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El extraño giro a la derecha de Mario Vargas Llosa

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Imagen: Mario Vargas Llosa en el Palacio Presidencial de El Salvador, el 8 de marzo de 1984. (Robert Nickelsberg / Getty Images)

MARTÍN RIBADERO

El giro del novelista peruano Mario Vargas Llosa hacia el neoliberalismo autoritario ha desconcertado a muchos. Un nuevo libro remonta su camino hacia la derecha hasta una disputa con Fidel Castro.

El artículo que sigue es una reseña de Cinco días en Moscú. Mario Vargas Llosa y el socialismo soviético (1968) (Reino de Almagro, 2024) de Carlos Aguirre y Kristina Buynova.

El peruano Mario Vargas Llosa ha sido uno de los principales escritores e intelectuales del siglo XX en América Latina. Fue parte de un grupo de novelistas que alcanzó fama internacional, el denominado «boom latinoamericano», junto al mexicano Carlos Fuentes, el argentino Julio Cortázar y el oriundo de Colombia, Gabriel García Márquez. Desde sus años de juventud en Lima, Vargas Llosa intentó situarse en la vanguardia literaria bajo el legado del modernismo de Rubén Darío, la narrativa francesa y la tradición de los escritores estadounidenses, en una búsqueda por diagramar un «realismo latinoamericano» atento a captar las dinámicas y cambios que afectaban a las sociedades de la región. En términos político-ideológicos, aunque en la actualidad se lo asocia con el liberalismo y las derechas, en los años 60 y 70 apoyó de manera ferviente a la Revolución cubana, a los procesos de descolonización y, con matices, a las experiencias socialistas.

Un reciente libro publicado por los investigadores Carlos Aguirre y Kristina Buynova aborda un tramo de la trayectoria de este escritor y su relación con los procesos políticos y culturales que interpelaron a buena parte de la intelectualidad latinoamericana. El trabajo de Aguirre y Buynova permite calibrar con precisión, por un lado, su derrotero político-ideológico en el período, y por el otro, el vínculo con el mundo cultural cubano y soviético. Producto del acceso que ambos académicos tuvieron a archivos y materiales hallados en Estados Unidos, Rusia y América Latina, el libro intenta explicar las razones que llevaron al novelista peruano desde una posición de identificación con Cuba en particular y los socialismos en general, a un profundo desencanto, el cual habilitó la enunciación de una crítica general y rotunda a todas estas experiencias. El acceso a su correspondencia personal, publicaciones periódicas y cartas diversas, habilita componer al detalle ese instante en torno a un momento significativo de su vida como fue el viaje realizado a la Unión Soviética en 1968.

Los viajes a la Rusia revolucionaria fueron moneda corriente a lo largo del siglo XX para intelectuales, escritores, políticos, militantes e incluso trabajadores. Visitar Moscú y otras ciudades rusas se reveló imprescindible para quienes se interesaban por «ver» y «tocar» el nuevo futuro de la humanidad. La historiografía hace tiempo examina los rasgos de esos viajes, sus protagonistas, las redes utilizadas, los lugares transitados y la posterior vuelta al país de origen en donde se exponían las opiniones sobre lo vivido. El de Vargas Llosa es uno de los tantos que se registran entre los escritores e intelectuales latinoamericanos que arribaron a suelo ruso. De hecho, el propio escritor lo ha contado en varias oportunidades. Desde su punto de vista, esa travesía fue fundamental para obtener una real conciencia de lo que ocurría en esos países. Hizo emerger, ha comentado, su desencanto con los socialismos «realmente existentes», al observar que no solo esas sociedades todavía eran desiguales, sino que, lo más preocupante, en ellas no existía libertad de expresión. Aunque años antes de su arribo a Moscú había criticado el trato y la censura que recibieron los escritores rusos Andrei Siniavski, Yuli Daniel y Alexandr Solzhenitsyn, al igual que los episodios cubanos de supresión de libertad artística (como la prohibición del documental PM de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal), Vargas Llosa todavía elegía recostarse sobre los logros de los socialismos en materia social, al considéralos parte de una solución global a los problemas que los propios países latinoamericanos afrontaban.

Este apoyo reiterado por parte de Vargas Llosa tanto a la Unión Soviética como a la Cuba revolucionaria, no se explica únicamente por razones políticas o ideológicas. Existieron otras. Según Aguirre y Buynova, la «diplomacia cultural»—relaciones entre estados o con personas en torno al intercambio de ideas, artes y  escritores con el fin de establecer vínculos amistosos—que ejercieron ambos países fue central en su acercamiento y toma de posición con cada uno. Pero si la simpatía y el amor recíproco con Cuba es bastante conocido gracias a diversas investigaciones, menos lo es en relación al mundo cultural ruso. Este es uno de los tantos aportes del libro. En efecto, en el segundo capítulo se observa los inicios de ese vínculo al constatar de qué manera la Unión Soviética, tras la muerte de Stalin, experimentó un renovado apetito por la literatura mundial, y en particular por quienes, como Vargas Llosa, protagonizaban un momento estelar en el escenario internacional de las letras.

