La principal ventaja que aportaría la implantación del socialismo es, sin duda, la de relevarnos de la sórdida necesidad de vivir para otros que, en el actual estado de cosas, tanto presiona sobre casi todos. En realidad, casi nadie escapa a ella.
De vez en cuando, en el curso del siglo, un gran hombre de ciencia como Darwin; un gran poeta como Keats; un fino espíritu crítico como el del señor Renan; un artista supremo como Flaubert, ha podido aislarse, mantenerse fuera del alcance de los clamorosos reclamos de los demás, mantenerse al resguardo del muro, como dice Platón, y, así, realizar la perfección que había dentro suyo, para su propio incomparable beneficio, y para el incomparable y duradero beneficio de todo el mundo. Estas, sin embargo, son las excepciones. La mayoría de la gente arruina su vida por un malsano y exagerado altruismo; en realidad, se ven forzados a arruinarse así. Es inevitable que se conmuevan, al verse rodeados de tan tremenda pobreza, tremenda fealdad, tremenda hambre. En el hombre, las emociones se suscitan más rápidamente que la inteligencia; y como señalara hace algún tiempo en un artículo sobre la función de la crítica, es mucho más fácil solidarizarse con el sufrimiento que con el pensamiento.
De esta forma, con admirables, aunque mal dirigidas intenciones, en forma muy seria y con mucho sentimiento, se abocan a la tarea de remediar los males que ven. Pero sus remedios no curan la enfermedad: simplemente la prolongan. En realidad, sus remedios son parte de la enfermedad.
Tratan de resolver el problema de la pobreza, por ejemplo, manteniendo vivos a los pobres; o, como lo hace una escuela muy avanzada, divirtiendo a los pobres.
Pero ésta no es una solución; es agravar la dificultad. El objetivo adecuado es tratar de reconstruir la sociedad sobre una base tal que la pobreza resulte imposible. Y las virtudes altruistas realmente han evitado llevar a cabo este objetivo. Así como los peores dueños de esclavos fueron quienes los trataron con bondad, evitando así que los que sufrían el sistema tomaran conciencia del horror del mismo, y, los que observaban, lo comprendiesen, igual sucede con el estado actual de cosas en Inglaterra, donde la gente que más daño hace es la que trata de hacer más bien; y por fin hemos tenido hombres que estudiaron realmente el problema y conocen la vida –hombres educados que viven en el East End– adelantándose e implorando a la comunidad para que restrinja sus impulsos altruistas de caridad, benevolencia y otros parecidos. Se basan en la afirmación de que la caridad degrada y desmoraliza. Están perfectamente en lo cierto. La caridad crea una multitud de pecados. También debe decirse esto al respecto. Es inmoral usar la propiedad privada a fin de aliviar los terribles males que resultan de la misma institución de la propiedad privada. Es, a la vez, inmoral e injusto.
Bajo el socialismo todo esto, naturalmente, se modificará. No habrá gente viviendo en fétidas pocilgas, vestida con hediondos andrajos, criando niños débiles, acosados por el hambre, en medio de circunstancias absolutamente imposibles y repulsivas. La seguridad de la sociedad no dependerá, como sucede ahora, del estado del tiempo. Si llega una helada, no tendremos a cien mil hombres sin trabajo, deambulando por las calles miserablemente, o pidiendo limosna a sus vecinos, o apiñándose ante las puertas de repugnantes albergues para tratar de asegurarse un pedazo de pan y un sucio lugar donde pasar la noche. Cada miembro de la sociedad compartirá la prosperidad y felicidad general, y si cae una helada, prácticamente nadie estará peor.
Por el otro lado, el socialismo por sí mismo será valioso simplemente porque conducirá al Individualismo.
El socialismo, el comunismo, o como uno quiera llamarlo, al convertir la propiedad privada en riqueza pública, y al reemplazar la competencia por la cooperación, restituirá a la sociedad su condición de organismo sano, y asegurará el bienestar material de cada miembro de la comunidad. Dará a la vida una base y un medio adecuados. Pero algo más se necesita para que la vida en su desarrollo completo logre su más alta forma de perfección. Se necesita el Individualismo. Si el socialismo es autoritario; si hay gobiernos armados de poder económico, como lo están ahora de poder político; si, en una palabra, llegamos a tiranías industriales, entonces la condición del hombre sería peor que la actual. Mucha gente, en el presente, a raíz de la existencia de propiedad privada, puede desarrollar un muy limitado individualismo. Son los que no necesitan trabajar para vivir, o pueden elegir la esfera de actividad que realmente se aviene a su personalidad y les brinda placer. Son los poetas, los filósofos, los hombres de ciencia; en una palabra, los hombres auténticos, los hom bres que se han realizado, y con los que la humanidad entera logra una parcial realización. Hay en cambio mucha gente que, sin propiedad privada y estando siempre al borde del hambre, se ve obligada a hacer el trabajo de bestias de carga, tareas que nada tienen que ver con ellos y a las cuales se ven forzados por la perentoria, irracional, degradante tiranía de la necesidad. Estos son los pobres; no hay gracia en sus maneras ni en sus palabras, ni educación, cultura o refinamiento en sus placeres, ni gozo por la vida. La humanidad se beneficia en prosperidad material, con el aporte de su fuerza colectiva. Pero solamente el aspecto material es el que se beneficia; y el hombre que es pobre, en sí mismo, no tiene absolutamente ninguna importancia. Es meramente el átomo infinitesimal de una fuerza que, en lugar de tomarlo en cuenta, lo destroza; en realidad, lo prefiere destrozado, ya que de esta forma es mucho más obediente.
Podrá decirse, por supuesto, que el individualismo generado bajo las condiciones de la propiedad privada no es siempre, o por lo general, bueno ni maravilloso, y que si bien los pobres no tienen cultura ni encanto, tienen sin embargo muchas virtudes. Estas dos afirmaciones serían perfectamente ciertas. La posesión de propiedad privada resulta a menudo extremadamente desmoralizadora y ésta es por supuesto una de las razones por las cuales el socialismo quiere librarse de esta institución. En realidad, la propiedad resulta un estorbo. Años atrás, hubo gente que recorría el país afirmando que la propiedad genera obligaciones; la proclamaban tanto y en forma tan tediosa que, al final, la Iglesia comenzó a decirlo a su vez. Se escucha ahora desde cada púlpito. Es perfectamente cierto. La propiedad tiene obligaciones y tiene tantas, que poseer propiedades resulta una carga. Genera constantes reclamaciones, interminable atención a los negocios, perpetuos malestares. Si la propiedad sólo ofreciera placeres, la podríamos soportar; pero sus obligaciones la hacen insoportable. En el propio interés de los ricos, debemos desembarazarnos de ella. Las virtudes de los pobres pueden reconocerse fácilmente, y mucho deben lamentarse. Con frecuencia se nos dice que los pobres están agradecidos a la beneficencia. Algunos de ellos lo están, sin duda, pero los mejores entre los pobres nunca están agradecidos. Están descontentos, desagradecidos, son desobedientes y rebeldes, y tienen mucha razón al sentirse así. Sien ten que la caridad es un modo ridículamente inadecuado de restitución parcial, o una limosna sentimental, acompañada ha bitualmente por un impertinente intento por parte del sentimentalista de tiranizar sus vidas privadas. ¿Por qué sentir agradecimiento por las migajas que caen de la mesa del rico? Debieran estar sentados compartiendo la mesa, y lo están empezando a saber. Y en cuanto a estar descontentos, un hombre que no lo estuviera en ese medio y llevando tan baja forma de vida, sería un perfecto bruto. La desobediencia, a los ojos de cualquiera que haya leído historia, es la virtud original del hombre. A través de la desobediencia, se ha progresado; a través de la