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El laboratorio del imperio

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JACOBIN

FABIO LUIS BARBOSA DOS SANTOS

TRADUCCIÓN: FLORENCIA OROZ

Ilustración de Fer Piñeirúa.

Hace más de 150 años, Estados Unidos se estrenó como potencia imperial en Centroamérica. Hoy la región concentra todas las contradicciones de un imperio a la deriva.

lo largo del siglo XX, Cen­troamérica fue percibida como un «laboratorio del imperio», según la formulación del historiador Greg Grandin. La pre­misa de este enfoque es que, entre la guerra contra México, el descu­brimiento de oro en California y la presencia de filibusteros como Wi­lliam Walker en Nicaragua, la región sufrió en primera persona el impacto del expansionismo estadounidense. Con la aceleración de la industriali­zación tras el final de la Guerra de Secesión (1861-1865), Estados Uni­dos se incorporó al mundo imperial. La intervención en Cuba, disfrazada de guerra hispano-estadounidense (1898), seguida de la escisión en Pa­namá, que fue el origen del canal (1903-1904), presagiaron continuas intervenciones en la región: el «gran garrote» había llegado para quedarse.

Desde entonces, en Centroamé­rica se diseñaron y experimentaron formas de dominación política y de subordinación económica que se han globalizado, orientando las relacio­nes de Estados Unidos con el Tercer Mundo. En este sentido, se puede decir que la región estuvo a la van­guardia del imperialismo.

Sin embargo, las formas impla­cables de dominación generaron for­mas radicales de rebelión: las revo­luciones se hicieron «inevitables», como escribió Walter LaFeber. Y la contrarrevolución, también. La radicalidad del desafío guerrillero se correspondió con un terroris­mo de Estado sin parangón: en El Mozote, Rabinal o Comalapa se multiplicaron los Auschwitz. Así, Centroamérica no solo se convir­tió en laboratorio del imperio, sino también en caricatura de América Latina, en tanto las características del subcontinente adquirieron allí rasgos extremos.

El terrorismo de Estado fue el capítulo centroamericano de la con­trarrevolución mundial en la Gue­rra Fría. Mientras que en Sudamé­rica las guerrillas se enfriaron en los años 70, con algunas excepciones, en Centroamérica la lucha armada se prolongó. Como si la región ba­tallara desesperadamente por esca­par de un destino que, finalmente, habría de imponerse. Entre la de­rrota de la reforma encarnada por el derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala en 1954 y el ocaso de la revolución sellado con el revés sandinista en las urnas en 1990, se apagó todo un horizonte: el de la posibilidad de hacer de estos pue­blos verdaderas naciones. Porque entre los días de William Walker y los de Ronald Reagan hubo un cambio crucial en la dinámica del sistema de capital, que todavía con­diciona el presente de la región. La dominación imperialista, así como la resistencia que generó desde el siglo diecinueve, tuvo como telón de fondo un sistema capitalista en expansión sobre el que se construyó el poder de Estados Unidos.

Pero en el último cuarto del siglo veinte esta dinámica cambió. Desde entonces, el sistema se enfrenta a una crisis estructural, que se expresa en la imposibilidad de reanudar los ciclos de acumulación ampliada. La financiarización y el extractivismo son distintas respuestas a la misma crisis: en el primer caso, se adelan­ta el valor futuro; en el segundo, se intensifican los rasgos depredadores del sistema.

Si la dominación imperial en Centroamérica se constituyó y evo­lucionó en el marco de la expan­sión del sistema capitalista, ¿qué ocurre cuando el sistema abrazado por el imperio ya no ofrece ninguna promesa de civilización? ¿Qué que­da cuando el desarrollismo al que aspiraban personajes como Ar­benz ha perdido su lastre históri­co, mientras que la revolución ha desaparecido de la agenda? ¿Qué significa hablar de imperialismo en un mundo donde el capitalismo ya no se expande y donde el imperio está a la defensiva?

