EL CLARÍN DE CHILE
Cuando en 2018 irrumpió la nueva ola feminista en las universidades chilenas, hubo quienes vieron con preocupación que el movimiento estudiantil se debilitaría al desenfocarse de los problemas principales: financiamiento, equidad, estructura y calidad de la educación superior. Sin duda esos son asuntos fundamentales aún no resueltos hoy en Chile (no olvidemos que siguen en aumento las deudas estudiantiles, por ejemplo), a pesar de la fuerza de las demandas y de esos pasos iniciales y fallidos que por un momento nos hicieron creer que avanzaríamos hacia la desmercantilización de la educación. Y si bien es cierto que hubo una suerte de debilitamiento y pausa, lo que se interrumpió era un curso que estaba agotado pues al igual como ocurría con las demandas necesarias de todas las otras áreas, al presentarse fragmentadas eran sistemáticamente desoídas o birladas.
Las federaciones de estudiantes en gran proporción quedaron entonces en manos de mujeres, hubo asambleas feministas, y tras una seguidilla de denuncias graves de abuso y acoso de carácter sexual, las universidades empezaron a elaborar reglamentos, manuales y crearon estructuras de equidad de género.
Las denuncias no solo provenían de estudiantes, también denunciaron académicas, directivas y funcionarias, mientras continuaban estremeciendo en las noticias indignantes casos de violencia de género en espacios públicos y privados.
La evidencia y magnitud del abuso era tal que ―“no lo veían venir”, eso tampoco―, la marcha del 8M 2019 ¡fue gigantesca! Pero más que su gran tamaño de 800 mil mujeres movilizadas que pudo haber pasado rápidamente al olvido, la marcha 8M dejó instalado en el sentido común nacional un rechazo total contra el abuso. Contra todos los abusos.
Así, la discriminación y abuso contra las mujeres dejó de ser un asunto acotado y específico para quedar al centro del gran torrente transformador aglutinando todas las demandas sociales, incluidas las estudiantiles y el derecho a la educación.
De ahí en adelante, cada episodio de abuso ―racista, clasista, sexista, xenófobo, económico, ambiental, territorial, político― fue acumulando tensión hasta llegar a un estallido popular que apunta a la discriminación, a la sobreexplotación y la consecuente humillación impuesta con la violencia en todas sus formas presentes en la sociedad chilena. Al 18 O se llegó gracias al 8 M.
Humillando es como se había logrado prolongar la subordinación social: de las mujeres, trabajadores, estudiantes, mayores, enfermos, pobres, indígenas, disidencias sexuales, extranjeros, desplazados, expoliados. Por décadas se había mantenido humillada a toda la población marginada por ese 20% privilegiado que concentra el 72% del PIB, a los que no pertenecemos al selecto grupo de 1.800 personas que son las dueñas del país, que concentran todas las riquezas incluido el grueso de las cotizaciones previsionales de la masa trabajadora y tienen ingresos obscenos del orden de dos mil millones de pesos mensuales. Mientras, la mitad de las pensiones en Chile están bajo el salario mínimo.
Ese borde que separa a la élite del pueblo es un margen que al excluirnos, construye y exacerba un escenario propicio para la vergüenza y humillación como un dispositivo para dominar y controlar.
Abuso sexual y pobreza son humillantes, aún más si la víctima es culpada por los mismos abusadores para justificarse: el pobre sería pobre por flojo, la mujer violada o acosada, por andar provocando. Esa es la lógica disfrazada bajo los términos de libertad y mérito ―repetidos hasta el cansancio por la elite como un mantra―, que han sido vaciados de sentido en el modelo neoliberal impuesto como un ladrillo de rango constitucional. La humillación aquí ha actuado de articulador del Estado de Excepción que nos ha regido desde 1973, explícitamente durante la dictadura y como pedal de fondo solapado pero creciente durante la transición que nos mantuvo en una democracia incompleta y que el ejercicio de privilegios por parte de la minoría dominante, fue haciendo cada vez más ilegítima.
Dignidad opuesta a esa humillación parece ser la que por estos días aflora en Chile. Es tal vez de una larga pesadilla de humillación que venimos despertando y podemos recién ahora enfrentar las profundas huellas de la dictadura que prevalecen sostenidas por los representantes del pinochetismo en sus distintas versiones y tonalidades y también de eso que llamamos “partido del orden”.
Es inútil el empeño del gobierno y el sector hegemónico para volver al cauce que llevábamos, levantando campañas de terror o con anuncios cosméticos, precisamente porque dejamos de sentir vergüenza y no pueden continuar humillando.
Ahora, denunciamos los abusos sin culpa ni vergüenza, podemos nombrar la violación y al violador, el “patipelado” se muestra con el orgullo de no haber renunciado, exigimos sin titubear nuestros derechos y sabemos que la Constitución de Pinochet que nos rige hasta hoy debe ser derogada y reemplazada por una escrita democráticamente, con amplia participación y paridad de género pues sólo así será legítima. El pueblo movilizado ha corrido el borde para dejar ahora afuera, marginados como la escoria social que son, a abusadores, traidores y vendidos.
Marcan estos días con el estigma del abuso sexual y la mutilación. Sacan los ojos, violan, matan. Pero, se han equivocado en esta ocasión: la humillación ha transmutado en dignidad colectiva.
“Hasta que valga la pena vivir” se lee en las calles chilenas, como declaración poderosa de una determinación por la dignidad inclaudicable.
Las mujeres que ya no se dejan abusar abrieron el camino, y también el Pueblo Mapuche, el Magisterio, estudiantes, movimientos por pensiones dignas, por el derecho al agua, la salud, el medio ambiente, por la infancia, los sindicatos, la sociedad civil organizada en una multiplicidad de formas. Y sin duda, abrieron camino con enorme valentía, las y los jóvenes estudiantes de secundaria que luego de meses de represión brutal, decidieron llamar a evadir.
El poder ya ha sido desplazado a un lugar no constituido, descentrado y difuso, compartido en todas las manos de mujeres y hombres por igual, de todas las edades y pueblos. Está el poder en cada cabildo ciudadano y en cada plaza a lo largo de Chile. Es ni más ni menos que el poder constituyente en su momento constituyente. Pero se trata por su propia naturaleza de un poder que está expuesto y bajo amenaza, en un momento de duración indefinida y que enfrenta un inminente proceso desconocido e incierto.
Nuevamente, las luchas feministas están al centro: recordando que enfrentamos a abusadores poderosos, implacables, tramposos que nos acechan en cada recodo de este camino, y exigiendo irrenunciablemente paridad de género en el Proceso Constituyente. “Paridad o muerte” es la consigna que resuena en la calle y en los pasillos del parlamento en estos días. Compañeras, ¡venceremos!
Roxana Pey
Coordinadora de la Cátedra de género Amanda Labarca, Universidad de Chile.
Enero 2020