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El silencioso declive de la socialdemocracia belga

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JACOBIN
Traducción: Florencia Oroz

Sindicatos fuertes, un Estado laberíntico y el bloqueo político impidieron a los neoliberales belgas aplicar reformas en los años setenta. Pero cuando la economía entró en crisis, el Partido Católico convenció a los sindicatos para que aceptaran la austeridad y los recortes salariales.

Wilfried Martens y Ronald Reagan en la Casa Blanca en 1985. (Diana Walker / Getty Images)

Muchos, incluidos los propios belgas, fruncirían el ceño ante la idea de que Bélgica pudiera calificarse de «neoliberal». Hay buenas razones para tal escepticismo. El sistema de seguridad social belga es relativamente generoso. En 2022, el Comparative Welfare Entitlements Project lo situó en segundo lugar, justo después de Noruega. Los datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico de 2022 sitúan a Bélgica en cuarto lugar en gasto público social como porcentaje del PIB (29%, empatada con Finlandia), solo superada por Francia (31,6%), Italia (30,1%) y Austria (29,4%).

Bélgica es también uno de los últimos países europeos en los que sigue vigente la indexación salarial automatizada, lo que protege a la mayoría de los trabajadores de las recientes sacudidas inflacionarias. Por lo tanto, afirmar que Bélgica ha tenido su propio giro «neoliberal» puede resultar chocante.

Bélgica, además, carece de políticos claramente «neoliberales». Es cierto que Guy Verhofstadt —que saltó a la fama en el mundo anglófono como animador de la UE durante el referéndum británico sobre el Brexit— ha sido apodado «Baby Thatcher». En 1982, como flamante presidente del Partido Liberal Flamenco (Partij voor Vrijheid en Vooruitgang, PVV), alineó al partido con la ortodoxia reaganiana. Sin embargo, fue un proceso gradual; sus cuatro Burgermanifesten («Manifiestos ciudadanos») entre 1989 y 2006 esbozaron las transiciones ideológicas del partido durante un periodo más largo. Recién en 1999 Verhofstadt arrebató el cargo de primer ministro al partido católico —tras más de cinco décadas de gobierno ininterrumpido— para formar una mayoría anticatólica sin precedentes en la historia. Sin embargo, para entonces, la mayor parte de las privatizaciones y la disciplina económica que pretendía implantar ya se habían convertido en norma.

El año 1982 fue, de hecho, un punto de inflexión para Bélgica, no por el ascenso de Verhofstadt al poder dentro del PVV, sino por la formación de la coalición católico-liberal, el quinto gobierno presidido por el católico Wilfried Martens, del partido católico flamenco (Christelijke Volkspartij, CVP). Este gobierno eludió al parlamento mediante un procedimiento de urgencia, utilizando su poder ejecutivo para aplicar la austeridad y garantizar el estancamiento salarial. Introdujo una nueva política de disciplina económica y transformó las relaciones entre la política y el Estado del bienestar. Si queremos entender el giro neoliberal en Bélgica, debemos identificar las causas y consecuencias de los cambios políticos de Martens.

Pero para destacar la relevancia del quinto gobierno de Martens necesitamos una definición de neoliberalismo que no haga referencia ni al austriaco Friedrich Hayek ni al estadounidense Milton Friedman, los clásicos pensadores asociados con el proyecto neoliberal en el mundo anglófono. El reciente libro del historiador estadounidense Fritz Bartel , The Triumph of Broken Promises, ofrece una poderosa alternativa a este marco dominante. Allí, Bartel describe cómo la crisis de los años setenta puso a prueba el Estado del bienestar tanto en el Occidente capitalista como en el Oriente socialista. Quedó claro que ambos bloques de poder ya no podían continuar con sus promesas de prosperidad creciente.

La disciplina económica parecía la única respuesta posible. Los políticos se esforzaron por aplicarla sin comprometerse políticamente, porque la austeridad significaba socavar el contrato social sobre el que se había construido el consenso de posguerra. Lo que los responsables políticos necesitaban era una fuerza política que pudiera hacer lo que ellos, por sí solos, no podían justificar: romper promesas. La imposición de la nueva disciplina tuvo éxito en Occidente mediante la aplicación de políticas neoliberales, pero fracasó en el Este. Sin embargo, con la caída de la Unión Soviética, el contrato social que prometía una creciente prosperidad para todos también se rompió allí.

Encontrar la fuerza política adecuada para romper la promesa de una prosperidad cada vez mayor fue especialmente difícil para los políticos belgas. Como primer país industrializado del continente europeo, la temprana industrialización y proletarización de Bélgica dio lugar a una larga historia de movimientos políticos que crearon diversas instituciones de seguridad social antes de 1945. Con el «Pacto Social» de 1944, el Estado formalizó y subvencionó un sistema de seguridad social, pero los socialdemócratas y los católicos se resistían a perder el control que ejercían sobre sus propias instituciones clientelares de bienestar. Acogieron favorablemente la financiación, pero lucharon por mantener el control sobre ellas. Esto limitó el poder del Estado para interferir en el funcionamiento de amplios sectores de la economía, pero también limitó la capacidad de los políticos para disciplinar a los trabajadores.

Además, los arquitectos del sistema de bienestar tenían estrechos vínculos con los partidos políticos que apoyaban el nuevo orden social. Los «interlocutores sociales», especialmente los sindicatos de masas, ejercían un poder considerable dentro del establishment partidario. Los partidos socialdemócratas y católicos mediaron políticamente en sus demandas y las convirtieron en política. Y el hecho de que los trabajadores siguieran siendo fuertes durante la posguerra significaba que los partidos que habían ayudado a establecer el Estado del bienestar tendrían que luchar para disciplinar a los trabajadores.

Todo ello influyó en la estrategia política del giro neoliberal belga. En Gran Bretaña, un Partido Conservador que operaba a cierta distancia del Estado del bienestar podía prometer eliminar las barreras que habían impedido a los gobiernos laboristas desmantelar la regulación keynesiana. No ocurrió lo mismo en Bélgica. Allí, el partido católico flamenco, firmemente arraigado en el Estado del bienestar, no podía cuestionar de forma creíble el sistema que había ayudado a crear. En consecuencia, la política de confrontación de Margaret Thatcher y Ronald Reagan era imposible.

El PVV de Verhofstadt no era lo suficientemente influyente como para romper por sí solo el poder de los «partidos del bienestar». No podía gobernar sin los católicos. Pero fue a través de los cambios políticos dentro de este partido como se abrió un espacio dentro del sistema político belga para romper con la ortodoxia.

La lucha contra el Estado del bienestar (1973-1977)

Las crisis del petróleo bajo Nixon a principios de la década de 1970 expuso a los políticos las amenazas de la globalización capitalista, así como la interdependencia económica de su nación. El mercado mundial estaba convulsionado porque los precios del petróleo aceleraron rápidamente la inflación general y obstaculizaron el crecimiento. En una economía mundial globalizada y competitiva, aquellas eran malas noticias para Bélgica. Como país pequeño con un mercado interior limitado, dependía en gran medida de los mercados extranjeros tanto para las importaciones como para las exportaciones. La estanflación sumió al país en una profunda crisis económica.

En aquel momento, Bélgica atravesaba una transición económica que desplazó las principales actividades económicas del país del sur francófono (Valonia) al norte neerlandófono (Flandes). Por un lado, se había aferrado obstinadamente a sus industrias obsoletas e intensivas en mano de obra del sur. Las antiguas industrias del siglo XIX (carbón, acero y textiles) ya no eran competitivas a escala mundial en la década de 1970, pero seguían desempeñando un papel importante en la economía del país.

Lo que el marxista flamenco André Mommen denominó la «burguesía belga» francófona conservó el control de estos activos, que en 1970 representaban el 60% de las exportaciones belgas. Para esta fracción, un cóctel mortal de alta inflación e indexación salarial automática impuesta por los sindicatos amenazaba su posición competitiva en el mercado mundial. Mientras tanto, en Flandes florecía un nuevo modelo industrial y una nueva burguesía que adoptaba el modelo fordista americano.

Un nuevo centro industrial creció principalmente en torno al puerto de Amberes. Financiadas por capital estadounidense, las multinacionales habían instalado sus nuevas fábricas en la región. Por lo general, estas empresas se dedicaban a industrias nuevas e intensivas en capital que requerían trabajadores educados y disciplinados. La nueva burguesía flamenca podía hacer sin problemas concesiones salariales y financiar un Estado de bienestar porque el coste de la mano de obra representaba una proporción relativamente pequeña de su inversión. Fue esta fracción del capital, dependiente de un mercado nacional en crecimiento, la que estuvo dispuesta a cooperar con los sindicatos después de 1945 para construir el Estado de bienestar. Mientras tanto, la «burguesía belga» quedó relegada a la posición de espectadora.

Pero con la crisis de los años setenta, la afluencia de capital estadounidense se detuvo. Entre 1974 y 1975, las inversiones de capital extranjero cayeron un 60%, ya que algunas multinacionales decidieron trasladarse a países con salarios más bajos. Para salvaguardar la posición de Flandes como centro de inversiones, la burguesía flamenca abandonó su consenso de bienestar con los sindicatos y se realineó con la «burguesía belga» en sus demandas de supresión de salarios. Para ambas fracciones, la política salarial se convirtió en un problema central.

El Estado tuvo que intervenir rápidamente en la crisis, pero le resultó difícil encontrar una estrategia adecuada. La tarea recayó en Leo Tindemans, del CVP, que había sido Primer Ministro de Bélgica desde 1974. Sus opciones políticas eran limitadas. Los salarios se fijaban con relativa independencia del Estado a través del mecanismo nacional de «diálogo social» entre trabajadores y empresarios. Pero esta institución de bienestar de la posguerra dejó de funcionar cuando la crisis intensificó la lucha de clases. Las propuestas para frenar los aumentos salariales fueron rechazadas por los sindicatos, y no se llegó a ningún acuerdo después de 1974. Con el estallido de la crisis, la presión sobre Tindemans se intensificó, quien organizó sin éxito una conferencia nacional el 24 de mayo de 1976 entre sindicatos, patronal y holdings para evitar un conflicto paralizante.

Mientras la política keynesiana caía en arenas movedizas, las luchas sociales dentro de las fábricas se intensificaban. Se organizaron huelgas locales en respuesta a las amenazas de las empresas de retirarse del país, cerrar la producción y aplicar despidos masivos. El número de huelgas aumentó un 47% entre 1975 y 1976.

La presión desde abajo empujó a los dirigentes sindicales nacionales a rechazar cualquier compromiso. A través de la cooperación en la lucha de clases, los sindicatos socialdemócratas y católicos forjaron un frente unido con relativa independencia de sus respectivos partidos políticos, garantizando que los intentos de imponer la disciplina económica se toparan con una fuerza contraria sólida.

Leo Tindemans en 1977. (Vía Wikimedia Commons)

En febrero de 1977, Tindemans inició una política de austeridad más agresiva con su «Plan Egmont». Jef Houthuys, líder del sindicato católico (Algemeen Christelijk Vakverbond, ACV), consideró que los planes del gobierno católico eran «demasiado sucios» y endureció el frente sindical. El partido católico estaba dividido internamente, y el sindicato buscó socios fuera de él. Junto con el sindicato socialdemócrata, organizaron las «huelgas de los viernes», del 15 de febrero al 25 de marzo de 1977.

La presión aumentó y el gobierno cayó al cabo de pocas semanas. Tindemans había intentado romper promesas, pero poco pudo hacer contra el poder de los sindicatos. El partido católico se había dado cuenta de que el programa de austeridad que había negociado con sus socios liberales no sería aceptado sin más. Se vio obligado a cambiar de aliados de gobierno. En los años siguientes, los liberales cederían su posición en la coalición con los católicos a los socialdemócratas.

La crisis se traslada al Estado (1977-1982)

La crisis no se resolvió cuando los votantes echaron al gobierno de Tindemans en 1977. Sin embargo, se abordó de otra manera. El frente sindical, fortalecido por su victoria, podía ahora cooperar con un gobierno amigo. Al principio trató de evitar la confrontación. En lugar de aplastar a los trabajadores, el nuevo gobierno intentó utilizar la intervención estatal para reactivar la economía. Pero ni siquiera esto resolvería el malestar.

En una crisis mundial como aquella, Bélgica no podía salvar su pellejo sin un cambio político fundamental entre las grandes potencias. Tras el fracaso de la reunión del G7 en Bonn en 1978, en la que el presidente estadounidense Jimmy Carter y el primer ministro británico James Callaghan abogaron en vano a favor de un nuevo plan keynesiano mundial, las esperanzas de un enfoque global de la crisis se habían desvanecido. Carter y Callaghan consideraban esencial que los países con superávit presupuestario, como Alemania Occidental y Japón, gastaran más y permitieran las importaciones. Esto fue bloqueado principalmente por Alemania Occidental, que se negaba a pagar lo que se calificaba como «despilfarro» de Estados Unidos. La falta de coordinación internacional empujó a los responsables políticos a un territorio inexplorado en el que tuvieron que improvisar.

En Bélgica, la coalición católica y socialdemócrata intensificó sus políticas intervencionistas keynesianas. A través del Ministro de Asuntos Económicos Willy Claes, el gobierno apoyó a importantes industrias. El Plan Siderúrgico (1978) y más tarde el Plan Textil (1980) lanzaron un salvavidas a las empresas más importantes. En el sector siderúrgico, el Estado belga se convirtió en accionista mayoritario de muchas empresas, aunque no utilizó este poder para influir en los procesos de toma de decisiones de estas empresas. Las fuertes inyecciones de capital combinadas con la reestructuración tuvieron que mantener a flote a las industrias envejecidas. Estas políticas fueron cruciales para evitar un desastre social mayor. El sector textil todavía empleaba a 121.500 personas en 1971; en 1978, solo a 79.600 personas.

Como consecuencia, el gasto público se descontroló. De 1973 a 1977, la deuda pública permaneció estancada en torno al 42%. Entre 1977 y 1982, subió al 98%. Esto no fue el resultado de una política deliberada y finamente planificada. El periodo se describió posteriormente como de «malgoverno».

Entre 1977 y 1981 Bélgica tuvo nada menos que siete gobiernos. Cada nuevo gobierno cambiaba de socios de coalición debido a las tensiones regionales subyacentes entre Flandes y Valonia. La única constante fue la presencia de los partidos católico y socialdemócrata. A lo largo de este período de caos político, un nuevo testaferro sustituyó a Tindemans dentro del CVP. A Martens le correspondería, por ensayo y error, romper las promesas del Estado del bienestar.

Martens forja la unidad católica

Wilfried Martens no era enemigo del Estado de bienestar, ni siquiera de la socialdemocracia. Creció en el campo y fue testigo directo de la transformación de la sociedad belga. Arquetípico joven rural flamenco, participó activamente en movimientos nacionalistas católicos y flamencos. Continuó defendiendo al Estado belga que incubó el sistema de bienestar pero en el proceso dejó de lado sus aspiraciones de independencia flamenca.

Según Martens, algunos problemas ya no podían ignorarse. Después de 1980 intentó abordar la crisis de la deuda pública y la estanflación. En su opinión, el sistema de bienestar social de la posguerra había otorgado demasiado poder a los grupos de interés en lugar de al Estado. Martens creía que la autoridad política debía reafirmarse urgentemente por encima de estos grupos de interés. Solo así podría adaptarse el consenso social y político de posguerra para sobrevivir.

A partir de 1981, Martens intentó que así fuera. Pero esta vez, la presión sobre el gobierno belga era tan grande que los partidos socialdemócratas en el gobierno, tanto flamencos como valones, accedieron a regañadientes. El 23 de marzo de 1981, Martens acudió a la cumbre europea de Maastricht con el llamado «Plan de ayuno» para Bélgica, que insistía en la necesidad de medidas de austeridad para mantener el valor del franco belga.

Sin embargo, este plan fue recibido con frialdad. Tindemans lo calificó de «meritorio pero insuficiente», tras lo cual el canciller de Alemania Occidental, Helmut Schmidt, insistió también en que Bélgica debía, sobre todo, deshacerse de la indexación automática, un sistema que vinculaba las subidas salariales a la inflación y al que los mercados financieros también habían mostrado su oposición. En este caso, no fueron los sindicatos los que boicotearon el plan, sino los «dioses financieros», como Martens los describió más tarde, que apostaban por una masacre total del consenso sobre el bienestar.

Cinco días después, el Banco Nacional de Bélgica (BNB) presentó una propuesta alternativa: el «Plan Beauvois». Durante los últimos años, el BNB había estado trabajando principalmente en un sistema monetario estable en cooperación con los demás bancos centrales europeos, con el Deutsche Bundesbank a la cabeza. Los europeístas creían que este era el camino para la estabilidad monetaria después de Bretton Woods.

Sin embargo, como los financieros tenían poca confianza en que Bélgica pudiera controlar el deterioro de su balanza de pagos y los crecientes gastos del Estado, empezaron a especular con el franco belga. El Banco Nacional quería evitar a toda costa nuevas fluctuaciones. En su opinión, esto solo podía hacerse mediante una política de ajuste draconiana para demostrar que Bélgica y su moneda eran inversiones fiables. Entre otras cosas, el plan proponía recortar todos los ingresos en un 5%, suprimir parte de las prestaciones por hijos a cargo, recortar las ayudas al desempleo y suspender la indexación.

Martens sabía que el plan era políticamente injustificable. El Ministro de Finanzas, Mark Eyskens, comentó en una reunión con el BNB que «habría que poner tanques del Ejército en todas las esquinas para aplicarlo», a lo que Didier Beauvois, presidente del BNB, respondió con frialdad que Bélgica tenía una fuerza policial bien equipada para mantener todo bajo control.

Finalmente, Martens se vio obligado a adoptar el plan de emergencia en su totalidad. Es fácil imaginar las reacciones de los sindicatos. El líder sindical socialdemócrata Georges Debunne gritó: «No pasa nada. Y si pasa algo, reanudaré las huelgas de los años 60-61. ¡Inmediatamente! Inmediatamente». Houthuys, todavía líder del sindicato católico, afirmó que en Bruselas «se habían vuelto locos». La sentencia de los sindicatos había sellado el destino del gobierno. Martens dimitió el 31 de marzo de 1981. Por segunda vez, el partido católico intentó romper promesas y fracasó.

Mientras tanto, algo se movía dentro de la estructura del partido católico. Durante algún tiempo, Hubert Detremmerie, presidente del Banco del Movimiento Obrero Cristiano (Belgische Arbeiderscoöperatie, BAC), había reunido a hombres de ideas afines dentro de las instituciones católicas de bienestar para discutir el estado de la economía belga. Todos los miércoles por la noche se juntaban para debatir y elaborar planes políticos de lo que acabaría convirtiéndose en el «Grupo Poupehan». Todos estaban convencidos de que las cosas tenían que cambiar y que las medidas de austeridad eran necesarias. La única cuestión era cómo aplicar eficazmente esas políticas sin demasiado daño social.

Alfons Verplaetse, un joven economista que trabajaba en el BNB, propuso una posible salida al callejón sin salida. Según él, una devaluación del franco belga, combinada con una congelación salarial temporal, era políticamente bastante factible. Dentro del BNB, esto era inaceptable: el valor del franco belga tenía que estar garantizado en todo momento para mantener la calma en los mercados financieros. ¿Qué especulador querría invertir en una moneda que de repente perdiera su valor por una decisión política?

Sin embargo, a Verplaetse le parecía la única salida posible. De un plumazo, una devaluación haría inmediatamente más competitiva a Bélgica: sus productos se abaratarían en el mercado mundial y los extranjeros se encarecerían. Esta devaluación era más factible políticamente que cualquier otra propuesta de austeridad anterior.

Aun así, era necesario disciplinar la economía, y había que desmantelar la resistencia sindical interna en el Partido Católico. Por supuesto, serían necesarios congelamientos salariales adicionales para evitar que estas subidas de precios de los productos extranjeros se tradujeran inmediatamente en un aumento de los salarios. En 1981, Verplaetse escribió un documento político con el llamativo título: «¿Existe todavía una vía “social” para la recuperación económica?». Su respuesta era sencilla: no. Sería un proceso de ajuste doloroso, especialmente para los trabajadores.

Por tanto, Martens tenía que convencer a los sindicatos católicos de que necesitaban disciplina y rigor, porque un frente común entre los sindicatos y los socialdemócratas podría oponerse con éxito a la austeridad. En este contexto, Detremmerie organizó la «Gira de Flandria» el 3 de octubre de 1981. Invitó a dirigentes sindicales y empresariales vinculados al partido católico a mantener una charla informal. Durante el discurso de clausura se hizo hincapié en que en un futuro próximo se esperaría de sus sindicalistas valentía y persuasión. El objetivo de la Gira de Flandria estaba claro: había que restaurar la unidad del partido católico para que Martens pudiera llevar a cabo su shock neoliberal. Houthuys fue un actor clave aquí: bajo su liderazgo, el sindicato católico cambió la lealtad al frente sindical por la lealtad al partido católico.

La marcha de Flandria en el río Escalda el 3 de octubre de 1981. (KADOC-KU Leuven / Beeldarchief Paul-Willem Segers / KFA7800)

En el proceso electoral que siguió, el CVP se lanzó a una campaña pública para defender una nueva interpretación de la crisis económica. Su mensaje era muy claro: el CVP llegaría a la raíz de la crisis. Los carteles de la campaña mostraban un paisaje yermo del que solo colgaban algunas hojas verdes y esperanzadoras. Se suponía que representaba la situación económica. En esta imagen gris de 1981, el CVP se representa como la última esperanza de cambio. La campaña no tuvo éxito; el porcentaje de votos del CVP cayó más de un 5%. La coalición liberal seguía teniendo una cómoda mayoría, así que el 14 de diciembre de 1981 inició el proceso de introducción del neoliberalismo en Bélgica.

Cartel de la campaña del CVP de noviembre de 1981 en el que se lee «Rompamos la crisis con el CVP». (KADOC-KU Lovaina / Affichecollectie / KCA8479)
Noviembre de 1981 Cartel de la campaña CVP que dice «Tómalo o déjalo ahora, una política fuerte y nueva». (KADOC-KU Lovaina / Affichecollectie / KCA8479)

El shock neoliberal (1982-1985)

Martens podía centrarse ahora en la aplicación de los planes a los que se había unido Alfons Verplaetse, que había cambiado su puesto en el BNB por uno en la política. Como empleado del gabinete, ahora era responsable de coordinar los recortes y la devaluación. Era urgente, dijo, ya que Bélgica había desarrollado una «desventaja salarial» del 12% en comparación con sus socios comerciales directos a lo largo de la crisis. Con una devaluación, la papa caliente podría trasladarse parcialmente a los países extranjeros.

Pero el belga medio también tenía que apretarse el cinturón. Los trabajadores tendrían que hacer concesiones «temporalmente». Martens estaba convencido de que el esfuerzo era necesario:

Quiero dar fe de que las personas que ayudaron a elaborar los cálculos y las medidas de esta política actuaron con gran compasión. Se dan cuenta de que los políticos están haciendo pasar un mal rato a la gente. Saben que tienen que enviar a la sociedad, de la forma menos dolorosa posible, a través de un cuello de botella (…). En la base de todo esto está el espíritu del cardenal Cardijn (…): luchar por el bienestar general pero asumiendo también la necesidad del esfuerzo (…). Esta dimensión simplemente no está presente en el movimiento socialista.

