Biografía
Confesiones de Ingmar Bergman, el genio intratable
Pasó sus últimos años en una isla, orquestando su testamento y sepelio. La autobiografía de su hija Linn desnuda al padre ausente y a uno de los mayores realizadores del siglo XX.
Alberto Oliva *
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A quince años de su muerte, Los inquietos (Ed. Gatopardo), la autobiografía novelada de su hija Linn Ullmann, y Bergman Island, de la documentalista sueca Marie Nyrerod, inéditos en Argentina, surgen como dos maravillosos testimonios por sus revelaciones inéditas de amores, angustias, demonios y placeres, así como el cambio de su visión sobre Dios y la muerte.
“Murió a finales de julio, alrededor de las cuatro de la mañana, a la hora que él mismo llamaba “la hora del lobo’ sin saber nada de los lobos ni de sus costumbres”, cuenta su hija. Murió dos semanas después de haber cumplido 89 años, exactamente como quiso, tal como lo había planeado.
En su propia casa, en su cama, en medio del silencio y la paz de la isla Faro, acompañado por su hija y seis empleadas que se alternaban diariamente para cocinar, limpiar y atenderlo día y noche.
“No quiero ir a una puta residencia… No quiero quedarme indefenso y a cargo de mis hijos. No quiero estar expuesto a chapoteos emocionales… Quiero estar rodeado de paz y de orden. Quiero una muerte amable”, le había dicho Bergman antes a Linn, su hija con la actriz Liv Ullmann.
Es más: “Dejó un testamento con instrucciones precisas –siguió–. Quiero que me entierren con mis pantalones marrones, la camisa roja de cuadros y el chaleco de punto granate. No se tolerarán galimatías sentimentales bajo ninguna circunstancia… Se usará como féretro una simple caja de madera de abeto que me hice armar a medida por un carpintero local, similar a la que había elegido para su entierro el Papa Pablo II… Estableció también que cada uno de los hijos podía elegir una cosa por un valor de 5.000 coronas o menos “como recuerdo de su padre”. Todo lo demás se venderá al mejor postor, en una subasta”.
El funeral y el entierro se planearon con la misma minuciosidad y rigor. Bergman encontró un lugar para su tumba en el cementerio de la iglesia de Faro. Solo y acompañado por el sacristán recorrieron el lugar para hallar el sitio ideal del entierro por la luz ambiente y la soledad. