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Cuba fue siempre mucho más que un Estado satélite soviético

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JACOBIN

Traducción: Florencia Oroz

El estereotipo de la Guerra Fría presentaba a la Cuba de Fidel Castro como un satélite soviético en el Caribe. Pero un análisis más detallado de las relaciones de La Habana con el bloque del Este muestra que sus dirigentes eran mucho más independientes de lo que sugiere esa creencia tradicional.

El artículo que sigue es una reseña de Our Comrades in Havana: Cuba, the Soviet Union, and Eastern Europe, 1959–1991, de Radoslav Yordanov (Stanford University Press, 2024).

 

Desde los primeros días de la Revolución Cubana, los observadores empedernidos de Cuba se han familiarizado con interpretaciones externas del fenómeno que se basan sistemáticamente en una amplia gama de suposiciones un tanto perezosas. En su mayor parte, esas suposiciones se basaban originalmente en las simplificaciones que generó la Guerra Fría, pero siguen siendo visibles mucho después de que el contexto geopolítico haya cambiado hasta hacerse irreconocible. Otros simplemente se basaron en lecturas predeterminadas surgidas de teorías europeas o norteamericanas.

Con este telón de fondo, la obra de Radoslav Yordanov Our Comrades in Havana es sin duda una contribución bienvenida. Pretende corregir algunas de las suposiciones más persistentes y poco útiles sobre las relaciones de Cuba con la antigua Unión Soviética y el más amplio bloque socialista entre 1959 y 1991, que describen a Cuba como un «Estado satélite» o una «marioneta» que dependía de las ideas y las prioridades soviéticas.

En cambio, Yordanov defiende un enfoque más matizado, entre otras cosas al centrarse bastante más que los investigadores anteriores en la relación de Cuba con los países del bloque más allá de la Unión Soviética. Su metodología ha consistido en examinar minuciosa y rigurosamente los archivos diplomáticos de esos países, junto con una serie de informes de inteligencia de los antiguos Estados del bloque, así como los archivos de Estados Unidos. A continuación, sigue cronológicamente la trayectoria de las distintas relaciones interestatales, ofreciéndonos nuevas revelaciones y complejidades.

Actores clave

En el proceso, Yordanov demuestra de forma convincente que el estatus de Cuba durante todo este periodo no fue en absoluto el de una «marioneta» totalmente dependiente, argumentando con pruebas sólidas que los líderes cubanos siempre siguieron sus propias prioridades e instintos nacionalistas en lugar de adherirse servilmente a los dictados y preferencias soviéticos. También demuestra que hubo diferencias significativas entre los Estados del bloque supuestamente «clientes» en sus adaptaciones individuales de las restricciones ideológicas. Esto es algo que cualquiera que esté familiarizado con la historia de esos países durante las décadas de 1960 y 1970 ya sabrá.

Pero, además, Yordanov confirma que esos Estados fueron actores clave por derecho propio a través de sus relaciones con la nueva revolución cubana en desarrollo. A lo largo de todo el período, parecen haber hecho algo más que una «pequeña contribución». En 1982, por ejemplo, representaban hasta el 20% de la relación de Cuba con todo el bloque, proporcionando un apoyo significativo en forma de formación, asesoramiento y ayuda infraestructural.

El libro contiene una serie de puntos que verifican lecturas particulares de la evolución de la Revolución y las relaciones exteriores. Entre 1956 y 1958, la inteligencia de la Unión Soviética y de los Estados del bloque, que se basaba en las perspectivas del Partido Socialista Popular (PSP) de Cuba, condujo a una comprensión errónea de la rebelión dirigida por la guerrilla. Esta interpretación se prolongó más allá de la victoria rebelde en la creencia de que, aunque era un acontecimiento positivo, la Revolución Cubana no era (ni podía ser) verdaderamente socialista, en parte porque sus dirigentes descuidaron el rol del PSP.

Yordanov sostiene que la crisis interna de Cuba a partir de 1962 cambió la opinión de los Estados del bloque sobre esta cuestión. Fue un periodo durante el cual un dirigente del PSP, Aníbal Escalante, fue desacreditado públicamente por intentar hacerse con el control de las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI), una nueva alianza política que reunía al PSP con el Movimiento 26 de Julio de Fidel Castro. El autor yerra un poco al sugerir que Escalante creó unilateralmente las ORI: en realidad, Castro y los demás dirigentes del Movimiento 26 de Julio le dieron autoridad para estructurar lo que se consideraba el primer paso hacia un partido único.

En cuanto a la crisis de los misiles de 1962, Yordanov demuestra que Castro no era el belicista temerario que muchos comentaristas han descrito. Fidel y Nikita Jruschov siempre vieron los misiles soviéticos como un elemento disuasorio más que como un activo militar ofensivo, y se suponía que las autoridades estadounidenses debían conocer su presencia en suelo cubano precisamente para que pudieran desempeñar tal función. La investigación de Yordanov también confirma que el enojo de los dirigentes cubanos por su exclusión de los acuerdos entre Estados Unidos y la Unión Soviética tras la Crisis de los Misiles provocó años de desconfianza entre La Habana y Moscú, aunque no analiza en detalle la principal exigencia de Cuba, el fin de las sanciones estadounidenses como parte de cualquier acuerdo.

Yordanov explica a continuación que las relaciones cubano-soviéticas se estrecharon tras el fracaso del intento de producir una cosecha de azúcar de diez millones de toneladas en 1970. Tanto en Cuba como en los Estados del bloque existía la sensación generalizada de que era necesario un replanteamiento fundamental de la política cubana a raíz de este fracaso.

La bibliografía existente sugiere, en general, que el posterior giro de Cuba hacia un modelo más «sovietizado», de mayor institucionalización y ortodoxia, fue un requisito previo para recibir una mayor ayuda de la URSS y de los Estados del bloque, y para la entrada de Cuba en el Consejo de Ayuda Mutua Económica (Comecon) en 1972. La investigación de Yordanov complejiza el panorama: aunque los Estados del Comecon habían rechazado la adhesión de Cuba a principios de la década de 1960 debido al caos de sus políticas económicas, luego de 1970 su opinión de que la adhesión de Cuba era crucial para estabilizar esas políticas, y no una recompensa por seguir la línea, fue unánime.

Como nos muestra Yordanov, la implicación de Cuba en Angola a partir de 1975, donde sus soldados defendieron al nuevo gobierno del Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA) tras la independencia contra movimientos rivales y el Ejército sudafricano, fue incuestionablemente concebida e instigada por los dirigentes cubanos. Esto contradice la visión occidental ortodoxa de la época, según la cual La Habana actuaba a instancias de la Unión Soviética.

Durante la década de 1980, a pesar de los desacuerdos anteriores con el enfoque insurreccional de Cuba hacia América Latina, los dirigentes y los servicios de inteligencia de los Estados del bloque recurrieron al asesoramiento cubano sobre cómo entender los acontecimientos políticos en América Latina, el Caribe y África. En relación con Nicaragua y Granada, Cuba fue una voz poderosa en los debates dentro del bloque socialista, defendiendo que los movimientos radicales de esos países se entendieran en sus propios términos. Este resultó ser también el caso en una amplia gama de otras relaciones que Cuba mantuvo.

El socialismo cubano

Los métodos de investigación y las fuentes del libro, así como su minucioso seguimiento de las relaciones entre Cuba y el bloque socialista a lo largo de tres décadas, son dignos de aplausos y admiración. Aunque la mayoría de los hallazgos que presenta Yordanov no son del todo novedosos, ya que han sido documentados previamente por otros investigadores, su volumen nos hace el servicio de reunir y conectar todos esos elementos como parte de un argumento convincente.

Sin embargo, hay que decir que el punto fuerte del libro —su riguroso uso de informes y archivos— se convierte en ocasiones en su lado débil, probablemente como reflejo de las limitaciones de los informes de inteligencia, cuya exactitud depende del acceso de los informantes a los principales responsables de la toma de decisiones y de los cables diplomáticos. Al fin y al cabo, los diplomáticos solo hablan entre ellos o con quienes están dentro y alrededor de los círculos gubernamentales, por lo que sus observaciones a menudo se centran en los argumentos a nivel de liderazgo, como podemos ver en relación con los acontecimientos de 1962 o el aparente cambio de Cuba entre 1968 y 1975, desde el desafío abierto a los deseos soviéticos hacia una cooperación más estrecha con el bloque.

Centrarse en lo que ocurría cerca de la cúpula puede hacer pasar por alto algunas dimensiones importantes, sobre todo a nivel de la sociedad. Por ejemplo, la pertenencia al Comecon entre 1972 y 1990 marcó claramente la diferencia en el nivel de vida cubano y en la actitud de los cubanos hacia lo que muchos de ellos verían más tarde como una «edad de oro».

Yordanov sí identifica el papel clave de la ayuda educativa (y por tanto también ideológica) de los Estados del bloque a los cubanos que estudiaban en esos países. Sin embargo, tiende a ignorar el impacto de la relación cultural más amplia. En algunos campos, especialmente el cine, el teatro y las artes plásticas y visuales, los países del bloque desempeñaron un papel en la formación de nuevas ideas culturales, probablemente más que la Unión Soviética.

Siguiendo esta línea argumental, hay un aspecto de toda la relación que parece un poco descuidado. Yordanov traza con rigor las relaciones que se establecieron a nivel de toma de decisiones, aunque se centra casi exclusivamente en el papel de Castro en este ámbito, lo que resulta decepcionante. Sin embargo, nunca llega a abordar realmente el conjunto de ideas al que siempre se refiere como «marxismo-leninismo», hacia el que los dirigentes cubanos parecieron gravitar a partir de 1975. ¿Qué significaba realmente ese concepto, entonces y después?

Después de 1994, mientras Cuba se recuperaba lentamente del catastrófico colapso del bloque socialista, sus dirigentes nos dieron algunas pistas útiles. Gradualmente fueron eliminando el guion crucial que unía ambos conceptos hasta la Constitución de 2019, en la que cristalizó la nueva fórmula que reconocía, por separado, la deuda de la Revolución tanto con el marxismo como con el leninismo. Esto se debió a que el término original «marxismo-leninismo» siempre había sido una abreviatura del pensamiento «orientado a los soviéticos» o «declinado de los soviéticos», que ahora era rechazado en la búsqueda de la Cuba poscrisis de un socialismo cuyo significado fuera determinado únicamente por los cubanos.

Todas las discusiones internas entre el PSP y el Movimiento 26 de Julio se centraron en un importante punto de diferencia ideológica, al igual que los debates externos entre los dirigentes cubanos y los de los Estados del bloque, que coincidían con la interpretación soviética de la revolución cubana. Por un lado, existía una interpretación soviética establecida y rígida del marxismo, basada en los conocimientos y el enfoque europeos de Karl Marx. Por otro lado, había versiones del marxismo que se inspiraban en la interpretación de Lenin de un imperialismo (capitalista) que Marx no podía haber predicho, argumentando que el marxismo debía mirar hacia las nuevas formaciones sociales que el imperialismo había creado a lo largo de lo que se conocería como el Tercer Mundo.

Los marxistas europeos ortodoxos insistían en que la falta en Cuba de una economía capitalista avanzada con todas sus inevitables contradicciones, incluido el crecimiento de un proletariado industrial, significaba que todavía no era posible un movimiento orgánico hacia el socialismo. Por el contrario, los cubanos sostenían que el socialismo era posible en países como el suyo y, por tanto, trataban de alcanzarlo. Compartían un punto de vista tercermundista emergente pero también tenían sus propias raíces ideológicas en el pensamiento de marxistas latinoamericanos precedentes como el peruano José Carlos Mariátegui y el cubano Julio Antonio Mella. El Che Guevara propuso su propia lectura de Marx, influenciada por Mariátegui.

Otra historia

Aunque algunos lectores podrían considerar que se trataba del equivalente moderno de un impenetrable debate entre teólogos medievales, esto en realidad iba al meollo de las profundas diferencias entre Cuba y el bloque socialista. Solo podemos explicar esas diferencias en parte haciendo referencia al nacionalismo de los cubanos o a la determinación —casi colonialista— de lo que podía y debía ocurrir en Cuba por parte de la Unión Soviética.

Cabe señalar que los intelectuales cubanos descubrieron la obra de Antonio Gramsci varios años antes que la mayoría de los marxistas de Europa Occidental, ayudados por las primeras traducciones de las reflexiones del sardo al español. Esto se debió precisamente a que Gramsci formaba parte de la nueva tendencia a profundizar en la senda que Lenin había abierto a las nuevas variantes del marxismo. Esto incluía un mayor énfasis en el papel clave de la ideología como uno de los elementos básicos de una situación revolucionaria.

Esto podría parecer tangencial en una reseña de un libro que no se propuso argumentar sobre estas cuestiones. De hecho, los últimos párrafos no pretenden ser una crítica de lo que Yordanov pueda haber pasado por alto o haber entendido mal. Simplemente quiero señalar que, si bien este estudio es una aportación bienvenida a nuestra comprensión de las variadas relaciones de Cuba con el bloque socialista, en última instancia cubre esas relaciones en un nivel particular. Hay otra historia que contar, y debemos felicitar a Yordanov por llevarnos hasta ese punto, por mostrarnos otro campo fértil que los investigadores pueden arar.

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