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CONTROVERSIAS SOBRE LA SUPEREXPLOTACIÓN

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por Claudio Katz //

Nuestra reconsideración de la superexplotación ha suscitado dos críticas que desbordan el debate sobre las singularidades del salario. La mundialización neoliberal, el sentido de una teoría marxista de la dependencia y el significado político de la categoría discutida son los temas subyacentes. Conviene evaluar esas implicancias para evitar el encierro en un laberinto de abstracciones.

El punto de partida de la polémica es la revisión encarada por Marini. En su mirada de la globalización señaló que la retribución de la fuerza de trabajo por debajo de su valor tendía a extenderse a las economías centrales (Marini, 1996: 249).

Esa ampliación suscita las controversias. Si la superexplotación se verifica en todo el planeta, ya no constituye un mecanismo propio de las economías industrializadas de la periferia. Pierde especificidad y retrata las nuevas formas de explotación del siglo XXI. Por el contrario, si se preserva el sentido original del concepto -negando su aplicación a las economías desarrolladas- queda en suspenso la interpretación de la creciente precarización laboral en los países centrales.

En nuestra opinión, la superexplotación afecta a las franjas más vulnerables de los asalariados de todas las economías. No define distinciones entre regiones avanzadas, emergentes o subdesarrolladas. Esas diferencias se concentran en la preeminencia de niveles altos, bajos y medios del valor de la fuerza de trabajo. Cada país se sitúa en uno de esos tres rangos de acuerdo al promedio salarial vigente y al lugar que ocupa en la división global del trabajo (Katz, 2017a).

Varios planteos, pocas respuestas

Nuestro enfoque ha sido objetado por contraponer erróneamente la superexplotación con la explotación, cuando constituirían dos modalidades de la misma extracción de plusvalía (Osorio, 2017).

Pero nadie postula ese antagonismo. Se debate si la distinción entre ambas variantes debe ser actualmente utilizada, para evaluar la preeminencia del status central o periférico de un país. Nosotros señalamos la inoperancia de ese instrumento para definir esa divisoria.

Osorio acepta que la mundialización modificó el significado de la superexplotación, pero expone en forma muy contradictoria el contenido de esa alteración. Por un lado estima –como nosotros- que esa modalidad se generaliza en el mundo desarrollado, entre los sectores que padecen un despojo superior al promedio de los asalariados.

Por otra parte, sostiene que la superexplotación rigió siempre, para contrarrestar la caída de la tasa de ganancia, tanto en las economías desarrolladas como en las periféricas. Pero en ese caso nunca habría sido el pilar conceptual del capitalismo dependiente. Carecería de especificidad para las regiones subdesarrolladas y sería análoga a cualquier otra categoría genérica del sistema (como la plusvalía).

En una tercera mirada, el crítico reinterpreta la superexplotación como una peculiaridad de las economías periféricas industrializadas afectadas por la estrechez del poder adquisitivo. Afirma que esa restricción se verifica en los países subdesarrollados, con niveles de consumo inferiores a los imperantes en las metrópolis. Esa carencia genera crisis de mayor intensidad.

Pero esos desequilibrios obedecen a la simple vigencia de salarios más reducidos. No implican pagos por debajo del valor de la fuerza de trabajo. Como los ingresos de la población son más acotados, las obstrucciones a la acumulación son más significativas.

Esas tensiones son propias del capitalismo dependiente y derivan de los mecanismos de extracción de plusvalía prevalecientes en esas regiones. La burguesía lucra con bajos costos salariales, que a su vez asfixian el poder de compra. Esas magras remuneraciones están objetivamente determinadas por valores acordes a la mercancía en juego. El tiempo socialmente necesario para reproducir la fuerza de trabajo define ese nivel, en sumas que contemplan las necesidades fisiológicas e histórico-sociales de la masa laboral.

Esos promedios -condicionados por la productividad, la escala de la acumulación, la lucha de clases y los patrones culturales de cada país- definen mutaciones de los salarios, que serían inconcebibles en situaciones de infra-remuneración estructural de los explotados.