Atracción y repulsión

En el siglo veinte, Estados Unidos y sus empresas succionaron la ri­queza de la región. La United Fruit Company fue emblemática de esta realidad. En el siglo veintiuno, esta situación no ha cambiado por com­pleto, pero existen otros elementos que la vuelven más compleja. Ahora sucede con frecuencia que es difícil determinar la nacionalidad de una empresa minera o agroindustrial, donde se confunden los actores transnacionales y los nacionales. Al mismo tiempo, los tratados de libre comercio restringen aún más la limitada soberanía de los Estados nacionales.

En 1952, el gobierno de Arbenz impulsó una reforma agraria que amenazaba el negocio de la United Fruit. Ésta tuvo que conspirar para derrocarlo. En 2017, El Salvador se convirtió en el primer país del mundo en prohibir la minería a cie­lo abierto, fruto de una lucha co­munitaria que adquirió relevancia nacional. La empresa agraviada no amenazó al gobierno, pero sí judi­cializó al Estado. Es cierto que la demanda se presentó en Washin­gton y que la empresa en cuestión era estadounidense. Pero se trató de toda una arquitectura jurídica diseñada para defender el capital transnacional antes que a cualquier interés nacional. Pacific Rim Cay­man exigió al Estado salvadoreño una indemnización de 250 millones de dólares por pérdida de benefi­cios potenciales. La demanda fue presentada ante el Centro Interna­cional de Registro de Diferencias Relativas a Inversiones del Banco Mundial en Washington, al que El Salvador —de acuerdo con una cláusula del Tratado de Libre Co­mercio de América Central (CAF­TA)— está obligado a responder.

En resumen, el Estado salvado­reño debió defender ante un tribu­nal del Banco Mundial su derecho a denegar el permiso a explotar una mina a una empresa que demostró ser incapaz de cumplir los requisi­tos legales para hacerlo, gastando 12 millones de dólares en el proceso. En un fallo poco habitual, el Esta­do salvadoreño ganó el caso. Pero existen otros juicios similares en curso, interpuestos por empresas energéticas (como la estadouniden­se TECO, que demanda a Guate­mala) o bancos (como el británico HSBC, que demanda a El Salvador). El elevado costo de estos juicios in­ternacionales penaliza a los Estados centroamericanos, por no hablar de las exorbitantes indemnizaciones que se exigen.

Los tratados internacionales no sustituyen a los cañones, pero su poder de intimidación es com­parable. En la práctica, es la so­beranía violada por otros medios. Los TLC también han impulsado la industria maquiladora que, como sabemos, basa su rentabilidad en la explotación de mano de obra bara­ta con escasa regulación. A su vez, la creación de zonas económicas especiales ha radicalizado la lógi­ca de las plantaciones bananeras del pasado, formalizando la condi­ción de enclaves económicos que contribuyen poco a los ingresos del Estado y no generan cadenas de valor en el espacio nacional. En el campo, como ocurrió en México con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), la agricultura familiar y comunitaria se ha visto gravemente afectada. La región importa cada vez más alimentos (incluso el maíz de las tortillas). Entre la sobreexplotación de las maquilas y el endeudamiento del campo, vivir del trabajo es cada vez más difícil.

El resultado es que el principal producto de exportación de Gua­temala, Honduras y El Salvador (y, cada vez más, también de Nicara­gua) son las personas. La migración, cada vez más necesaria, se ha con­vertido en otra industria que explota la miseria. Por un lado, ofrece una válvula de escape a las tensiones so­ciales nacionales. Por otro, los inmi­grantes aportan las remesas necesa­rias para equilibrar unas economías cada vez más deficitarias.

En la actualidad, el volumen de las remesas en Guatemala es casi igual a las exportaciones del país, y representan casi una quinta parte del PIB. Honduras y El Salvador se encuentran en una situación simi­lar. Si en el siglo veinte la élite cen­troamericana servía al imperio para mantenerse en el poder, en el siglo veintiuno los centroamericanos de a pie trabajan para el imperio para mantenerse, a secas.

Resulta chocante constatar que ni siquiera la extraordinaria vio­lencia producida por el terroris­mo de Estado en la Guerra Fría y por la contrarrevolución en Nica­ragua había expulsado a la gente de esta manera y a esta escala. Es difícil imaginar un testimonio más elocuente del poder corrosivo del neoliberalismo, que en este caso vino acompañado de los acuerdos de paz. Desde el punto de vista del pueblo, la paz fue la continuación de la guerra con otros medios. El neoliberalismo y la globalización encarnados en los TLC han erosio­nado el tejido social en el campo y en la ciudad. Pero también han configurado subjetividades indivi­dualistas y competitivas. Al mismo tiempo, el desencanto con las pro­mesas de paz ha llevado a un des­crédito de la política como vía para el cambio social.

El fenómeno migratorio revela una juventud que se moviliza para cambiar su vida a gran escala. En Guatemala, unos 300 jóvenes aban­donan el país cada día con destino al norte. Si en la Guerra Fría los jóve­nes se comprometían masivamente en una apuesta política —que podía tomar forma de sindicato, partido o guerrilla— hoy en día el incon­formismo se canaliza según la gra­mática individual y competitiva de la migración. Los jóvenes que en el pasado lucharon por cambiar su país, ahora luchan por cambiar de país.

¿Cómo puede movilizarse una lucha antimperialista cuando el imperio es el objeto del deseo? ¿Cuando la ambición que mueve a los jóvenes es integrarse en el im­perio, aunque sea en una posición subordinada, en lugar de superarlo? ¿El objetivo es integrarse en lugar de liberarse? Y, en el caso de los que se quedan, ¿cómo criticar al país del que proceden las remesas para una familia que de otro modo no encontraría sustento? Cierta­mente, este deseo contiene mucha ambigüedad, en tanto viene acom­pañado de múltiples impotencias, privaciones y humillaciones inhe­rentes al racismo. Además de la nostalgia. Pero, por regla general, lo que prevalece es el anhelo de in­tegración, que opera incluso como estrategia de defensa frente a las humillaciones de quienes experi­mentan el desamparo.

Con este deseo llega también la incorporación de los valores del imperio, globalmente conocidos a través de la industria cultural. De ahí el interés de Nayib Bukele por legalizar el voto de la diáspora salvadoreña, que no siente la vio­lencia doméstica en su piel pero se siente orgullosa de quienes pusie­ron a su país en el mapa, por muy cuestionables que sean la dictadu­ra cool o el bitcoin como signos de modernidad.

Aceleración y contención

Atracción y repulsión se combinan de forma interesada en la relación de Estados Unidos con Centroamérica. Aquí no hay víctimas sino intere­ses: el trabajo de los migrantes, las importaciones de las maquilas, la depredación de los bienes naturales y el consumo de drogas son también negocios para el imperio. La ambiva­lencia de Estados Unidos hacia Cen­troamérica es estructural. Y, como tal, también configura su política.

Estados Unidos respaldó el gol­pe que derrocó a Manuel Zelaya en 2009 en Honduras para conjurar el fantasma del bolivarianismo en la región, encarnado en un presi­dente liberal que coqueteó con el ALBA y con cambios constitucio­nales que allanaran el camino pa­ra refundar el país. Entretanto, el golpe creó las condiciones para que la narcopolítica se apoderara del Estado. Bajo el liderazgo de Juan Orlando Hernández, Honduras se convirtió en un territorio de tráfico de drogas y en un productor masivo de migrantes.

Por ese motivo, trece años des­pués, Estados Unidos vio con buenos ojos la victoria electoral de la esposa de Zelaya, Xiomara Castro. La ex­pectativa es que este gobierno imple­mente políticas sociales, conteniendo el narcotráfico y la migración. El nar­copolítico, por su parte, que dirigió el país durante dos mandatos tras el golpe, está a punto de ser detenido en Estados Unidos, como ya ocurrió con su hermano, condenado a cade­na perpetua. Asimismo, funciona­rios cercanos a JOH, como su mano derecha Ebal Díaz, están refugiados en la Nicaragua de Daniel Ortega, quien los protege de la extradición. En este antiimperialismo al revés, la tiranía de «izquierda» protege a los narcocriminales de «derecha» de la justicia estadounidense.