Después de que Martens y Verplaetse convencieran discretamente a los principales socios locales e internacionales —el Fondo Monetario Internacional, Alemania Occidental y los socios de la coalición liberal— de la necesidad de la devaluación, Martens pudo ultimar su política. Había querido anunciar los planes el 22 de febrero de 1982. Unos días antes dio la mala noticia a los dirigentes sindicales Houthuys y Debunne. Mientras Debunne amenazaba con una nueva huelga, Martens se sentía seguro al haber conseguido ya el respaldo de Houthuys. Junto con el ministro liberal Willy De Clercq, informó al BNB de la devaluación. Aunque el gobernador Cecil De Strycker respondió que «en ningún país civilizado se pone en ridículo al Banco Nacional de esa manera», los dos hombres no se dirigieron al gobernador con intención de negociar: los planes ya estaban en marcha. La devaluación del 8,5% era un hecho.

Martens solicitó además un procedimiento de urgencia al Parlamento belga. Alegó que ese poder era necesario para que su gobierno pudiera aplicar eficazmente el programa de austeridad. Sin embargo, parece más plausible que este poder se utilizara principalmente para eludir obstáculos importantes, como las negociaciones entre empresarios y sindicatos. La ley de emergencia permitió a Martens forzar una ruptura que perjudicó a la clase trabajadora.

Para Martens era de suma importancia conservar la fidelidad del sindicato católico. Por ello Houthuys ocupó un lugar destacado en el Grupo Poupehan. Entre 1982 y 1987, Martens, Verplaetse, Detremmerie y Houthuys se reunieron varios fines de semana en Poupehan. Tras repasar los problemas y celebrar juntos la misa dominical, se repartieron las tareas: Detremmerie tenía que convencer a los círculos financieros, Verplaetse a los funcionarios del gabinete, Martens a los políticos y Houthuys a los sindicalistas. Houthuys repetía a menudo: «Tú dices lo que hay que hacer, yo me encargaré de que se pueda hacer». Parecía haberlo conseguido: a partir de 1982, el número de huelgas disminuye drásticamente. Mientras que entre 1979 y 1981 hubo 851 huelgas, entre 1982 y 1984 solo hubo 405. Debido a la ruptura del frente unido, los socialistas también fueron menos combativos.

Entre 1982 y 1987, el poder adquisitivo medio de un trabajador belga cayó un 15%, mientras que los beneficios aumentaban una media del 10% anual. No es sorprendente que la inversión productiva también aumentara, especialmente a partir de 1984. En 1985 se había eliminado el principal déficit por cuenta corriente con los principales socios comerciales. Los costes laborales bajaron, mejorando la competitividad internacional de la industria belga a costa del poder adquisitivo de los trabajadores. Martens había conseguido por fin romper las promesas del modelo de bienestar de la posguerra.

Guy Verhofstadt y la caída de Martens VI (1985-1987)

En 1985, la única cuestión pendiente era el déficit presupuestario del gobierno. El programa de austeridad de 1982 había pretendido eliminar el malestar económico subyacente, no mejorar el equilibrio del gobierno, a pesar de las promesas electorales. Hasta 1985, el déficit presupuestario siguió creciendo más de un 10% anual. Mientras tanto, la deuda pública total había aumentado del 98% del PIB en 1982 al 118% en 1985.

Las subidas de tipos de interés del presidente de la Reserva Federal estadounidense, Paul Volcker, en 1979 y 1981, tuvieron mucho que ver con este aumento de la deuda. La drástica subida de los tipos de interés («la más alta desde el nacimiento de Jesús») pretendía obligar al gobierno y a la economía estadounidenses a recortar el gasto, pero al mismo tiempo había estrangulado a los gobiernos de todo el mundo. Para evitar un aumento masivo de los costes de endeudamiento, Martens tuvo que seguir su ejemplo. A medida que se consolidaba la estructura neoliberal internacional, todas las demás opciones se hacían imposibles. Martens solo podía perseverar en sus planes de austeridad.

La austeridad fue su principal objetivo político a partir de 1985. Llegó con nuevas frases hechas como «el final del túnel» y «detener la bola de nieve de los intereses». Con estos eslóganes intentaba convencer a los votantes de que las políticas neoliberales eran desesperadamente necesarias. Martens obtuvo una pequeña victoria (tras el mínimo histórico de 1981). La coalición de católicos y liberales pudo continuar otro ciclo electoral, con Martens al timón.