El trabajador de la periferia es un asalariado y no un esclavo. Es contratado y no comprado para desenvolver una labor. Recibe una retribución que vuelca al mercado y en una limitada escala actúa como consumidor. De la misma forma que los plantadores necesitaban alimentar a sus esclavos para cosechar el algodón, la burguesía debe remunerar al grueso del proletariado por el valor de su fuerza de trabajo. Sólo de esa forma asegura la continuidad de su sistema. Una sub-remuneración continuada de los asalariados impediría ese funcionamiento.

La acumulación exige esa escala de retribuciones. No puede sustentarse exclusivamente en mercados de bienes suntuarios solventados por las elites. Requiere la coexistencia de esa esfera con un segmento de los productos básicos. Por eso en el capitalismo dependiente hay crisis de realización (resultantes de la estrechez del poder adquisitivo) más agudas que en las metrópolis, pero no simple estancamiento o subconsumo.

Al postular la preeminencia de salarios inferiores a lo requerido para la reproducción de los trabajadores, Osorio repite los viejos errores que emergieron en los debates sobre la pauperización absoluta. En esas polémicas se demostró, que un proletariado desprovisto de los bienes necesarios para su subsistencia tendería a padecer un deterioro terminal. Esa demolición le impediría actuar como una fuerza dirigente en los procesos de emancipación. Su degradación social anularía ese rol (Katz, 2009: 81-86)

Una acertada caracterización del status económico-social de los trabajadores es indispensable para valorar su potencial transformador. La globalización productiva de las últimas décadas no sólo fragmenta, sino que también engrosa al proletariado mundial (especialmente en Asia). La potencialidad revolucionaria de esa gigantesca masa de asalariados sólo es congruente con remuneraciones acordes al valor de la fuerza de trabajo.

La categoría superexplotación de Marini siempre lidió con esas dificultades teóricas. Pero el pensador brasileño logró igualmente ubicar la sujeción de los trabajadores en el centro de la problemática del subdesarrollo. Con esa acertada focalización indagó las diferencias cualitativas que distinguen a las economías avanzadas de las retrasadas.

Al igual que otros grandes economistas marxistas abordó un nuevo problema sin lograr resolverlo. Un antecedente del mismo tipo puede rastrearse en los teóricos que rescataron del olvido la tendencia decreciente de la tasa de ganancia. Retomaron un tema clave incurriendo en unilateralidades, omisiones de fuerzas compensatorias y erróneos supuestos de trayectorias terminales. Esas limitaciones no invalidan su enorme contribución a la comprensión de la crisis del capitalismo (Katz, 2009: 93-122). Con la misma lente hay que evaluar los conceptos de Marini.

Contrasentidos de la extensión

Otro crítico más severo sugiere que nuestras objeciones a la superexplotación contemporizan con el capitalismo y atemperan la virulencia del sistema. Considera que desconocemos la magnitud de la confiscación soportada por los trabajadores y que reemplazamos el análisis marxista por caritativas evaluaciones de la pobreza (Sotelo, 2017).

Con esa mirada sitúa la aceptación o el cuestionamiento de la superexplotación en un registro moral de rechazo a la crudeza del capitalismo. Este enfoque es tan arbitrario como ajeno al sentido del concepto.

La superexplotación no se define por el grado de tormento que descarga sobre los asalariados. Determina ámbitos de pago de la fuerza de trabajo por debajo de su valor y suscita interrogantes sobre su alcance y localización.

Sotelo postula la ampliación de ese rasgo a todo el sistema, como una consecuencia de la decadencia del capitalismo. Concibe una tesis extrema de ese ensanchamiento. En un ejercicio con cifras imaginarias sostiene que frente a un valor de la fuerza de trabajo de 100, los salarios medios se ubican actualmente en 80, los mínimos en 50 y los reales en 30. Presenta ese cuadro como una representación de la economía actual, sin distinguir países o grupos sociales.

Pero subraya la universalidad contemporánea de la superexplotación, señalando al mismo tiempo que ese rasgo distingue a la periferia del centro. ¿Cómo se concilian ambas afirmaciones? ¿Es una característica generalizada o acotada a las regiones subdesarrolladas?

