consideración de un sujeto capaz de generar, a partir de sí mismo, los contenidos de la realidad. El hecho de que en el pensamiento lo concreto aparezca ahora como resultado, aunque sea el verdadero punto de partida, ha provocado que el “lado activo” de la relación sujeto-objeto aparezca como el verdadero factótum de la realidad: “Por eso cayo Hegel en la ilusión de concebir lo real como resultado del pensamiento, que se concentra en sí mismo, se profundiza en sí mismo, se mueve en sí mismo” (Marx, 1973c, p. 213). Por el contrario, lo concreto “que es síntesis de múltiples determinaciones” no es lo concreto mismo, sino lo concreto pensado; esto es: el resultado del conjunto de procedimientos aprehensivos y cognoscitivos que en el curso del desarrollo de una disciplina como la economía política se han apropiado de la realidad y la han reducido a concepto. Los conceptos, como representaciones mentales de lo concreto son, pues, productos del pensamiento, pero lo concreto no es en modo alguno producto del concepto.

El todo, tal como aparece en el espíritu como una totalidad pensada, es un producto del cerebro pensante, que se apropia del mundo de la única manera que le es posible, de una manera que difiere de la apropiación de ese mendo por el arte, la religión, el espíritu práctico (Marx, 1973c, p. 214).

Para Marx, las categorías a través de las cuales el pensamiento se apropia de la realidad la interpretan y eventualmente participan como “momento teórico” de su trasformación; son resultado de un proceso que nada tiene que ver con una “deducción trascendental”, sino con la historia y con la vida práctica.

Crítica del socialismo

A diferencia de la filosofía o la economía política, el socialismo no es en principio una disciplina teórica en sentido estricto, sino un abigarrado conjunto de discursos y prácticas en los que se resumen y representan las ideas que sobre la libertad, la igualdad y la justicia han enarbolado la mayoría de los movimientos político-sociales que desde los inicios del siglo XIX reclamaron el cumplimiento estricto de los postulados de la Revolución francesa, o bien aquellos que insistían en la necesidad de una nueva revolución, capaz no sólo de cumplir el programa liberal-democrático de la burguesía francesa revolucionaria sino el propio de las clases desposeídas, los jornaleros, los campesinos pobres y el proletariado urbano, especialmente este último. Es por ello que bajo el mismo nombre, “socialismo”, es posible inscribir tanto los programas de mejora social que aquellas clases o sus representantes fueron capaces articular –desde que cayeron en cuenta que la burguesía había dejado de ser una clase revolucionaria y que dentro de su proclamas de libertad, igualdad y fraternidad no cabían los desposeídos–, como las experiencias prácticas y los resultados concretos, la memoria viva, de los movimientos sociales reivindicativos que no habían dejado de sucederse a lo largo y ancho de Europa a partir, y aun desde el seno mismo, del proceso revolucionario francés.

Así, las palabras que Engels (1963) escribiera sobre el socialismo en 1877 siguen siendo pertinentes respecto de lo que, en sus inicios, distinguió al discurso crítico-político de Marx de otros discursos contemporáneos:

El socialismo moderno es, en primer término, por su contenido, fruto del reflejo en la inteligencia, por un lado, de los antagonismos de clase que imperan en la moderna sociedad entre poseedores y desposeídos, capitalistas y obreros asalariados, y, por otro lado, de la anarquía que reina en la producción. Pero, por su forma teórica, el socialismo empieza presentándose como una continuación, más desarrollada y más consecuente, de los principios proclamados por los grandes pensadores franceses del siglo XVIII. Como toda nueva teoría, el socialismo, aunque tuviera sus raíces en los hechos materiales económicos, hubo de empalmar, al nacer, con las ideas existentes (p. 118 ).

Este hecho, el tener que “empalmar” con las ideas existentes es, justamente, lo que le exige a Marx realizar un urgente deslinde y una severa crítica. Ni más ni menos porque esas ideas son propias de otra circunstancia y adecuadas a otros pendientes revolucionarios muy distintos de los que enfrenta el proletariado al promediar el siglo XIX. Principalmente, porque aquellas han sido pensadas originalmente en la perspectiva de las luchas de clase de la burguesía frente a dos formidables antagonistas históricos: la monarquía y la nobleza terrateniente, en la que la primera sustenta su poder político y económico; razón sumamente poderosa para que esas ideas deban ser perentoriamente revisadas y puestas a prueba en las nuevas circunstancias, dado que desde inicios del siglo XIX el eje principal de las luchas de clases se ha desplazado del par antagónico nobleza-burguesía al enfrentamiento abierto y cada día más evidente entre la burguesía y el proletariado, el que no ve todavía con la claridad debida que las consignas de libertad, igualdad y fraternidad se refieren exclusivamente a la libertad burguesa, la igualdad burguesa y la fraternidad burguesa. Leemos en el Manifiesto del Partido Comunista:

En general, las colisiones en la vieja sociedad favorecen de diversas maneras el proceso de desarrollo del proletariado. La burguesía vive en lucha permanente: al principio, contra la aristocracia; después contra aquellas fracciones de la misma burguesía cuyos intereses entran en contradicción con los progresos de la industria, y siempre, en fin, contra la burguesía de todos los demás países. En todas esas luchas se ve forzada a apelar al proletariado, a reclamar su ayuda y a arrastrarle así al movimiento político. De tal manera la burguesía proporciona a los proletarios los elementos de su propia educación, es decir, armas contra ella misma (Marx y Engels, s/f, p. 40).

Pero una cosa es favorecer el desarrollo político del proletariado o aun proporcionarle algunas “armas críticas”, como pueden serlo las ideas de los filósofos franceses del siglo XVIII, y otra muy distinta es que al proletariado le sea posible edificar una postura y un discurso propio con y a partir de aquellas mismas armas. Esa es la razón por la que, a la par de sus estudios sobre economía o sus encuentros críticos con las filosofías idealistas o materialistas, Marx establece un continuo y radical enfrentamiento crítico-político contra todas aquellas manifestaciones prácticas y discursivas que alejan al proletariado de la claridad y la audacia que requieren sus tareas revolucionarias; manifestaciones que se ostentan, todas ellas, como “socialistas”. En el apartado III del Manifiesto, que lleva por título: “Literatura socialista y comunista” están contenidos tanto el diagnóstico crítico de los postulados generales de aquellos socialismos como el señalamiento enfático de sus limitaciones teóricas y políticas, las que cifra Marx, básicamente, en una inadecuada, incompleta y en ocasiones absolutamente irrealizable articulación entre la teoría y la práctica. Pero esa inadecuación no tiene que ver con un simple error de apreciación o cálculo, sino, una vez más, con la permanencia de la conciencia socialista en un horizonte de aprehensión y expresión cognoscitiva que no ha sido capaz de dejar atrás los límites e inconsecuencias que aquejan al conjunto del discurso teórico burgués. O bien, lo cual es todavía más peligroso, cuando la relación teoría-práctica se orienta hacia la conservación del propio régimen burgués, donde el socialismo aparece como el capítulo “humanitario” del programa de dominio capitalista.

En el primer caso lo que constata Marx se puede calificar como ignorancia, incultura y una escasa experiencia de lucha que todavía no es capaz de expresarse en un lenguaje propio:

El proletariado pasa por diferentes etapas de desarrollo. Su lucha con la burguesía comienza con su surgimiento. Al principio, la lucha es entablada por obreros aislados. Después, los obreros del mismo oficio de la localidad en contra del burgués individual que los explota directamente. No se contentan con dirigir sus ataques contra las relaciones burguesas de producción, y los dirigen contra los mismos instrumentos de producción: destruyen las mercancías extranjeras que les hacen la competencia, rompen las máquinas, incendian las fábricas, intentan reconquista por la fuerza la posición perdida del artesano en la Edad Media (Marx y Engels, s/f, pp. 38-39).

En el segundo, empero, lo que encuentra es, por una parte, una suerte de radicalización de la misma ideología burguesa a través de la propuesta de un elenco de “mejoras” en las condiciones de vida del proletariado, sin que ello signifique violentar el marco de las relaciones económico-políticas burguesas; por otra, la que entiende que la emancipación del proletariado y la verdadera justicia social no pueden darse en el seno del régimen burgués, pero cuya realización se entrampa en propuestas de orden romántico e utópico, por cuanto sus propuestas se fundan todas ellas en la imaginación y las buenas intenciones, mientras desconocen la “base real” sobre la que es posible, o no, construir una alternativa verdaderamente socialista.

Este examen crítico de las posturas socialistas conserva como peculiaridad teórico-práctica el ser, él mismo, un ejercicio radical del nuevo horizonte de aprehensión y expresión cognoscitiva pergeñado por Marx en las Tesis sobre Feuerbach, pero, además, es al mismo tiempo un factor imprescindible en la configuración materialista, histórica y dialéctica de aquel dispositivo. No se trata, en el caso del socialismo, de un anexo externo, de una aplicación sin más, sino de una verdadera “fuente” del pensamiento marxiano, en tanto la crítica teórica, pero sobre todo el deslinde práctico con las formas primitivas y limitadas de socialismo es lo que va a confrontar a Marx con la “verdad” y la “terrenalidad” de sus propias ideas. Pensemos, antes de entrar de lleno al análisis del Manifiesto en tres obras emblemáticas del periodo inmediato anterior: La sagrada familia (Marx y Engels, 1967), de 1845, La ideología alemana (Marx y Engels, 1973), de 1846, y la Miseria de la filosofía (Marx, 1970b), de 1847; ahora, para ubicar y aprehender el sentido que le da Marx a su crítica, recuperemos exclusivamente lo que revelan sus subtítulos. El correspondiente a La sagrada familia es “Crítica de la crítica crítica”, contra Bruno Bauer y consortes, y se dirige a fustigar el radicalismo puramente declarativo de la izquierda hegeliana y su concepto abstracto y vacío de revolución, su debilidad por la mística y su desenlace en el “misterio”; todos ellos vicios provenientes de su incapacidad para dejar atrás el idealismo y para entender el momento histórico por el que atraviesa la lucha de clases en Alemania.

Por su parte La ideología alemana exhibe un subtítulo muy largo, pero más explícito: “Crítica de la novísima filosofía alemana en las personas de sus representantes Feuerbach, B. Bauer y Stirner, y del socialismo alemán en las de sus diferentes profetas”. El sarcasmo es tan patente como en la primera obra, pero se añade algo crucial, se trata de un crítica del “socialismo alemán” y de quienes en calidad de “profetas” lo representan; aquí, sin perder de vista los señalamientos críticos ya plasmados en La sagrada familia sobre la fuga mística y mesiánica de los “socialistas” alemanes, hay que recordar que, además de ser La ideología alemana el primer trabajo extenso en donde se ofrecen los pormenores de la concepción materialista de la historia, en un capítulo expreso sobre el comunismo se exponen y critican tanto las limitaciones del materialismo francés del siglo XVIII como las propias del empirismo inglés, por lo que podemos subrayar el hecho de que, desde sus primeros esbozos, el comunismo no es sólo una propuesta política y económica de organización social, sino, al mismo tiempo, una crítica de la ideología socialista y de la filosofía y la economía política burguesas. Por último, acudamos a Miseria de la filosofía: respuesta a la filosofía de la miseria del señor Proudhon (Marx, 1970b), cuya claridad y concisión no ofrece dificultades: se trata de criticar la obra del “señor” Proudhon, quien pretende fundar, en Hegel, su idea de revolución y socialismo, pero además de la crítica a Proudhon –a la sazón inobjetable y prestigioso guía teórico y práctico del movimiento obrero parisino– como muy deficiente lector de textos de economía política. Como la lectura de las tres obras puede constatarlo (en el caso de las dos primeras Marx todavía escribe al alimón con Engels), lo que Marx ubica en su mirada crítica son, evidentemente, las relaciones de la teoría y la práctica; es decir, el fondo de ideas filosóficas que han precedido y sirven de soporte teórico a la escandalosa pero poco efectiva introducción del pensamiento social y los asuntos de la revolución en la ensayística alemana y francesa, incluida aquí esta última, representada por Proudhon, debido a que este autor, volcado por entonces a la lucha político-organizativa del proletariado, presume un fundamento hegeliano en su propia doctrina.

Y ese es justamente el punto. Toda acción política, toda práctica transformadora tiene, inevitablemente, un origen doble: por una parte el que proviene del desarrollo que en un momento dado presenta la lucha de las clases del proletariadoel carácter de sus experiencias y el grado de su conciencia –se traduzca o no en un discurso que rebase lo meramente informativo o propagandístico–, por otra, un fondo de ideas que, de una manera u otra, expresan, o tratan de expresar, la necesidad, el sentido y eventualmente el destino de esas luchas. El problema es que, respecto de lo primero; es decir, de la expresión discursiva, espontánea y directa de los movimientos obreros, Marx constata una ausencia, un vacío que debe ser colmado con una expresión y un discurso propios: de ahí que lo postulado por las Tesis en función de la praxis revolucionaria sea un programa, una tarea por cumplir. Sin embargo, respecto de lo segundo, lo que existe no es un vacío, sino lo contrario, una alarmante saturación que, por el hecho de tener lugar “en los dominios del pensamiento puro” (Marx y Engels, 1973, p. 15) es absolutamente inhábil como discurso para la revolución, pasando de la inhabilidad a lo nocivo cuando tales excesos doctrinarios pretenden ilustrar una vía y guiar una práctica de suyo necesaria y urgente, como debería serlo el socialismo.

De esta forma, la crítica al socialismo es desde su origen un elemento estructural de la crítica a la filosofía, a la economía política y a las formas consagradas de la historia burguesa. De hecho, porque aquellas cuatro “fuentes” permanecen en todo momento firmemente articuladas, es posible nombrar a la nueva ciencia esbozada por Marx: “Concepción materialista de la historia”, y concebir su programa como teoría materialista y dialéctica de la sociedad capitalista y de sus transformaciones históricas; es decir, como ciencia de las transformaciones que por efecto de la praxis social, incluidas las revoluciones, dan vida y perfil a la totalidad social capitalista y permiten su relevo por una nueva forma de “sociedad de hombres libres”. Volvamos ahora al Manifiesto.

La crítica al socialismo se organiza en tres momentos, por tratarse de las tres formas básicas que desde décadas atrás ha adoptado esta doctrina política y social: a) el socialismo reaccionario –dividido en socialismo feudal, socialismo pequeñoburgués y socialismo alemán o “verdadero”–, b) el socialismo conservador o burgués y c) el socialismo crítico-utópico, al que Marx y Engels agregan el comunismo, igualmente crítico-utópico. En general, el socialismo reaccionario comparte en sus tres manifestaciones el hecho de que no es postulado por el proletariado o las clases desposeídas, sino por señores feudales en desgracia, o pequeñoburgueses condenados a la ruina que ven peligrar su estatus con el avance del capitalismo, o bien intelectuales que “luchan” contra el atraso general de sus países exclusivamente con las armas de la “literatura” y de la “propaganda”.

Aunque hay, entre ellos, matices importantes. Mientras el socialismo feudal, cuyo vehículo principal es la sátira o el folklor, paulatinamente se apaga y desliza hacia el ridículo –al tiempo que declina la clase que lo anima–, el socialismo reaccionario pequeñoburgués representa un movimiento vivo y relativamente fuerte, en tanto se asocia a una clase todavía numerosa y beligerante o, en algunos casos, cuando para parecer aún más fuerte, adopta oportunista y transitoriamente los intereses del proletariado. Leamos a Marx y Engels (s/f):

En países como Francia, donde los campesinos constituyen bastante más de la mitad de la población, era natural que los escritores que defendiesen la causa del proletariado contra la burguesía, aplicasen a su crítica del régimen burgués el rasero del pequeñoburgués y del pequeño campesino, y defendiesen la causa obrera desde el punto de vista de la pequeña burguesía (pp. 56-57).

Este socialismo, empero, en el plano del discurso ha analizado sagazmente las contradicciones de la sociedad burguesa, ha desnudado la hipocresía de los economistas, ha descrito con puntualidad el conjunto de calamidades que acarrea la implantación del régimen capitalista de producción y cambio en todas las esferas de la vida económica y social.

Sin embargo el contenido positivo de ese socialismo consiste, bien en su anhelo de restablecer los antiguos medios de producción y de cambio, y con ellos las antiguas relaciones de propiedad y toda la sociedad antigua, bien en querer encajar por la fuerza los medios modernos de producción y cambio en el marco de las antiguas relaciones de propiedad, que ya fueron rotas, que fatalmente debían ser rotas por ellos. En uno u otro caso, este socialismo es a la vez reaccionario y utópico (Marx y Engels, s/f, p. 48).

El caso del socialismo alemán o “verdadero” es quizás el más fuertemente criticado por Marx y Engels y cuya crítica aporta más elementos de orden filosófico. El origen de este socialismo se ubica, políticamente, en las primeras contradicciones de clase entre la burguesía y el atrasado orden feudal en el que permanecía Alemania, pero ha sido nutrido teóricamente en el pensamiento revolucionario francés del siglo XVIII sin percatarse que las condiciones reales de ambas naciones y la diferencia de tiempos provocan que su reproducción acrítica resulte un despropósito.

Filósofos, semifilósofos e ingenieros de salón alemanes se lanzaron ávidamente sobre esta literatura; pero olvidaron que con la importación de la literatura francesa no habían sido importadas a Alemania, al mismo tiempo, las condiciones sociales de Francia. En las condiciones alemanas, la literatura francesa perdió toda significación práctica inmediata y tomó un carácter puramente literario (Marx y Engels, s/f, pp. 58-59).

Se trataba, pues, de buscar el acuerdo entre las nuevas ideas francesas y la vieja conciencia filosófica alemana, lo que trajo como resultado una larga cadena de absurdos denunciados profusamente en La sagrada familia La ideología alemana.

Sin embargo, el interés que provoca la denuncia marxiana va más allá de la anécdota en sí misma, por cuanto pone de relieve la pertinencia de algunos de los postulados del materialismo histórico, principalmente la tesis que enuncia que no es la cabeza de los hombres lo que determina su conciencia, sino el ser social; es decir, el conjunto de relaciones sociales y el grado de desarrollo de sus condiciones materiales de existencia es lo que determina esa conciencia. De modo que el socialismo alemán, o “verdadero”, al ignorar por completo el juego de fuerzas sociales en el que se desarrollan las luchas de clase, termina siendo cómplice de la reacción. En este caso, se trata de una lucha que todavía no enfrenta a burgueses y proletarios, sino a burgueses y estamentos feudales y pequeñoburgueses que veían tanto en el socialismo “verdadero”, aunque éste fuera en realidad un espantajo, como en la misma burguesía, dos enemigos en los que descargar toda su furia reaccionaria.

Con ello, tal socialismo no sólo metió a la burguesía alemana en un predicamento, sino saboteó toda alianza estratégica entre aquella y el proletariado.

De esta suerte, ofreciósele al “verdadero” socialismo la ocasión tan deseada de contraponer al movimiento político [democrático-burgués] las reivindicaciones socialistas, de fulminar los anatemas tradicionales sobre el liberalismo, contra el Estado representativo, contra la concurrencia burguesa, contra la libertad burguesa de prensa, contra el derecho burgués, contra la libertad y la igualdad burguesas y de predicar a las masas populares que ellas no tenían nada que ganar, y que más bien perderían todo en este movimiento burgués. El socialismo alemán olvidó muy a propósito que la crítica francesa, de la cual era un simple eco insípido, presuponía la sociedad burguesa moderna, con las correspondientes condiciones materiales de vida y una constitución política adecuada, es decir, precisamente las premisas que todavía se trataba de conquistar en Alemania (p. 60).

Sobre el socialismo conservador o burgués, Marx y Engels tampoco se hacen ilusiones. Su crítica se dirige al hecho de que, tras una fachada meramente declarativa en favor de la justicia y en contra de la miseria en la que realmente se debate la clase obrera, predican más régimen burgués, mayores ventajas para los capitalistas, de quienes se apela ya sea a su lado filantrópico o a las medidas administrativas que, sin dejar de lado la forma básica de su dominio económico, generen una sociedad más justa. Reproducimos las palabras con las que se describen estos socialistas porque, además de precisas, parecen haber sido escritas para las condiciones de la sociedad contemporánea:

Una parte de la burguesía desea remediar los males sociales con el fin de consolidar la sociedad burguesa. A esta categoría pertenecen los economistas, los filántropos, los humanitarios, los que pretenden mejorar la suerte de las clases trabajadoras, los organizadores de la beneficencia, los protectores de animales, los fundadores de las sociedades de templanza, los reformadores domésticos de toda laya. Y hasta se ha llegado a elaborar este socialismo burgués en sistemas completos. Citemos como ejemplo la Filosofía de la miseria de Proudhon (Marx y Engels, s/f, p. 60).

Mas lo que la crítica revela es que estos socialistas “quieren la burguesía sin el proletariado”. Aun en su forma radicalizada, la que postula la necesidad de trasformar las condiciones de vida del proletariado, apela a reformas administrativas o mayores beneficios económicos, pero renuncia de manera explícita a la única vía por la que es posible la reivindicación integral de la clase obrera: la revolución social.

Finalmente, el socialismo y el comunismo crítico utópicos, por la profundidad de sus planteamientos y por la raigambre que llegan a adquirir en el seno de los movimientos sociales pueden ser considerados como la “fuente” socialista del marxismo a la que se refiere Lenin. Se trata, en sentido estricto, de verdaderos sistemas de ideas que en algunos casos se llevan a la práctica, y que dan cuenta tanto de los antagonismos de clase como de las formas destructivas y enajenantes en las que actúa la sociedad dominante. Llegan, incluso, a imaginar toda una ciencia social y unas leyes sociales capaces de explicar, tanto los antagonismos de clase, como los rudimentos de una sociedad futura en la que no se tenga que padecerlos. Pero cometen dos faltas básicas: por una parte “no advierten del lado del proletariado ninguna iniciativa histórica, ningún movimiento político propio” y, por otra, piensan que las “leyes” sociales que sus ciencias establecen son tan inexorables que tarde o temprano las cosas, por sí mismas, van a resolverse del lado de la libertad, la paz y la justicia.

En lugar de la acción social tienen que poner la acción de su propio ingenio; en lugar de las condiciones históricas de la emancipación, condiciones fantásticas; en lugar de la organización gradual del proletariado en clase, una organización de la sociedad inventada por ellos. La futura historia se reduce para ellos a la propaganda y ejecución práctica de sus planes sociales (Marx y Engels, s/f, p. 63).

Se trata de socialistas cuya honradez y buenas intenciones están fuera de toda duda como Saint-Simón, Fourier, Owen, cuyas obras encierran asimismo múltiples elementos críticos y atacan todas las bases de la sociedad existente. Son notables sus ideas sobre la supresión de la división entre la ciudad y el campo, la abolición de la familia, la abolición de la propiedad y la ganancia privadas, así como del trabajo asalariado; postulan la armonía social y la transformación del Estado moderno en un simple aparato administrativo. Pero tampoco aciertan a articular sus ideas con las condiciones reales en las que se desenvuelven las luchas de clase, mientras el proletariado, al que pretender redimir, aparece en su horizonte como un pupilo, alguien a quien ellos deben dirigir. Por ello se oponen a toda acción política y a toda lucha revolucionaria, reivindicando, en cambio, el pacifismo y el ejemplo, mismo que llevan a cabo por medio de algunos experimentos sociales como los Falansterios de Fourier, los Home-colonies de Owen o la Icaria de Cabet; mismos que, concluye Marx, fracasan siempre. A partir del señalamiento crítico de su noción de “ley social”, pero igualmente de su resistencia a entender el papel activo del proletariado en su propia liberación, no es aventurado afirmar que es a este socialismo, junto con sus antecedentes materialistas e ilustrados, al que se refiere la Tesis III sobre Feuerbach:

La doctrina materialista acerca de la transformación de las circunstancias y de la educación olvida que las circunstancias deben ser transformadas por los hombres y que el propio educador debe ser educado. Tiene por tanto que dividir la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de ella (Marx citado en Echeverría, 1975, p. 61).

Pero finalmente, además de los defectos señalados, las tesis de estos socialistas “tampoco tiene más que un sentido puramente utópico”.

He aquí por qué si en muchos aspectos los autores de estos sistemas eran revolucionarios, las sectas formadas por sus discípulos son siempre reaccionarias, pues se aferran a las viejas concepciones de sus maestros, a pesar del ulterior desarrollo histórico del proletariado […] Poco a poco van cayendo en la categoría de los socialistas reaccionarios o conservadores descritos más arriba y sólo se distinguen de ellos por una pedantería más sistemática y una fe supersticiosa y fanática en la eficacia milagrosa de su ciencia social (Marx y Engels, s/f, p. 65).

Epílogo

Un cierto resabio de moral filistea que a lo largo de más de 150 años ha quedado adherido en la conciencia de los marxistas les ha impedido aceptar (“¡No vaya a enterarse la gente decente!”) el hecho de que para Marx, y para todo pensamiento verdaderamente revolucionario, hubiera sido imposible salir del cerco del saber burgués si no se rompen algunas reglas, si no se va decididamente más allá de sus limitaciones a través de ciertas prácticas “ilícitas”, si no se comete decididamente alguna transgresión. Aún anclados en la idea de que cuando hablamos de marxismo nos estamos refiriendo a una ciencia “seria”, ya sea ésta la “ciencia de la Historia” o la “ciencia de las leyes del desarrollo económico-material”, se agazapa el sentimiento de que, sin esas prendas, al marxismo le faltaría respetabilidad, pero no olvidemos que Engels alguna vez afirmó que “en alemán, respetabilidad se dice filisteísmo”.

En realidad, discutir si las teorías desarrolladas por Marx a lo largo de su vida son o no son una ciencia no es algo que de verdad importe, al margen del sentido que en términos históricos y políticos seamos capaces, aquí y ahora, de imprimirles. En todo caso, y de acuerdo con el propio testimonio de Marx, él ha pretendido en todo momento “proceder científicamente” y sin lugar a duda así lo ha hecho, sin que necesariamente el resultado del proceso sea una nueva ciencia, sino, más bien, la crítica radical de toda forma de cientificidad afirmativa. Pero, ¿se puede proceder científicamente y no actuar contemporáneamente dentro del marco de “una ciencia”? Nuestra respuesta es sí, debido a que pensamos en una ciencia que no es, por ningún motivo, como “las demás”. Porque Marx, que en efecto en obras tan disímiles como El capital, Teorías de la plusvalía El dieciocho brumario de Luis Bonaparte “procede científicamente”, también actúa en los márgenes y hace, con escandalosa ostentación, todo aquello que en el marco de lo que habitualmente entendemos por ciencia “no se debe hacer”, y lo hace porque de hacer “lo que se debe” en el mismo horizonte del conocimiento burgués al que su quehacer se enfrenta, solamente reproduciría sus hallazgos.

Por ello lo que anima de inicio a fin el discurso de Marx es la crítica, pero no la crítica erudita dirigida a tal o cual detalle o inconsistencia exclusivamente lógica o metodológica, sino aquella que pone en crisis el saber burgués porque se articula indisolublemente con la lucha política, con la lucha de clases del proletariado revolucionario.

Escribe Bolívar Echeverría en su peculiar lenguaje: la crítica es el único modo adecuado que puede adoptar la construcción científica de un saber proletario revolucionario en las condiciones de subcodificación o normación apologética impuesta en beneficio propio por el modo capitalista de la reproducción social a la producción/ consumo de significaciones en general (Echeverría, 1975, p. 48).

Esto es: la crítica, la transgresión, el “mal uso” del saber burgués –innegable “fuente” y referente del saber proletario–, es la única posibilidad de burlar el cerco de su dominio en el plano de la producción de mensajes tanto científicos como ideológicos.

Y [ese mal uso] sólo puede consistir en la composición de su propio saber en tanto que negación inmediata del saber capitalista o construcción sistemática de lo que no puede ser sabido por el saber adquirido de manera capitalista (p. 49).

Finalmente, eso que “no puede ser sabido” por el saber burgués es, precisamente, el saber que anuncia y prepara la desaparición del régimen burgués como efecto de una transformación revolucionaria.

Notas

1 Universidad de Guanajuato.

2 Al respecto escribe Louis Althusser conservando, empero, un dejo de ironía: “Si la filosofía experimenta la necesidad, o mejor aún, se encarga de hablar y de consignar lo que tiene que decir en tratados separados identificables, es porque considera –en su íntima convicción histórica– que tiene una tarea irremplazable que cumplir. Esta tarea es decir la Verdad sobre todas las prácticas e ideas humanas. La filosofía considera, en su íntima convicción histórica, que nada ni nadie puede hablar en su nombre, y que si ella no existiera al mundo le faltaría su Verdad. Porque para que el mundo exista es preciso que la Verdad sea dicha. Esta verdad es el logos, o el origen, o el sentido. Y como existe una identidad originaria entre el logos y el decir (entre logos y legein, entre Verdad y discurso); dicho de otra manera, como la existencia específica del logos no es la materialidad o la práctica o cualquier otra forma, sino el decir, la voz, la palabra, por esto, para hacer conocer el logos, consiguientemente, la Verdad, sólo hay un medio, la forma del discurso. Esta intimidad entre el logos y el decir hace que la Verdad, el logos, sólo pueda ser encerrado o recogido y ofrecido enteramente en el discurso de la filosofía. […] Por lo tanto, está claro que su discurso no es un medio ni un intermediario entre ella y la verdad, sino que [la filosofía] es la presencia misma de la Verdad como logos” (Althusser, 1980, p. 12).

3 Estas expresiones, sinónimos de transgresión, pertenecen a Bolívar Echeverría (1986). Véase “Definición de discurso crítico”.

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