Venezuela se ha convertido en un epicentro de disputa mundial porque concentra en su territorio una de las mayores reservas de petróleo del planeta. El crudo no es solo un recurso energético: es la llave geopolítica de la dominación. Las grandes potencias saben que quien controla el petróleo controla las rutas de poder, los mercados y la arquitectura misma de la economía mundial. Por eso, el discurso oficial de “democracia” y “derechos humanos” que se usa contra Venezuela es apenas un velo para encubrir la verdadera motivación: apropiarse de sus recursos estratégicos.
La historia latinoamericana ha demostrado que los imperios no toleran a un pueblo que se atreve a decidir por sí mismo. La riqueza petrolera venezolana es vista como un botín que debe ser devuelto a las corporaciones y élites financieras internacionales. No se trata de “ayuda humanitaria” ni de “restaurar la institucionalidad”, sino de quebrar la soberanía y someter a la nación a un modelo económico dependiente, subordinado a las necesidades del capital global.
Pero aquí emerge el segundo gran problema para quienes pretenden dominar: el poder popular. El pueblo organizado, movilizado en consejos comunales, sindicatos, barrios y movimientos sociales, representa un obstáculo profundo. Esa fuerza social, que no se limita a esperar soluciones desde arriba, sino que se levanta, crea y resiste, es lo que incomoda al imperialismo y a las élites internas. Porque un pueblo consciente y movilizado no solo defiende el petróleo, defiende la justicia, la dignidad y el derecho a decidir su propio destino.
El choque, entonces, no es únicamente económico, sino histórico y cultural. El petróleo encarna la ambición imperialista; el poder popular encarna la voluntad soberana de los pueblos. El primero busca reducir la nación a un enclave extractivo; el segundo busca convertir la riqueza en motor de justicia social y emancipación.
Por eso Venezuela es hostigada, sancionada y cercada: porque se atreve a desafiar el orden global de dominación y porque insiste en poner en el centro al pueblo y no al capital. Y mientras exista organización popular, mientras las mayorías resistan, la geopolítica del petróleo no podrá borrar la dignidad de un pueblo que lucha por su soberanía.