Sotelo responde destacando que la superexplotación es una modalidad constituyente de la periferia y operativa en el centro. Pero esa enunciación no esclarece diferencias. A lo sumo describe trayectorias. Surgió en el primer segmento y se amplió al segundo. Esa expansión no implica una tendencia a la sub-remuneración masiva de la fuerza de trabajo.

El crítico también argumenta que la distinción debe ser indagada en la dinámica de la plusvalía relativa, que asumiría un perfil preeminente en el centro y subordinado en la periferia. Expone ese contraste sugiriendo un contrapunto -que no explicita- con la plusvalía absoluta. Este segundo concepto (prolongación e intensificación de la jornada laboral sin cambios técnicos) difiere cualitativamente de la primera noción (que incluye la inversión en maquinaria).

Sotelo postula y al mismo tiempo relativa su clasificación. Esa ambigüedad deriva de la evidente presencia actual de plusvalía relativa en cualquier localización productiva. El propio Marini resaltó esa expansión. En la periferia industrializada se trabaja más horas, en peores condiciones y por sueldos inferiores. Pero los capitalistas no auto-restringen su actividad a las condiciones de la plusvalía absoluta. En ningún caso prescinden de inversiones o adquisiciones de equipos.

La contundente diferencia que presentaron ambas variedades de plusvalía en el surgimiento del capitalismo se ha tornado más difusa. Por eso en la actualidad la productividad se equipara en ramas y países diferentes, generando lucros por las diferencias de salarios. Las empresas transnacionales ya no trasladan maquinaria obsoleta a sus filiares, sino que estrujan la fuerza de trabajo de la periferia con tecnologías de punta.

Pero incluso aceptando los inciertos parámetros que Sotelo propone para distinguir situaciones de países avanzados y retrasados, no se entiende cuál sería su relación con la superexplotación. ¿En los lugares donde la plusvalía relativa es más intensa se paga a la fuerza de trabajo por su valor? ¿Cuáles son esas economías? Si se precisaran esos casos, quedaría desmentida la presentación de la superexplotación como un dato de todo el capitalismo actual.

Mientras enfatiza la discutible presencia de la plusvalía relativa como factor diferenciador del centro y la periferia, Sotelo rechaza otra distinción más obvia. Objeta la existencia de restricciones a la movilidad internacional de los asalariados, que afianzan las brechas de sobrepoblación. Descalifica esa evidencia -emparentándola con interpretaciones neoclásicas- y sostiene que el sistema actual tolera esos desplazamientos migratorios.

Pero no percibe que esa permisividad afectaría los desniveles nacionales de desempleados, que considera determinantes de la gravitación de la superxplotación en la periferia. Lo más insólito de esta obstrucción a su propio razonamiento es el ejemplo que ofrece de circulación internacional de los trabajadores: la frontera mexicano­-estadounidense. Lo que presenta como un ámbito de libre flujo de la población es un escenario de monumental bloqueo al ingreso de inmigrantes.

Todos estos embrollos surgen de olvidar la caracterización marxista básica de la remuneración a los asalariados por el valor de su fuerza de trabajo. Sotelo sostiene que esa equivalencia ha quedado sustituida por una contradicción. El primer elemento decaería mientras el segundo aumenta. Como el salario se puede contabilizar, pero el valor de la fuerza de trabajo es un concepto sujeto a múltiples interpretaciones, supone la existencia de una gran brecha entre ambos.

Con esa mirada el salario pierde anclaje objetivo. Esa disolución se acentúa con genéricas alusiones a la lucha de clases como determinante del nivel de los sueldos. Sotelo olvida que las batallas sociales no se desenvuelven en escenarios abiertos a cualquier resultado. Operan entre los pisos y los techos, que en cada país condicionan el valor de la fuerza de trabajo.

Limitaciones para comprender la actualidad

La evaluación del salario con criterios extendidos de superexplotación, obstruye la comprensión de dos procesos que actualmente modifican las remuneraciones de los trabajadores: la segmentación interna y la fractura internacional.

El primer tipo de dualización ha sido estudiada por la sociología laboral. Involucra severas divisiones entre el sector formal-estable e informal-precarizado de los asalariados. Esta segmentación -que apenas despuntaba en los años de Marini- se ha transformado en un dato dominante.

Por eso en nuestro cuadro distinguimos la existencia de dos sectores remunerados por el valor de su fuerza de trabajo (E1 y E2) y otro caracterizado por retribuciones inferiores a ese nivel (S). Si en lugar de indagar estas diferencias, se postula la creciente homogeneidad de los tres sectores en un status común de superexplotados, resulta difícil comprender lo que está ocurriendo.

Pero otro problema más evidente se verifica en el desconocimiento de los cambios registrados en la dispersión salarial. La brecha de ingresos que separa al trabajador de una planta automotriz de su par en la actividad docente es muy superior a los años 60-70. También es mayor la distancia de ambos con un precarizado de la construcción. Clasificar los tres estamentos en un mismo casillero de superexplotados choca con cualquier evaluación del universo laboral actual.

Sotelo no ofrece ninguna pista para abordar estos fenómenos. Solamente presenta un cuadro comparativo de la enorme brecha porcentual, que separa al “salario digno” del salario mínimo en varios países de la periferia. No extiende esa comparación a los países centrales, pero sugiere que allí los desniveles serían más leves. En su cuadro la fractura entre ambos indicadores en la periferia inferior (Bangla Desh 484%, Siri Lanka 511%) es mucho mayor que en las economías situadas en un escalón superior (India 62%, Malasia 54%).

Pero el crítico no explica el sentido de esos guarismos y tampoco aclara el significado del “salario digno”. Este concepto habitualmente alude a la retribución del “trabajo decente” que imaginan los tecnócratas de los organismos internacionales. Es una noción muy ajena a cualquier indagación de la superexplotación. Pero su uso tendría sentido si se traza algún nexo con la categoría en debate.

¿Es equivalente el valor de la fuerza de trabajo? En ese caso: ¿Qué bienes contempla y cuáles excluye? ¿Cómo se determina esa estimación? Aunque Sotelo reconoce que el problema no puede zanjarse con simples auxilios numéricos, recurre a un modelo con datos sin aclarar cómo interpreta la superexplotación en ese esquema.

Su tabla sólo confirma la existencia de fuertes diferencias nacionales de salarios, que expresan distintos valores de la fuerza de trabajo. No tiene ninguna utilidad conceptualizar esas brechas como niveles diferenciados de superexplotación. Simplemente se complica el análisis o se estimulan discusiones bizantinas sobre la relación entre ese rasgo y la explotación corriente.

La sencilla estimación de valores altos, medios o bajos de la fuerza de trabajo es más pertinente para comprender la dinámica de la mundialización neoliberal. Esta etapa se asienta en el arbitraje salarial global que implementan las empresas transnacionales, para definir la localización de sus inversiones. Comparan los distintos niveles de sueldos con otras condiciones requeridas para su actividad (productividad, subsidios, mercados, etc).

El valor de la fuerza de trabajo es un parámetro decisivo que utilizan las firmas multinacionales, para evaluar tasas de ganancia derivadas de la extracción de plusvalía. Caracterizaciones adicionales sobre la superexplotación no mejoran, ni amplían la comprensión de ese proceso.

Otro problema más palpable es la evaluación de ocurrido en Corea del Sur (y en actualmente en parte de China). ¿También rige allí la generalización sub-remuneración de los trabajadores?

En los años 90 Marini sólo observaba lo sucedido en la primera generación de “tigres asiáticos”. Varias décadas después la trayectoria salarial no es la misma. En algunas economías los sueldos promedio han subido junto al incremento de la productividad. Por eso las empresas transnacionales especializadas en actividades mano de obra-intensivas emigran hacia Bangla Desh o Filipinas. ¿Qué ocurrió con el valor de la fuerza de trabajo en Corea?

En nuestra interpretación se pasó de un nivel bajo a otro medio. ¿Cuál sería la caracterización opuesta? ¿Se redujo la superexplotación inicial? ¿Esa condición quedó reemplazada por formas precedentes de explotación? Estos interrogantes no tienen respuesta si se descartan las herramientas básicas del análisis marxista.

Captura internacional del valor

Con los criterios tradicionales de la explotación diferenciada se puede estudiar también la circulación internacional de la plusvalía. Esos desplazamientos han ganado importancia con el protagonismo de las empresas transnacionales. Nuestro enfoque resalta esa dimensión, recordando la importancia que el teórico de la dependencia asignó a las transferencias de valor, en sus señalamientos sobre el intercambio desigual. (Marini, 1973: 24-37).

Osorio cuestiona ese abordaje por su divorcio de la superexplotación. Estima que nuestra mirada recrea las perimidas visiones de la CEPAL. Afirma que retomamos los procedimientos analíticos externos de intercambio mercantil, que Marini superó al jerarquizar la sujeción padecida por los asalariados. Considera que recaemos en una peligrosa involución, que vuelve a “externalizar” las interpretaciones ya “internalizadas” por Marini.

Pero el pensador brasileño no confrontaba en forma tan simplificada con sus adversarios de la CEPAL. En lugar de subrayar la obvia primacía de la explotación laboral frente a las desigualdades del comercio, postulaba caracterizaciones diferentes de ambos procesos.

Los seguidores de Prebisch desconocían la plusvalía y se manejaban con vagas ideas de un “excedente”, eventualmente capturado por los capitalistas en función del modelo vigente en cada país. Negaban los principios básicos de la explotación, sin participar en sofisticadas indagaciones sobre la superexplotación. Como rechazaban cualquier identificación del salario con la remuneración del valor de la fuerza de trabajo, ni siquiera imaginaban retribuciones por debajo de ese nivel.

Lo mismo ocurría con las discrepancias sobre el comercio. La CEPAL postulaba la preeminencia de un deterioro de los términos de intercambio, que afectaba a los bienes primarios obstruyendo la industrialización de la periferia. No concebía ninguna conexión de esos procesos con la dinámica de ley del valor a escala internacional, que Marini investigaba en sintonía con los marxistas de su época.

Esas diferencias conceptuales separaban al autor brasileño de la heterodoxia keynesiana. Las divergencias estaban más referidas al contenido, que a la incidencia de los distintos determinantes del subdesarrollo.

El uso de los términos “externo e interno” (o “exógeno y endógeno”) para identificar a esos factores introduce una confusión adicional. En los años 60-70 esos calificativos no aludían a contrapuntos entre el dependentismo y el estructuralismo, sino a interpretaciones históricas del subdesarrollo.

La primera denominación sintetizaba explicaciones centradas en el intercambio y la segunda resaltaba las raíces agrarias del atraso. Ese debate involucraba a escuelas internas de los marxistas y la heterodoxia. La aplicación retrospectiva de esos conceptos para otra discusión oscurece las controversias del pasado, sin clarificar los problemas del presente.

También Sotelo estima que desvinculamos las transferencias internacionales de valor de su soporte social en la plusvalía confiscada a los trabajadores. Pero no demuestra dónde disolvemos ese cimiento.

El concepto de superexplotación no es indispensable para objetar las interpretaciones puramente comerciales (o “circulacionistas”) de las transferencias de valor, que divorcian esos desplazamientos de su cimiento en la plusvalía. Esa errónea mirada queda simplemente superada subrayando la centralidad de la explotación bajo el capitalismo.

El sentido de una teoría

Sotelo considera que el marxismo dependentista es inconcebible sin la superexplotación. Estima que esa omisión equivaldría a imaginar la Teoría del Sistema Mundial sin centros, semiperiferias, periferias o áreas externas. De la misma forma que esa amputación disolvería el razonamiento de Wallerstein, la exclusión de la superexplotación sepultaría la tesis de Marini.

Osorio expone una objeción semejante. Señala que en ausencia de ese fundamento quedarían anulados los aportes del pensador brasileño y la teoría de la dependencia retrocedería a un status primitivo.

Pero nuestra mirada no desconoce la superexplotación. Reformula el concepto sin eliminarlo. Subraya explícitamente que esa modalidad afecta a los sectores asalariados más desposeídos de todo el mundo y cuestiona dos aspectos: la magnificación de esa categoría al grueso de la clase obrera y su presentación como un elemento diferenciador de la periferia con el centro. Con esas correcciones relativizamos su gravitación. Lo interpretamos como un rasgo del capitalismo actual, que no tiene la significación inicialmente subrayada por Marini.

La factibilidad de una teoría del capitalismo dependiente sin protagonismo de la superexplotación, ya pudo observarse en las caracterizaciones de los marxistas clásicos (Lenin, Luxemburg, Trotsky). Varios contemporáneos del pensador brasileño también prescindieron de ese concepto (Amin, Mandel). ¿Esa omisión invalida sus diagnósticos de la periferia?

Sotelo objeta enfáticamente la inclusión de un adversario inicial de Marini en ese listado (Cueva). No registra cómo la convergencia de ambos pensadores en su madurez, enriqueció la matriz compartida del dependentismo marxista. Postula una especie de exclusividad de esa teoría para Marini que empobrece su alcance. Al encerrarla en los límites de la superexplotación reduce las potencialidades interpretativas de esa concepción.

La superexplotación no ocupa un lugar semejante a las clasificaciones de países o regiones, que los pensadores sistémicos derivan de la división internacional del trabajo. Esa analogía es otra equivocación de Sotelo. La jerarquía interna del Sistema Mundial es un esqueleto analítico, en todo caso equiparable a la reproducción dependiente. Este último principio es el rasgo postulado en común por los distintos teóricos marxistas del subdesarrollo.

La recreación del atraso ha sido tradicionalmente explicada con auxilio u omisión de la superexplotación. Al postular la insoslayable centralidad de ese rasgo, los críticos confunden un elemento con el sentido general de una teoría marxista de la dependencia.

Un error del mismo tipo afecta frecuentemente a la caracterización del imperialismo. Algunos intérpretes suponen que la hegemonía financiera, la inversión externa o las guerras mundiales entre potencias descriptas por Lenin, constituyen el epicentro de esa concepción. No detectan la transitoriedad de esas características y su acotada conexión con una época del capitalismo.

De la misma forma que Lenin describió esas singularidades del imperialismo de principios del siglo XX, Marini retrató las modalidades del capitalismo dependiente de posguerra. La primera teoría no queda restringida a lo dicho por el líder bolchevique y la segunda no es patrimonio exclusivo del autor de Dialéctica de la dependencia.

Los dos pensadores revolucionaron sus esferas de estudios. Lenin clarificó las formas imperiales de dominación, cuestionando otras explicaciones centradas en la ambición de poder, el expansionismo nacional o el belicismo de ciertos líderes. Marini desarrolló un trabajo equivalente al esclarecer la dinámica del capitalismo latinoamericano, en disputa con las miradas liberales o desarrollistas.

Estos abordajes conforman el legado perdurable de ambos autores y no los cambiantes ingredientes de sus teorías. El análisis del imperialismo continúa a la orden del día, en un escenario muy alejado de las guerras mundiales o la hegemonía financiera de la centuria pasada. Lo mismo ocurre con la teoría marxista de la dependencia. Su vigencia deriva de la continuidad del subdesarrollo, en un marco muy distinto a los años 60-70. Los drásticos cambios registrados en el alcance o el significado de la superexplotación no alteran la gravitación de esa concepción.

Marini tenía mayor capacidad de registro de las mutaciones del capitalismo que sus proclamados herederos. Por eso introdujo conceptos novedosos para entender su época. Esas nociones deben reformularse en el escenario actual.

Sus ideas sobre el subimperialismo exigen, por ejemplo, amoldamientos del mismo alcance que la superexplotación. Las adaptaciones que hemos propuesto no invalidan la teoría marxista de la dependencia. Esa concepción permite comprender la lógica del subdesarrollo sin necesidad de asignar un status subimperial a Brasil. (Katz, 2017c/d). Este tipo de abordaje y no la estricta fidelidad a lo dicho por Marini enriquece su legado.

Implicancias políticas

Los críticos tampoco perciben las razones que potenciaron la gravitación del concepto superexplotación en los años 60-70. En ese período de intensa militancia revolucionaria, Marini estaba más involucrado en polémicas políticas con los Partidos Comunistas, que en debates conceptuales con la CEPAL. La principal divergencia era el rol de las burguesías nacionales, que esas organizaciones observaban como un aliado indispensable para reformar el capitalismo latinoamericano. Asignaban a esa etapa de industrialización una función antecesora del socialismo.

Bajo el influjo de la revolución cubana Marini rechazó enfáticamente esa estrategia. Consideraba tan inviable ese período intermedio como desafortunada su promoción. La teoría de la superexplotación era congruente con esa postura. Apuntalaba sus críticas a las alianzas con las clases dominantes locales. Descalificaba esos acuerdos demostrando cómo los sectores burgueses compensaban sus desventajas internacionales, acentuando el despojo de los asalariados.

El pago de la fuerza de trabajo por debajo de su valor era un pilar teórico de esa oposición a la estrategia de la revolución por etapas en la periferia. Por esa razón los debates sobre la superexplotación desboraron el ámbito de los economistas familiarizados con la lectura de El Capital.

Este estrecho nexo entre superexplotación y política revolucionaria quedó posteriormente diluido. La ampliación del concepto a las metrópolis disolvió su vieja identificación con las peculiaridades regresivas de las burguesías latinoamericanas.

Al quedar transformada en una característica común de todos los países capitalistas, la sub-remuneración de los trabajadores perdió implicancias para proyectos políticos de algún país o región. También cesó su función de invalidación de las estrategias motorizadas por el viejo oficialismo comunista

Al cabo de cuarenta años esa desconexión de la superexplotación con algún norte político salta a la vista. No sólo los debates sobre la estrategia por etapas han decaído en proporción al declive del universo que rodeaba a la URSS. La asociación de las clases dominantes latinoamericanas con el capital extranjero y su obstrucción de la industrialización regional son datos cotidianos, que no requieren explicaciones adicionales asentadas en la sub-remuneración de los trabajadores.

También resulta difícil encontrar algún nexo de la superexplotación con las polémicas suscitadas por el neo-desarrollismo o el ciclo progresista sudamericano. Lo que divide campos en la izquierda es la preeminencia de estrategias pro o anticapitalistas. Esas políticas suponen avalar o impugnar el sistema vigente, cualquiera sea la forma en que se extrae la plusvalía de la región.

Nadie ha logrado, además, esclarecer cuáles serían los puntos de contacto de la superexplotación con las estrategias antiimperialistas. En América Latina se requieren esas acciones para conquistar la soberanía política efectiva y encarar la consiguiente superación del subdesarrollo. Nuestra actualización sitúa ese desafío en trayectorias afines al pensador brasileño, sin ninguna observación sobre el tipo de explotación laboral imperante (Katz, 2017b).

Marini estuvo muy atento en sus últimos años al papel de la integración regional en un proceso emancipatorio. Algunas experiencias recientes como el ALBA comparten los puentes contemplados por su visión, para empalmar la unidad regional con el antiimperialismo y el desemboque socialista. Tampoco aquí hay enlaces con la superexplotación.

Sólo quienes enaltecen la acción de los sectores expulsados del mercado laboral -como nuevos sujetos populares revulsivos- establecen alguna relación actual entre la superexplotación y la acción política. Pero esas vertientes radicales o anti-sistémicas identifican el concepto con la privación del trabajo formal y no guardan el menor parentesco con la tradición de Marini.

El luchador brasileño defendió la idea de superexplotación sin dogmatismos. Nunca se desveló por “el desarme teórico” que Osorio advierte en nuestro enfoque. Tampoco sintonizaba con los sermones de Sotelo contra nuestros desvíos del marxismo. La actitud teórica abierta que caracterizaba a Marini es un requisito para continuar su labor.

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