desobediencia, y a través de la rebelión. Algunas veces se alaba a los pobres por ser ahorrativos. Pero recomendar el ahorro a un pobre es a la vez grotesco e insultante. Es co mo recomendar a un hombre que se está muriendo de hambre, que coma menos. Sería absolutamente inmoral que un trabajador del campo o de la ciudad practique la frugalidad. El hombre no debiera estar dispuesto a demostrar que puede vivir como un animal mal alimentado. Debiera negarse a vivir así, y robar o pedir ayuda pública, cosa que muchos consideran una forma de robo. En cuanto a la men dicidad, es más seguro pedir que tomar; pero es más grato tomar que pedir. No: aquel pobre que es desagradecido, que no es ahorrativo, que está descontento y en rebeldía, ese hombre probablemente tiene una verdadera personalidad, y tiene mucho dentro suyo. De cualquier forma, representa una protesta saludable. En cuanto a los pobres virtuosos, uno bien puede sentir lástima de ellos, sin duda, pero no se les puede admirar. Han llegado a un acuerdo privado con el enemigo, y vendido su derecho de nacimiento por un mal plato de comida. También tie nen que ser enormemente estúpidos. Puedo comprender a aquel hombre que acepta las leyes que protegen la propiedad privada, admitiendo que ésta se acumule, en tanto él mismo, bajo estas circunstancias, esté en condiciones de realizar alguna forma de vida hermosa e intelectual. Pe ro no puedo comprender que aquel a quien esas leyes destrozan y hacen horrible la vida pueda estar de acuerdo con que las mismas continúen.
No es difícil, sin embargo, encontrar la explicación a esto. Es simplemente que la miseria y la pobreza son tan absolutamente degradantes, y ejercen un efecto tan paralizante sobre la naturaleza humana, que ninguna clase tiene realmente conciencia de su propio sufrimiento. Debe decírselo otra gente, y, con frecuencia, son absolutamente incrédulos. Lo que dicen los patrones acerca de los agitadores es incuestionablemente cierto. Los agitadores son un conjunto de personas que interfiere, que perturba, que llega a una clase perfectamente contenta de la comunidad y siembra en ella la semilla del descontento. Es por esta razón que los agitadores son tan absolutamente necesarios. Sin ellos, en el estado incompleto en que nos hallamos, no se produciría adelanto alguno hacia la civilización. La esclavitud se abolió en Norteamérica, pe ro no como consecuencia de la acción de los propios es clavos, o por algún expreso deseo de su parte para que se los libere. El sistema fue abolido como resultado de la acción abiertamente ilegal de algunos agitadores, en Boston y en otras partes, que no eran esclavos, ni propietarios ellos mismos de esclavos, ni tenían realmente nada que ver con la cuestión. Fueron, indudablemente, los abolicionistas los que encendieron la llama de la antorcha, los que comenzaron todo. Y es curioso notar que, de los mismos esclavos, no recibieron solamente muy poca colaboración sino ni siquiera alguna comprensión; y cuando, al terminar la guerra, los esclavos se vieron libres, se encontraron tan absolutamente libres que estaban libres para morir de hambre y muchos de ellos, amargamente, lamentaron el nuevo estado de cosas. Para el pensador, el hecho más trágico de toda la Revolución Francesa no es que María Antonieta muriera por ser una reina, sino que el campesino hambriento de la Vendée voluntariamente saliera a morir por la horrible causa del feudalismo.
Queda claro, entonces, que ningún sistema de socialismo autoritario servirá. Pues mientras bajo el actual sistema bastante gente puede vivir con un cierto margen de libertad, y expresión, y felicidad, bajo un sistema industrial cuartelario, o bajo un sistema de tiranía económica, nadie tendría esa libertad. Debe lamentarse que una parte de nuestra comunidad viva prácticamente en la esclavitud, pero es infantil proponer que se resuelva el problema con la esclavitud de toda la comunidad. Cada hombre debiera ser libre para escoger el propio trabajo. No debiera ejercerse sobre él ninguna compulsión. Existiendo com pulsión, el trabajo no será bueno para él, no será bueno en sí mismo, y no será bueno para los demás, y por trabajo me refiero simplemente a cualquier tipo de actividad.