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De aranceles y disparos en los pies

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Jacobin

Traducción: Pedro Perucca

El errático despliegue de aranceles de Donald Trump parece que va a aumentar la dependencia mundial respecto de China y a ahuyentar a las inversiones para la reindustrialización de Estados Unidos, socavando los objetivos declarados de su propia administración. No hay beneficios en este acuerdo incoherente y autodestructivo.

Imagen: El presidente de EE. UU., Donald Trump, celebra una reunión de gabinete en la Casa Blanca en Washington, DC, el 10 de abril de 2025. (Shawn Thew / EPA / Bloomberg vía Getty Images)

Mientras que los mercados entran en pánico y el público se prepara para el apocalipsis económico ante el nuevo régimen arancelario de EE.UU., tanto los aliados como los detractores de Donald Trump tienen el mismo mensaje: aquí hay un gran plan.

Cuando Trump lanzó su primera y masiva oleada de aranceles «recíprocos» para todo el mundo —aranceles que a menudo totalmente desproporcionados con respecto a los impuestos que muchos países aplican a los productos estadounidenses y que afectaban incluso a Estados amigos que tienen acuerdos de libre comercio con Estados Unidos—, ante las vehementes negativas de los funcionarios de Trump, los críticos insistieron en que todo esto era una táctica de negociación que pronto daría un giro de 180 grados. Luego, cuando Trump retiró abruptamente su propuesta, anunciando una pausa de noventa días y deleitándose con los líderes mundiales que le suplicaban que negociara, llegó el momento de que los funcionarios y aliados del presidente estadounidense afirmaran que todo había sido parte de un plan maestro de negociación.

«Vieron la mayor estrategia económica maestra de un presidente estadounidense de la historia», dijo el subjefe de gabinete de Trump, Stephen Miller. «Muchos de los que trabajan en los medios de comunicación claramente no leyeron The Art of the Deal (El arte de la negociación, libro de un ghostwriter, atribuido a Trump)», dijo la secretaria de prensa de la Casa Blanca, Karoline Leavitt.

Pero podría ser el momento de que tanto los seguidores de Trump como sus detractores se enfrenten a una idea más preocupante: que, tanto si te gustan los aranceles como si no, hay poca coherencia en el enfoque de la Casa Blanca, que en muchos puntos choca con la política exterior e interior más general. Y esta falta de un plan concertado podría llevar a la autodestrucción de todo el programa, si no a causar problemas mayores para los Estados Unidos.

Por ejemplo, ¿el objetivo de los aranceles es aislar a China en el escenario mundial y al mismo tiempo desvincular a la economía estadounidense de ella? Si es así, el repentino arancel del 125% que Trump anunció sobre los productos de ese país no parece una forma eficaz de hacerlo. China no solo es el tercer mayor socio comercial de EE.UU., sino que está íntimamente vinculada a las cadenas de suministro de muchos bienes vitales: el número de productos en los que Estados Unidos depende de las importaciones chinas casi se cuadruplicó entre 2000 y 2022, mientras que la cifra equivalente para China se redujo a la mitad. Un arancel tan alto, al que China respondió con otro arancel, hace que el comercio entre los dos países sea económicamente imposible, algo que afectará a Estados Unidos, potencialmente mucho más que a China.

En teoría, Estados Unidos podría reorientar rápidamente su comercio hacia otros países para cubrir al menos una parte del enorme vacío que dejará China en su economía. Pero al mismo tiempo Trump también está imponiéndole aranceles a todo el mundo no chino; sigue enfrascado en una guerra con Rusia, otro importante productor de materias primas que cuenta con reservas de minerales de tierras raras clave para las cadenas de suministro; y lleva meses enemistándose con los dos mayores socios comerciales de Europa y Estados Unidos, México y Canadá, a los que actualmente amenaza con bombardear y anexionar, respectivamente. Todo ello dificulta mucho la tarea de encontrar un reemplazo rápido para la relación con China.

Mientras tanto, para China las medidas de Trump están consiguiendo lo contrario al aislamiento, que es un objetivo geopolítico clave para la administración estadounidense. Europa y Pekín ya entablaron conversaciones para sustituir los aranceles sobre los vehículos eléctricos chinos que la Unión Europea puso en marcha el año pasado (en parte bajo la presión de Estados Unidos, con el fin de mantener a ambos a distancia), un esfuerzo que parece formar parte de un mayor relajamiento de las relaciones entre la UE y China.

Pekín también está en conversaciones con Japón y Corea del Sur (dos aliados de EE.UU. que se supone que dependen de él para equilibrar su relación con China), con el objetivo de elaborar una respuesta a los aranceles originales de Trump (que teóricamente volverán a entrar en vigor en solo tres meses), manteniendo sus primeras conversaciones económicas en cinco años. Los países del sudeste asiático, que ya registraron una creciente incertidumbre sobre el liderazgo mundial de EE.UU., también están manteniendo conversaciones con funcionarios chinos, ya que los analistas orientados a Occidente advierten que los aranceles estadounidenses corren el riesgo de acercarlos a China.

¿O el objetivo es relocalizar las fabricaciones estadounidenses? Si es así, tanto los expertos como los representantes de la industria advierten que la naturaleza repentina, generalizada y agresiva de los aranceles, irónicamente, va a dificultar esa relocalización, dada la actual dependencia de Estados Unidos de las importaciones chinas. Aunque en los últimos días, Trump hizo una excepción para los teléfonos inteligentes y otras importaciones de productos electrónicos de China, reconociendo que los aranceles estaban destinados a infligir costos insoportables a los consumidores estadounidenses, el mismo problema persiste para otras importaciones vitales para las que Trump no está haciendo excepciones.

Las fábricas no crecen de la nada: necesitan de materiales y maquinaria, y todo ello se encareció repentinamente como resultado de los aranceles. También necesitan que alguien ponga el dinero para construirlas, algo que muchas empresas no quieren hacer ahora mismo por una serie de razones, entre ellas la debilitada confianza de los consumidores y la creciente incertidumbre económica causada por el errático despliegue de los aranceles.

También necesitan trabajadores, algo que Estados Unidos no siempre puede garantizar en cantidad suficiente. Este es el caso tanto de ciertas industrias clave que dependen de mano de obra cualificada específica, como la farmacéutica —algo que vimos con los intentos de Joe Biden de reactivar la fabricación de microchips en Estados Unidos—, como de la fabricación en general, que necesita de todo tipo de trabajadores cualificados que hoy la la mano de obra estadounidense no puede proveer en las cantidades necesarias. Las empresas estadounidenses podrían contratar a esos trabajadores en el extranjero, pero eso se verá obstaculizado por la represión más amplia de Trump contra la inmigración, que le está negando o quitando visados a las personas por sus opiniones políticas o enviándolas a centros de detención durante semanas o incluso a una peligrosa prisión federal debido a errores burocráticos.

Incluso sin todos estos problemas, incluido el hecho de que, como admitió recientemente un miembro del sector, en Estados Unidos ya no existe el conocimiento para fabricar ciertos artículos como bicicletas, todo esto llevaría mucho tiempo. El proceso de construcción de una planta de fabricación lleva años, a veces toda una década, con innumerables puntos cruciales entre la compra del terreno para construirla y la ceremonia de inauguración. Existe una posibilidad muy real de que, al utilizar los aranceles como una herramienta contundente, Trump pueda provocar una desaceleración económica —un riesgo del que, según se informa, el mandatario es consciente y está dispuesto a asumir— que lleve a las empresas a agachar la cabeza y evitar expandirse.

Esto podría superarse si el gobierno asumiera un papel directo en el estímulo de la inversión del sector privado y en la supervisión de la expansión industrial, un factor importante en la historia de cómo China se convirtió en la potencia manufacturera que es. Pero esto se está estancando por la búsqueda de la administración Trump de una agenda antigubernamental radical en el frente interno, que combina una dura austeridad y recortes de impuestos que agotan los ingresos de los ricos con un desmantelamiento de la capacidad estatal a través del programa de despidos masivos del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, por sus siglas en inglés).

Entre las víctimas del DOGE se encuentra un tercio del personal de la oficina responsable de repartir el dinero de la Ley CHIPS de Biden (destinada a impulsar la fabricación de chips) y, ahora, según se informa, también del Departamento de Energía. Según Heatmap, miles de empleados del departamento podrían desaparecer en las próximas semanas, socavando los esfuerzos de Estados Unidos para garantizar nueva capacidad energética y vaciando las oficinas responsables de conceder préstamos a las empresas industriales y de impulsar la producción. Esto ocurre al mismo tiempo que la administración Trump, aparentemente sin otro motivo que el rencor, está tratando de recortar miles de millones de dólares en ayudas económicas, préstamos y subvenciones promulgadas bajo Biden para estimular las energías renovables y otros proyectos. Irónicamente, esto supondría una gran victoria para China, que ya domina el mundo en el área de la tecnología renovable.

También cabe preguntarse cómo encaja esta estrategia actual con el otro objetivo de Trump de impedir los esfuerzos de larga data por quitarle al dólar estadounidense el estatus de moneda de reserva mundial. George Saravelos, director global de investigación de divisas del Deutsche Bank, advirtió que, aunque Trump cambió de rumbo en su programa arancelario inicial, el daño ya estaba hecho y ahora «el mercado está reevaluando el atractivo estructural del dólar como moneda de reserva mundial y experimentando un proceso de rápida desdolarización».

Trump consideró esta perspectiva como un peligro, por lo que amenazó repetidamente a los países BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) con aranceles del 100% si se atrevían a intentar lanzar su propia moneda rival. Pero esta amenaza ahora tiene menos fuerza, porque Trump ya está sancionando hasta la médula a un país BRICS, Rusia, y acaba de imponerle un arancel del 125% a su miembro más grande, China.

Por esas mismas razones, Trump también tiene menos margen de maniobra para tomar represalias contra los esfuerzos de desdolarización: mientras Estados Unidos absorbe el impacto económico de una guerra comercial total con China, no puede permitirse hacer lo mismo con India, su duodécimo socio comercial, o con Brasil, un importante destino para las exportaciones estadounidenses y un país respecto del que Washington está cada vez más preocupado por la profundización de sus relaciones con Pekín. Ambos países también están justo detrás de China en términos de reservas de tierras raras, en un momento en que Trump está efectivamente perdiendo el acceso de Estados Unidos al suministro chino de estos productos.

Mientras tanto, es muy probable que los aranceles obliguen al gobierno de EE.UU. a lanzar un importante salvavidas financiero para las industrias estadounidenses, sobre todo del sector agrícola, que depende en gran medida del comercio con China y que ya está sufriendo un repunte de las quiebras. Tiene que hacer esto al menos por razones políticas, si no económicas.

Sin embargo, esto choca directamente con la vehemente oposición dentro de la Casa Blanca de Trump a aprobar un mayor gasto público y a los «rescates», una política especialmente criticada por el influyente director de la Oficina de Gestión y Presupuesto de Trump, Russell Vought, que construyó centralmente su identidad política en oposición a los mismos. La administración insiste en que esto no será necesario, porque «el reajuste de la economía dará lugar a un aire de prosperidad sin precedentes para todos los estadounidenses, pero especialmente para nuestros agricultores y ganaderos». Pero si esto es lo que la Casa Blanca realmente cree, apunta más a un pensamiento mágico que a una estrategia realista para avanzar.

En cuanto a las afirmaciones públicas de Trump de que estos aranceles generarán los ingresos necesarios para pagar los enormes recortes de impuestos a los ricos e incluso para allanar el camino que permita abolir por completo el impuesto sobre la renta, todo ello mientras desmantela servicios gubernamentales vitales en nombre de la lucha contra los déficits desbocados, nos encontramos con una paradoja obvia: si los aranceles realmente eliminan los déficits comerciales de EE.UU. y convierten al país en un exportador neto, entonces eso significará, por su propia naturaleza, menos ingresos procedentes de los aranceles para financiar cosas como presupuestos militares de billones de dólares.

En resumen, a pesar de la insistencia de Trump y de sus asesores en la existencia de un gran plan, el despliegue de aranceles de Trump parece tan improvisado, inconexo y ad hoc como denuncian sus críticos. Su política choca con sus propios objetivos, tanto geopolíticos como de política interna, al tiempo que socava potencialmente la reactivación de la industria manufacturera estadounidense con la que pretende justificar los aranceles.

Los objetivos de reactivar la industria manufacturera, relocalizar puestos de trabajo y proteger a los productores pueden ser loables y vale la pena perseguirlos. Pero si este es el plan de la administración Trump para hacerlo, puede estar sembrando las semillas de su propio fracaso.

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