por Franco Machiavelo
La derrota no llegó por sorpresa; fue cultivada con paciencia por décadas de pasividad, complicidad y concesiones. La ultraderecha no gana simplemente por fuerza o demagogia, sino porque quienes decían representarnos se encargaron de vaciar la política de contenido, de diluir los programas en discursos tibios y de arrodillarse ante los poderes económicos que controlan la sociedad. La historia de esta elección es la historia de una izquierda que renunció a sí misma.
La candidata que se proclamaba representante del pueblo terminó convirtiéndose en un espectáculo, un entretenimiento gratuito para la oligarquía y el poder imperial. Sus continuos giros, su renuncia a ideas fundamentales como la defensa de los derechos sociales o la soberanía sobre los recursos estratégicos, no fueron errores menores: fueron traiciones a un proyecto de país posible. Sus críticas teatrales a gobiernos extranjeros no fortalecieron ninguna convicción propia; solo sirvieron para demostrar lealtad a quienes históricamente han pisoteado a Chile y a su pueblo.
Sin un programa claro, sin un proyecto de clase que hable directamente a las necesidades de los trabajadores y los sectores populares, el vacío se vuelve tangible. Los votantes, confundidos y decepcionados, miran al horizonte electoral y no encuentran a nadie que represente sus intereses. Y mientras la izquierda se entretiene en juegos de buenas intenciones y circos mediáticos, la ultraderecha avanza con la seguridad de quien conoce su poder real: económico, mediático y cultural.
La derrota no es solo táctica, es dialéctica. Cada concesión al neoliberalismo, cada renuncia a los principios fundantes, cada intento de agradar a los enemigos del pueblo se transforma en un paso hacia la derrota. La política no es espectáculo: es confrontación de intereses, construcción de conciencia y lucha por la justicia. Cuando la izquierda olvida esto, no hay campaña que pueda salvarla.
El resultado es brutal pero lógico: la victoria de la ultraderecha no es un accidente, sino la consecuencia directa de una izquierda que abandonó la audacia de sus ideas y se perdió en la mediocridad de la adaptación. Arrodillarse ante los poderes que oprimen al pueblo no produce votos, produce derrota; rendirse frente a la lógica del capital no produce esperanza, produce derrota; entretener al enemigo con buenas intenciones no produce transformación, produce derrota.
En Chile, la derrota fue anunciada. No hay sorpresa, solo la confirmación de que sin convicción, claridad de ideas y fidelidad a los principios que defienden a los trabajadores y al pueblo, cualquier aspiración de cambio se convierte en un teatro vacío, un espacio para que los poderosos sigan consolidando su hegemonía.
La candidata que se proclamaba representante del pueblo terminó convirtiéndose en un espectáculo, un entretenimiento gratuito para la oligarquía y el poder imperial. Sus continuos giros, su renuncia a ideas fundamentales como la defensa de los derechos sociales o la soberanía sobre los recursos estratégicos, no fueron errores menores: fueron traiciones a un proyecto de país posible. Sus críticas teatrales a gobiernos extranjeros no fortalecieron ninguna convicción propia; solo sirvieron para demostrar lealtad a quienes históricamente han pisoteado a Chile y a su pueblo.
Sin un programa claro, sin un proyecto de clase que hable directamente a las necesidades de los trabajadores y los sectores populares, el vacío se vuelve tangible. Los votantes, confundidos y decepcionados, miran al horizonte electoral y no encuentran a nadie que represente sus intereses. Y mientras la izquierda se entretiene en juegos de buenas intenciones y circos mediáticos, la ultraderecha avanza con la seguridad de quien conoce su poder real: económico, mediático y cultural.
La derrota no es solo táctica, es dialéctica. Cada concesión al neoliberalismo, cada renuncia a los principios fundantes, cada intento de agradar a los enemigos del pueblo se transforma en un paso hacia la derrota. La política no es espectáculo: es confrontación de intereses, construcción de conciencia y lucha por la justicia. Cuando la izquierda olvida esto, no hay campaña que pueda salvarla.
El resultado es brutal pero lógico: la victoria de la ultraderecha no es un accidente, sino la consecuencia directa de una izquierda que abandonó la audacia de sus ideas y se perdió en la mediocridad de la adaptación. Arrodillarse ante los poderes que oprimen al pueblo no produce votos, produce derrota; rendirse frente a la lógica del capital no produce esperanza, produce derrota; entretener al enemigo con buenas intenciones no produce transformación, produce derrota.
En Chile, la derrota fue anunciada. No hay sorpresa, solo la confirmación de que sin convicción, claridad de ideas y fidelidad a los principios que defienden a los trabajadores y al pueblo, cualquier aspiración de cambio se convierte en un teatro vacío, un espacio para que los poderosos sigan consolidando su hegemonía.











