Por Loreto Hoecker
LE MONDE DIPLOMATIQUE 27 de mayo de 2020
La situación actual en el país conlleva una crisis de legitimidad que estuvo soterrada por largo tiempo y luego se hizo pública, sin ser escuchada efectivamente por el sistema político. A partir del estallido del 18 O se visibilizó su masividad en la conversación social, aunque al parecer todavía no se la asume en su profundidad. En esta ocasión quisiéramos referirnos a un aspecto sustantivo de esta crisis de legitimidad que, a nuestro juicio, aún no se ha incorporado plenamente, ni de manera adecuada, en el discurso político. El actual y extraño contexto generado por la pandemia del Corona Virus contribuye de manera sustantiva a visibilizar el planteamiento de este texto.
Una crisis ético política
Estudios realizados entre el 2017 y 2018 que indagaban respecto de las apreciaciones sociales de los graves casos de corrupción y la pérdida de confianza en el sistema político, nos mostraron que existía transversalmente un profundo reproche moral mucho más amplio respecto de la sociedad que habitamos, de su institucionalidad, del sistema político, de la cultura dominante que organiza la vida cotidiana, de la denigrante y obscena desigualdad existente. Lo notable es que este reproche moral era sostenido desde distintas perspectivas político- ideológico cultural. Se pudo apreciar este malestar desde quienes adherían al modelo de desarrollo imperante, acusando la ausencia de una real meritocracia, pues en realidad no se respetaba la moral del esfuerzo y del mérito de las personas funcionando en realidad la corrupta lógica del “pituto”, o las personas más poderosas abusaban de sus privilegios, por lo que antes de iniciar la carrera ya eran los “ganadores”; hasta aquellos que sostenían un discurso contrario al modelo neo liberal, quienes tenían una lectura de la corrupción como un problema de carácter estructural y cultural, refiriéndose a una institucionalidad y un sistema político organizados para facilitar el abuso de los más poderosos ignorando el reconocimiento básico de los ciudadanos excluidos de los circuitos del poder; y a la cultura que sostiene la reproducción del modelo de desarrollo, de carácter individualista, competitiva, violenta y orientada solo al lucro, estando ausente la idea de derechos de las personas. Cultura que parecía que había logrado permear el conjunto de la sociedad, incluso, las organizaciones sociales. Y había un cuestionamiento transversal de la consagración institucional de la desigualdad y el privilegio naturalizado que abarcaba desde el sistema educacional o de salud (salud y educación para ricos y otra, mala y de trato denigrante, para no ricos) hasta el sistema de justicia, en el sentido de que prácticas dañinas e incluso delictuales de los poderosos (delito de cuello blanco) estaban protegidas por la ley (burdas multas en los casos de financiamiento ilegal de la política, fiscal impotente ante las prácticas comerciales prohibidas por ley en instituciones universitarias privadas, colusión papel, etc). Otros estudios también mostraron un recurrente discurso relativo a cómo la crisis valórica se evidenciaba en una violencia instalada y naturalizada profundamente, que golpeaba especialmente en poblaciones marginalizadas. La mayor expresión de dicha violencia era la aplicada por la policía para contener el delito de la marginalidad (robos, hurtos) y la de las organizaciones de narcotraficantes – pobladores embebidos en la lógica del lucro y la exhibición de sus logros económicos como instrumento para obtener respeto – frente a los cuales la población se sentía desamparada, abandonada por el Estado. Pese a las diferencias ideológicas y a los ámbitos y aspectos de la vida social que se abarcaban, en todos los casos los discursos dados en la conversación social implicaban un duro reproche ético y una demanda de moralización de la sociedad expresado de manera valórica racional pero también afectiva: con enojo, ira, indignación.
Este contexto de crítica de la corrupción y de la institucionalidad política fue generando, o al menos siendo parte, de un clima de crítica ética social amplia que visibiliza el abuso de poder, la desigualdad institucionalizada y naturalizada en los más diversos ámbitos y el trato denigrante asociado a esa desigualdad, dando espacio y acogida a luchas de larga data que traen consigo otras valoraciones, otras aproximaciones culturales, otras significaciones de la realidad. Como la denuncia y visibilización de las abusivas prácticas pedófilas naturalizadas en sectores de la Iglesia Católica; el trato denigrante y abusivo con la diversidad sexual; o los movimientos feministas que han cuestionado la desigualdad social entre los géneros y el trato violento y abusivo sostenido en la cultura patriarcal de nuestra sociedad. Así, el cuestionamiento ético abarca hoy al conjunto de las instituciones sociales y a las bases culturales fundantes del modelo de desarrollo.
Estas percepciones y emociones que sólo se habían vivido como un malestar a nivel individual y en muchos casos se había llegado a la conclusión que no había mucho que hacer, paulatinamente fueron constituyendo una cuestión social cada vez más amplia. Y la lucha de diversas organizaciones sociales – estudiantiles, feministas, regionales, de feligreses de la iglesia católica, etc. – le fue quitando su carácter naturalizado, de modo que la prensa tuvo que dar espacio a las denuncias. Pero a partir del 18 O se empezó a vivir como una ira colectiva que no encontraba canalización en el plano político. La explosión social producida a partir del 18 de octubre pasado y la recurrente demanda ética “hasta que la dignidad se haga costumbre”, puso en evidencia la masividad de estos sentimientos de modo que parece difícilmente reversible y que en el contexto de crisis sanitaria por la pandemia más bien parecen profundizarse.
Abordar en términos políticos la crisis moral.
Los hechos muestran que no se trata de un tema menor. Sin embargo, ninguna fuerza política había generado un discurso que exprese esta realidad en toda su gravedad ni propuestas para abordarlo. A lo sumo, nos enfrentábamos a denuncias de situaciones específicas, es decir, una lectura de hechos puntuales acorde a la guerrilla política inmediata, sin seguimiento, sin mostrar las raíces del problema y, por ende, sus soluciones. El surgimiento de nuevas fuerzas socio políticas orientadas hacia una profundización democrática parecía venir a hacerse cargo de formular una propuesta a partir de otras orientaciones valóricas solidarias y una lógica de derechos sociales cuya necesidad se hace evidente en el actual contexto. La pandemia y las medidas de restricción de libertades tomadas para controlar esta crisis parece haber obstaculizado estos esfuerzos.
En un sentido político, no se trata de enfocar y criticar el problema de la corrupción o de las prácticas individualistas, competitivas, denigrantes o violentas como un asunto de personas inmorales o violentistas; o de centrarse en casos particulares, o de hacer una monserga moralizante. Se trata de abordar explícita y propositivamente sus raíces mismas. La corrupción como forma generalizada en las instituciones – públicas y privadas – o la simbiosis entre dinero / política / delito, constituye una problemática extendida a través de los más diversos países. Y no es una resultante de que todas las personas que se interesan en lo público tienen como sustrato valórico la codicia y el afán de beneficio personal. Incluso, muchas de esas personas volcadas a lo público tienen o han tenido como finalidad de su acción servir el interés común, realizando importantes esfuerzos en esa dirección. Como nos clarifica Pegoraro[1], el problema deriva más bien de profundas cuestiones del orden social actual. Podemos decir que es consustancial al modelo de desarrollo y a su reproducción.
Por un lado, es necesario hacer referencia a la privatización y mercantilización de lo público. En este plano, desde luego ha sido determinante el abandono de la lógica del Estado protector que garantiza los derechos sociales de la población y su definición como entidad subsidiaria de la actividad privada. Asimismo, su reestructuración (“modernización”) en base al modelo empresa, tanto en su organización como en su gestión: es la lógica de la organización de un mercado de prestaciones y la sub contratación o externalización de la ejecución de la gran mayoría de sus funciones, con la creación de demanda financiada por el Estado y ejecutada por privados – cuyo objetivo no es el interés púbico sino el lucro personal -, así como la gestión administrativa evaluada acorde a criterios mercantiles de eficiencia y eficacia con menores costos y la remuneración asociada a estímulos según los indicadores de resultados. De este modo, los funcionarios públicos tienen como tarea definir programas, los recursos asignados, los términos y exigencias para acceder a ellos, luego licitarlos, asignarlos y evaluarlos. Esto promueve y facilita que en la sociedad civil grupos privados relativamente poderosos presionen sobre dichos funcionarios, en ocasiones con éxito, para favorecer sus intereses por distintas vías (coimas – a cambio de boletas falsas para ellos eludir el pago