Fue en este gobierno donde el «neoliberal» Guy Verhofstadt asumió su primer cargo ministerial. Utilizó el cargo de Ministro de Presupuesto para ejecutar su principal obsesión: adelgazar lo que consideraba un «Estado gordo». Puso en marcha una congelación fiscal incluida en el acuerdo de coalición y quiso aplicar políticas severas, de corte thatcheriano. Mientras tanto, el discurso político dio un giro brusco, glorificando las políticas de austeridad que los partidos del establishment belga solo habían adoptado a regañadientes. Mientras Martens impulsaba «los recortes dolorosos pero necesarios», Verhofstadt pasaba a ensalzar esos recortes. La ideología y la estrategia de Martens eran completamente diferentes: «El gran arte consiste en cambiar la dirección de la estructura. Esto no se hace con propuestas espectaculares; hay que aplicarlas con cautela».

Esta diferencia de estrategia política creó graves tensiones entre los dos partidos. El partido católico ya no podía vender los recortes radicales a sus sindicalistas. El «Plan Santa Ana» de 1986 puso en marcha una política de austeridad para reducir el déficit público anual al 7% a finales de 1987. Verhofstadt quería hacer duros recortes en educación y seguridad social, que afectarían profundamente a las instituciones católicas de bienestar social. Las tensiones se dispararon. Una manifestación nacional organizada por los socialdemócratas movilizó a 250.000 personas en 1986, aumentando aún más la presión sobre el sindicato católico. A Houthuys le resultaba cada vez más difícil defender la política internamente.

El sexto gobierno de Martens cayó finalmente en 1987 en gran parte gracias a estas tensiones internas. En una entrevista en 1991, pocas semanas antes de su muerte, Houthuys declaró que la insumisión de Verhofstadt fue el factor decisivo:

Solo hacíamos lo que había que hacer por nuestro pueblo. Ese «engreído pretencioso» quería convertirlo en victorias liberales. Las personas de la cúpula del movimiento sindical que me habían apoyado hasta entonces —a regañadientes o no— empezaron a hacerse cada vez más preguntas (…). Nos estaba costando un mundo convencer a nuestros afiliados de la necesidad de austeridad. Aquellos en el gobierno como Dehaene, Maystadt y Coens que se inclinaban hacia el movimiento obrero se mantenían audazmente en la zona de combate todos los días. Pero el lenguaje provocador de Verhofstadt hizo imposible su posición. La política se volvió neoliberal y nuestros amigos valones en particular ya no la aceptaron.

Verhofstadt, el orador neoliberal de Flandes, había maldecido en el CVP. Por lo tanto, ya no se le permitía estar en el altar. La caída del gobierno supuso una relativa pausa en las medidas de austeridad, ya que el CVP volvió a trabajar con los socialdemócratas en lugar de con los liberales. Sin embargo, el neoliberalismo ya se había consolidado en Bélgica. No había vuelta atrás a los años setenta. En este giro, tanto la economía política como el paisaje se transformaron radicalmente.

La devaluación y el plan de austeridad de Martens, así como la formación del Grupo Poupehan en 1982, representaron una ruptura brusca con el modelo keynesiano. El politólogo Balthazar de Robiano concluye con razón que este cambio de política fue una verdadera «terapia de choque», en la que un grupo selecto del partido católico recibió una importante influencia para rediseñar rápidamente la economía política de Bélgica.

Esta terapia de choque fue una intervención drástica tras una década de estancamiento político. Dividida entre la crisis económica y presupuestaria y la resistencia sindical, la política no tenía adónde ir. Tras años de negociaciones y compromisos, en el seno de la CVP creció la idea de que los recortes dolorosos eran inevitables. Finalmente, el CVP se redefinió como el partido que podía incumplir promesas.

De 1982 a hoy

¿Había alternativa a las políticas neoliberales de Martens? Hasta cierto punto, Bélgica se vio impotente ante la crisis internacional y sus respuestas políticas. Como principal partido político de una nación europea menor, el CVP navegaba las agitadas aguas internacionales a bordo de una balsa. La crisis de los años setenta tenía una dimensión global, y la forma en que el mundo respondería a ella estaba principalmente en manos de las naciones más grandes.

En ese plano, el caos de los años setenta no solo creó un sinfín de amenazas, sino que también abrió una ventana de oportunidades. Carter propuso alternativas para combatir la crisis en la Cumbre de Bonn del G7, y los socialistas europeos hicieron lo mismo en el nuevo nivel que representaba la Comisión Económica Europea. Poco a poco, estas puertas alternativas se fueron cerrando, y en su lugar apareció una nueva economía política de la disciplina. El shock Volcker fue un punto de inflexión: la Reserva Federal estadounidense había decidido que el mundo debía aceptar la austeridad como nueva normalidad.

Sin embargo, la falta de alternativas exploradas en el seno del CVP fue asombrosa. El partido apenas hizo esfuerzos en política internacional y nacional para pensar más allá del clima disciplinario emergente. Ciertamente, en el contexto europeo, donde Alemania Occidental trazaba un rumbo monetarista para la comunidad europea, el CVP no trazaba una ruta alternativa. Tal vez no sorprenda que el propio Verplaetse fuera un gran admirador de la política de Alemania Occidental.

A nivel nacional, el CVP era claramente el mayor «partido del bienestar», mediando y fabricando consenso político entre las diferentes clases socioeconómicas, representadas en sus respectivas instituciones católicas de bienestar. En 1982, una devaluación de la moneda tuvo que aliviar la presión sobre el movimiento obrero católico. Simultáneamente, presionado por la crisis y acogiendo a la burguesía flamenca, el partido introdujo la disciplina económica.

Si había que romper las promesas del consenso de posguerra, las alternativas no podían interponerse en el camino de los intereses de la burguesía flamenca. Esa condición obstaculizaba estructuralmente el horizonte político del CVP. Aunque la demolición completa del Estado de bienestar no era una prioridad para la burguesía flamenca, la disciplina tenía que ser suficiente para que Bélgica fuera más competitiva. Para el CVP, el neoliberalismo no era estrictamente cuestión de «no hay más alternativa», sino el camino que representaba menor oposición. El CVP entró sonámbulo en la era neoliberal.

Así pues, febrero de 1982 fue un punto de inflexión para Bélgica. Comenzó una política salarial neoliberal à la Belge. Aunque la indexación automática nunca se suprimió —incluso hoy en día, esto sería políticamente inviable—, múltiples gobiernos han recurrido a «ajustes de índice», el más reciente en 2014. Además, a lo largo de los años, los gobiernos han modificado el modelo de cálculo que subyace a la indexación, desmantelando tecnocráticamente el sistema al tiempo que evitaban la repercusión política.

Al momento de escribir estas líneas, parece que esta será también la estrategia del próximo gobierno. Lo más importante, sin embargo, es que la indexación automática se contrarrestó con la «ley de normas salariales» de 1996, que ponía un límite máximo a los aumentos salariales reales. La ley establecía que los aumentos salariales reales debían limitarse a una media del crecimiento salarial en los países vecinos. Fue aprobada para garantizar la competitividad belga, anticipándose a una mayor integración europea, y puso al modelo keynesiano de colaboración entre empresarios y sindicatos en una camisa de fuerza política, atrapado entre la indexación automática y la competencia salarial europea. Desde 1982, los aumentos salariales reales han sido muy limitados.

Estas estrategias marcan el ascenso de las ideas económicas conservadoras sobre las keynesianas. Desde que se introdujo la disciplina neoliberal, la función política de las instituciones de bienestar ha decaído. Como es lógico, sus vínculos con el «partido del bienestar» se debilitaron, y estas instituciones se han desintegrado con frecuencia. Este cambio perjudicó sobre todo al CVP. Martens exigió un inmenso esfuerzo político al sindicato católico, solo para pasar por alto su poder e implantar la austeridad.

Como consecuencia, el CVP perdió su papel de pivote en la política belga y se desmoronó electoralmente a continuación. En las elecciones celebradas en junio de este año, apenas pudo convencer al 13% de los votantes flamencos para que les dieran su apoyo. Del mismo modo, los partidos socialdemócratas flamencos y valones han perdido un apoyo considerable desde los años 80, pero han resistido mejor. Después de todo, estos partidos del bienestar no iniciaron la austeridad, solo la acomodaron.

¿Qué ideologías han llenado el vacío del CVP? De forma abrumadora, el nacionalismo flamenco ha sustituido al catolicismo. En junio de 2024, cerca de la mitad de los votantes flamencos apoyaron a la Nueva Alianza Flamenca (Nieuw-Vlaamse Alliantie, N-VA) o al Interés Flamenco (Vlaams Belang, VB), ambos con cerca del 25% del voto popular. El VB es la variante más radical de la nueva derecha de este realineamiento político; hasta ahora, permanece políticamente aislado.

El N-VA está ideológicamente más cerca del Partido Liberal, al que superó electoralmente. Se ha convertido en el nuevo eje político de la política flamenca. Sin embargo, lo que une a VB y N-VA es su chovinismo asistencialista. Ambos aceptan que la austeridad es necesaria —aunque N-VA es el ejecutor más entusiasta— y ambos están de acuerdo en que los trabajadores flamencos no deberían seguir soportando la peor parte.

Tras cuatro décadas de disciplinamiento económico, estos partidos culpan a los valones, los inmigrantes y los «parásitos sociales» por amenazar el consenso de bienestar de posguerra. Desde el desmoronamiento del CVP, la burguesía flamenca corrió hacia el N-VA, mientras que el VB radicalizó a los votantes católicos. Para invertir la marea del chovinismo asistencialista, la izquierda flamenca tendrá que encontrar un camino a través y más allá de la política de austeridad.

[*] Esta es una versión traducida y editada de un ensayo publicado originalmente en Samenleving & Politiek bajo el título «1982, het jaar van de neoliberale omslag in België».

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