Una muestra del interés soviético por la novelística latinoamericana estuvo asociada a la publicación de su libro, La ciudad y los perros. Como se evidencia en el tercer capítulo, Vargas Llosa tuvo el privilegio de haber sido el primero del Boom en ser traducido al ruso en 1965. Galardonado ya en España y siendo Carlos Barral, dueño de la editorial española y especializada en literatura Seix Barral, su editor, el libro llegó a Rusia gracias al envió que realizó el propio Barral con vista a expandir su presencia en el mercado global literario. La editorial rusa La Joven Guardia fue la encargada de evaluar, aceptar, traducir, pero también censurar el trabajo del escritor peruano. Tal como el historiador Robert Darnton demostró en su libro Censors at Work: How States Shaped Literature para el caso de la Alemania Democrática, este ejercicio control era un aspecto esencial de la política cultural que los países socialistas implementaban sobre las producciones de los escritores. No obstante, también probó Darnton, dicho juicio valorativo no se establecía desde la cúspide de manera vertical, sino que en su factura intervenían distintas figuras mediadoras que negociaban el resultado final relativizando las prohibiciones. La ciudad y los perros fue objeto de este similar mecanismo por parte de la editorial La Joven Guardia, sobre todo al afectar las partes donde aborda temas como la homosexualidad o actos sexuales. Un borramiento análogo también sufrió la edición española por parte del gobierno del general Franco, aunque allí se sumó todo lo asociado al militarismo y el autoritarismo existente en la sociedad peruana que el texto exponía de manera crítica. Según los autores, a pesar de la censura recibida y que incluso Vargas Llosa nunca autorizó su publicación en la Unión Soviética, los rusos no solo pagaron antes tarde que temprano los derechos de autor correspondientes, sino que también, a modo de compensación, lo invitaron a visitar Moscú por un tiempo.

Lo observado en el viaje, la censura acontecida y la publicación sin permiso, sin embargo, no significaron un quiebre de la relación de Vargas Llosa con Cuba y Rusia. El inicio del distanciamiento, el cual de allí en más será irrefrenable y aún extremo, ocurrió a raíz de otro evento: la invasión soviética a Checoslovaquia en agosto de 1968. Ante el intento por democratizar el régimen socialista de Praga, la URSS había ocupado la capital con tropas y tanques, con el propósito de doblegar a un sector político checo interesado por cambiar las reglas de juego hasta ese momento vigentes. Casi inmediatamente, muchos intelectuales de renombre mundial protestaron contra una intrusión que desde su lectura obturaba el derecho de los pueblos a la autodeterminación y a la democracia. Vargas Llosa, pero también otros miembros del Boom como García Márquez, se sumaron a las múltiples denuncias publicadas por entonces, algunas de las cuales fueron dirigidas a la Unión de Escritores de la URSS en cuanto a los atropellos cometidos y el carácter imperial del suceso.

Sin embargo, como bien señalan los autores del libro en el capítulo cuatro y último, no fue este acontecimiento en sí, como tampoco su mirada sobre Moscú, lo que marcó el quiebre de Vargas Llosa con las experiencias socialistas. El hecho más significativo estuvo asociado al sustento que Fidel Castro brindó a la intromisión soviética. Para Aguirre y Buynova, la declaración de Castro a favor de los rusos tuvo mayor importancia para los intelectuales latinoamericanos que la ocupación misma. Pero mientras amigos cercanos como García Márquez optaban por bajar los decibeles, Vargas Llosa no tuvo reparos en cuestionar de forma pública a Fidel. En un artículo publicado en la revista limeña Caretas en septiembre de 1968, titulado «El socialismo y los tanques», cuestionaba el respaldo prestado por el líder cubano al comentar que esta era una «invasión militar destinada a aplastar la independencia de un país» que pretendía «organizar su sociedad de acuerdo a sus propias convicciones».

La decepción asumida respecto a la URSS, la mirada negativa sobre Moscú, los problemas asociados a la edición de su libro y, finalmente, la invasión soviética, se coagularon a partir de la decisión tomada por Castro respecto al asunto checo. Desde ese momento, Aguirre y Buynova registran el inicio del fin de la relación de Vargas Llosa con Cuba, y por supuesto con la Unión Soviética. El encarcelamiento sufrido por el escritor cubano Heberto Padilla en 1971, sentenció la decisión de Vargas Llosa de poner punto final a más de una década de solidaridad y fraternidad con dos de los proyectos trasformadores más potentes del socialismo mundial. Fue el comienzo de un camino que, producto de esa desilusión, lo condujo a asumir una posición crítica hacia las izquierdas al amparo de la tradición liberal, y progresivamente integrarse a otra familia política e ideológica de la cual todavía es parte: la de las derechas latinoamericanas.

El libro de Aguirre y Buynova reconstruye con precisión, solvencia de fuentes y sensibilidad analítica un momento bisagra en la vida del escritor peruano como fue el año 1968. Si bien a partir de allí dejó de lado su adscripción al socialismo, no menos cierto es advertir que conservó cierta forma en el desempeño como intelectual público. Su rebeldía, el culto a la exposición pública y una notable capacidad de ejercer la polémica, forjados parte en su Lima natal y parte entre las filas de la izquierda revolucionaria latinoamericana, son cualidades que conservó para desempeñar, tal como afirma en este artículo Stéphen Boisard, su rol como «divulgador» de ideas liberales y conservadoras desde los años 90 hasta la actualidad. Pero esa es otra historia.

MARTÍN RIBADERO

Investigador y profesor regular en la Universidad Nacional de San Martín (Argentina).

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