de impuestos, o de la aprobación de una ley que los favorece-, ofertas de inserción en sus empresas al término del período de gobierno, vínculos sociales favorables, presión ideológica mediática, etc). Así, el interés privado se confunde con el interés público. Esto permite también que tales funcionarios puedan obtener recursos para los partidos, en el caso que pertenezcan a uno de ellos – y a los que en ocasiones deben sus cargos -, lo que a sus ojos normaliza el hecho y le quita el carácter éticamente reprochable. Cabe destacar que ese modelo de organización de las empresas vía la subcontratación no sólo es inadecuado para el resguardo del bien común por parte del Estado sino también es el que, junto a la legislación laboral que consolidó la flexibilización del trabajo, es responsable de la gravosa precariedad laboral, la incorporación de la lógica de la competencia entre trabajadores y el desplome del movimiento sindical en el ámbito de las empresas privadas. Por otro lado, debemos hacer referencia a la estructura de costosas campañas políticas, vacías de contenido político y organizadas en una lógica mercantil que implica una sofisticada producción de imágenes y su consumo, lo que presionaba para que el financiamiento privado de las campañas tendiera a generalizarse. Todo ello fue conduciendo paulatinamente a una creciente normalización de diversas prácticas corruptas, corriendo la barrera de lo permitido y lo prohibido, de modo que en una cierta medida se fueron constituyendo en una forma de gobernabilidad. Asimismo, el carácter pactado de la transición – pacto gestionado por un pequeñísimo grupo de políticos, a espaldas de la ciudadanía y las organizaciones sociales y políticas – con sus fuertes limitantes institucionales de la acción política de los gobiernos – de partida, constitucionales -, implicó Fuerzas Armadas y de orden con posibilidades limitadas de control político y ciudadano y con acceso a enormes recursos del Estado pero autoadministrados, lo que implicó una estructura que facilitó abiertamente la corrupción al interior de esta crucial institucionalidad. Asimismo, significó que –pese a la ideología de la moral del mérito y la igualdad– en realidad la institucionalidad favoreciera la reproducción de los privilegios, el abuso sin sanción y la desigualdad social en todos los ámbitos, en especial, en el aspecto de la justicia. También debemos considerar la política instalada respecto del sistema de medios de comunicación pública –que es el que regula la conversación social- y que significó una fuerte concentración de su propiedad, obstaculizando la libertad de información, naturalizando el orden social y haciéndolo más opaco, lo que hizo más difícil visibilizar la realidad social. Pese a algunos avances a partir de la instalación de normas para asegurar transparencia y control ciudadano en el ámbito de lo público y los esfuerzos por sostener alguna prensa independiente, estos resultaron insuficientes y la desigualdad, abusos, corrupción o el nepotismo permanecieron, con la consiguiente pérdida de credibilidad y de legitimidad de todas las instituciones – del Estado, políticas, empresariales – y de sus autoridades.
En síntesis, la desigualdad, el abuso y la corrupción tienen un origen estructural. Y muchas personas son conscientes de esto, cuestión que en buena medida está a la base de la ira social que se expresa cotidianamente.
Por otro lado, respecto de la violencia, entendemos que es hija de esta “democracia protegida”. De su institucionalidad excluyente y elitista; de esta democracia que obstruye la participación de la sociedad civil y las organizaciones sociales; de su sistema político que cierra toda posibilidad de procesar el conflicto social, que es ajeno a las demandas sociales y que lleva a muchos jóvenes a entender que sólo la violencia permite visibilizar sus requerimientos. Así como de la ideología de la “inseguridad ciudadana” – dispositivo esencial a la reproducción del modelo de desarrollo y la justificación de la respuesta represiva como “la” respuesta a los conflictos sociales que genera -, que ha obturado la visibilidad de la “nueva cuestión social” y la grave problemática de la marginalidad social, que en medio de la protesta social se manifestó de manera casi inmanejable.