Al mismo tiempo, el gobierno de Xiomara Castro busca apoyo in­ternacional —es decir, de Estados Unidos— para crear una comisión investigadora análoga a la extinta Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Al igual que en Guatemala, el obje­tivo es crear un organismo con el respaldo de la ONU, capaz de actuar con isonomía frente a la corrupción que incluye el poder judicial del país. El objetivo es desmantelar el Estado paralelo formado por los vínculos entre las empresas, la delincuencia y la política. El progresismo hondu­reño busca apoyo internacional para investigar a los criminales que el an­tiimperialismo orteguista protege.

Depredación y conservación

Una ambivalencia comparable rodea el trabajo de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) y la coo­peración internacional. En países en los que la financiación social estatal es mínima y la filantropía también, la resistencia social depende en buena medida de la cooperación interna­cional. Pero con disonancias trági­cas: mientras en Guatemala Estados Unidos colabora con la elaboración de la memoria del terrorismo de Es­tado del que fue responsable, en El Salvador, país en donde reprimió los intentos de democratización desde abajo, apoya ahora la resistencia al autoritarismo legado por este pa­sado trunco.

A pesar de las contradicciones, las consultas e iniciativas de los mo­vimientos populares más combati­vos de la región a menudo cuentan con el apoyo de la cooperación in­ternacional. Lo mismo ocurre con el mejor periodismo de investiga­ción independiente, que cumple una función ciudadana crucial. Esta si­tuación provoca fricciones con los gobiernos. Un caso extremo es el orteguismo, que en 2022 anuló la personalidad jurídica de más de 900 organizaciones de la sociedad civil. Las entidades afectadas van desde asociaciones médicas hasta la funda­ción de los míticos hermanos Mejía Godoy, cantantes de la banda sonora de la revolución de 1979.

Ese mismo año, el mafioso pre­sidente de Guatemala amenazó con expulsar a la USAID, acusada de «promover el indigenismo» en el país y de conspirar para implantar un Estado plurinacional «como en Chile». Curiosamente, hubo otro Estado plurinacional que expulsó a la USAID: Bolivia, en 2013. Mientras la USAID era acusada de indigenismo en Guatemala, la combativa Prensa Comunitaria del país publicaba un tuit recordando al expresidente Ja­cobo Arbenz, derrocado con el apoyo de la CIA en 1954. Tuit que fue a su vez replicado por el vecino Bukele en El Salvador como parte de una pues­ta en escena de la autonomía que, como toda su política, se apoya en la desinformación. Más al sur, Ortega insiste en el discurso antimperialis­ta, aunque dos tercios del comercio exterior de Nicaragua es con Estados Unidos, mientras que el FMI nunca ha defraudado al régimen. Indepen­dientemente de cómo se describan estos regímenes, la desinformación no distingue entre ellos.

Reforma y barbarie

El drama de Centroamérica es que la exclusión de la competencia capi­talista no la libera del sistema. Por el contrario, en una región que tiene po­co que ofrecer como valor pero donde la reproducción de la vida está me­diada por el dinero, la compulsión de valorizar se desata con toda violencia. Frente al extractivismo que expulsa a las poblaciones de sus territorios, las organizaciones de Honduras defien­den el derecho a la permanencia. Sus compatriotas reclaman la posibilidad de emigrar, el derecho a irse. Pero los centroamericanos parecen no tener ninguno de los dos. Sin poder quedarse y sin poder irse, ¿cuál es su lugar en el siglo veintiuno?

En un mundo donde no caben otros mundos, la política imperial se preocupa cada vez más por sal­var a los suyos. Incapaz de recrear la misión civilizadora de la época de Kipling —cuando la carga del hom­bre blanco implicaba forjar un mun­do a su imagen y semejanza (pero también a su servicio)—, se limita a defender los intereses internos. Frente a la corrosión de la sociabi­lidad burguesa a escala mundial, el imperio no tiene más que construir muros. Y poco que combatir sino la droga y el «terrorismo», enemigos infinitos sin principio, medio ni final.

En esta realidad, la política de Estados Unidos hacia Centroamé­rica ya no se ocupa de los mercados y la revolución, sino de las drogas y la inmigración. Ambos implican el control de los cuerpos y la militari­zación de los espacios: si América Central sigue siendo un laboratorio, solo lo es de esta necropolítica en movimiento. Su mano derecha es el punitivismo que construye muros y llena cárceles. Su mano izquierda quiere sacar a los jóvenes de la mi­gración y las drogas para que estén más seguros. En una región inviable en términos de la lógica del valor, las relaciones con Estados Unidos no pueden sino ser ambiguas.

En el mejor de los casos, la polí­tica estadounidense pretende salvar el mundo de los blancos a escala glo­bal. Ello significa preservar el capa­razón liberal en un mundo cada vez menos liberal. De ahí las paradojas en Centroamérica, donde es posible encontrar a la cooperación interna­cional del lado de los «buenos» en el bang-bang regional. La lucha contra la corrupción, la política antidrogas, la libertad de prensa, el pensamien­to crítico, la militancia ecologista, el indigenismo e incluso los derechos humanos son valores que encajan en la agenda liberal de salvar a su pro­pio mundo. Salvar el mundo de los blancos a nivel global, en definitiva, significa defender las instituciones y los valores liberales que la propia di­námica del neoliberalismo erosiona. Ello explica la permanente ambiva­lencia de Estados Unidos, que no pue­de evitar la erosión inherente a esta forma social mientras que al mismo tiempo pretende preservarla (después de todo, su reino es en este mundo).

Esta dinámica corrosiva se mue­ve entre la aceleración de la crisis (como sucedió bajo el mandato de Trump) y los intentos por conte­nerla; entre la subversión —para mal— de los valores liberales y su defensa anacrónica. En un mundo en el que la subversión está encar­nada por la derecha, los liberales a menudo convergen con la izquierda en la defensa de lo que queda de la sociabilidad de antaño.

Y es en el brazo internacional de esta política de contención donde se apoyan las diversas causas demo­cráticas centroamericanas. Estados Unidos, que anuló la reforma agraria de Arbenz, apoyó hace unos años un proyecto de reforma agraria integral en Guatemala, que el Congreso ter­minó vetando. La propia elección de Xiomara Castro puede verse a la luz de esta dinámica: la aceleración de la crisis bajo Juan Orlando Hernández exigía su contención. Así, el mismo Departamento de Estado que apo­yó el golpe en 2009 dio la bienveni­da a Castro trece años después. En un contexto en el que Giammattei, Bukele y Ortega —aunque por dife­rentes motivos— tensan las relacio­nes con Estados Unidos, el gobierno de izquierdas hondureño se convier­te en un posible aliado en la región.

La crisis sistémica del ca­pital erosiona el tejido social, el medioambiente y los valores liberales a diferentes ritmos e in­tensidades según la posición de cada país en el sistema global. Y América Central, una región marginada del sistema, revela hoy los efectos de esta corrosión a un nivel avanzado. Excluida de un sistema totalizador que no admite extraños, la anomia centroamericana no puede aislarse y penetra en el centro imperial por sus poros, condicionando su polí­tica en términos muy diferentes a como supo hacerlo en el pasado. Así las cosas, la región que vivió uno de los capítulos más sangrientos de la contrarrevolución mundial durante la Guerra Fría vive ahora uno de los capítulos menos prometedores del desafío burgués: el de salvar su mun­do… o acelerar su final.

FABIO LUIS BARBOSA DOS SANTOS

Profesor del Departamento de Relaciones Internacionales de la Universidad Federal de São Paulo.

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