Todas estas problemáticas enunciadas – la corrupción, la desigualdad institucionalizada, el trato denigrante, la violencia, la exclusión social – tienen que ver esencialmente con la generalización de la lógica mercantil como organización del conjunto de las relaciones sociales y su objetivo de maximización sin límites (“libre”) del beneficio individual; y con la consiguiente competencia desregulada entre personas por el logro de tales beneficios. Lógica mercantil, con el objetivo de lucro en su centro, sostenida en una moral individualista orientada a ser el “ganador” a cualquier costo y que instala el desprecio por el “perdedor”, ajena al interés público, a aquello que nos es común, a lo que nos une, a lo político, a la idea de derechos sociales. Objetivo de lucro de las relaciones mercantiles que ha llevado a devastar nuestro ambiente natural hasta conducirnos a una realidad abiertamente peligrosa para todos. Más aún, la pandemia ha desnudado dramáticamente las limitaciones de la organización mercantil de la vida social en aspectos básicos, con consecuencias para el conjunto de la población que aún no podemos visualizar en toda su magnitud pero que con justificada razón tememos. Ha mostrado que las conductas especulativas y abusadoras de la “industria de la salud” frente a esta dramática realidad y la respuesta mercantilista y aprovechadora e individualista para afrontar el desastre sanitario y sus secuelas en el plano laboral y económico, no sólo producen indignación social sino, además, inciden en un peligro concreto para todas las personas y resultan insostenibles. Hoy, el individualismo extremo que nos lleva a competir y aísla a unos de otros, la locura de pretender mercantilizar incluso los aspectos fundamentales de la vida – como la salud -, la radical ruptura de lo colectivo, hace agua por todos lados.
Una ética que priorice el interés público y la profundización de la democracia
Estas definiciones, que se asocian al modelo de desarrollo neo liberal, han resultado de decisiones políticas. Por ello, en esta crisis actual en que el sistema político y la institucionalidad en nuestro país han perdido toda legitimidad y carecen de capacidad de respuesta, el imprescindible recambio en política requiere necesariamente acompañarse de un discurso de sentido que suponga explícitamente otra moral social, vinculada a la generación de condiciones que sustenten el logro de la dignidad exigida.
Es lo que espera la ciudadanía. Un discurso que instale el rechazo a la corrupción y el abuso, que le quite su carta de naturalidad, que establezca que las instituciones deben fijar límites al interés privado en favor del interés público, de lo que nos es común. Un discurso que proponga otra forma de gobernabilidad en que prime el interés público, que apunte a asegurar los derechos sociales de las personas y a organizar la eficiencia y eficacia del quehacer de las instituciones públicas a partir de criterios de igualdad, de efectiva atención de las necesidades de la población, de calidad y oportuna y de respeto de la dignidad de todas las personas. Una propuesta en que se promueva un sistema de comunicación al servicio del interés común, libre de presiones económicas; que promueva otra manera de observar los espacios sociales en que es adecuado o no su organización en términos de mercado, fundado en una revalorización de lo público en ámbitos fundamentales en que se deben asegurar los derechos de todas las personas. Se espera otra manera de abordar la política, otra manera de entender la democracia que valorice la participación social en las decisiones políticas, impulsando una institucionalidad y una práctica que lo permita; Otras definiciones político culturales que organicen la vida social, más allá del éxito económico individual, que implique una revalorización de la solidaridad y lo colectivo, que rechace la desigualdad entre los géneros, entre los ciudadanos, entre las personas, o en el trato legal – también en el ámbito del delito común y el de cuello blanco – impulsando una institucionalidad que ponga límites y sanciones efectivas a los poderosos. Tareas que deben emprender las nuevas fuerzas políticas democráticas.
Ya es hora de terminar con las raíces de la corrupción, es hora de recuperar lo público, de poner término a la organización del estado siguiendo el modelo empresa, es hora que el Estado deba garantizar seguridad social a toda la población; de impulsar una institucionalidad que facilite el control social de estas y promueva y respete la participación social en la toma de decisiones. Es hora de cuestionar el abuso y la violencia. De cuestionar la lógica mercantil del lucro como forma de organizar todos y cada uno de los ámbitos de la vida social. Es hora de hacerse cargo de la cuestión social de la niñez abandonada, de la marginalidad social. Es hora de la solidaridad. Es hora de poner límites a nuestra ambición. En suma, es hora de moralizar nuestra convivencia. De revisar explícitamente cuál es el mínimo común de nuestra vida en sociedad. De plantear que estas definiciones – imprescindibles para la vida social y para la vida en general – no surgen espontáneamente de las relaciones mercantiles. Es hora de generar un discurso político que recoja esta necesidad y la incorpore en una propuesta que le dé sentido en un marco general de organización de nuestra sociedad; por ende, que sostenga y fundamente la propuesta de nueva Constitución. Y en el contexto de la temible pandemia que nos aflige – y amenaza y afecta especialmente al trabajador y familias más precarias – esas definiciones son ineludibles, urgentes y consistentes con la experiencia cotidiana de la mayoría de la población.
[1] Pegoraro, Juan: “La corrupción como una cuestión social y penal”, Instituto de Investigación Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires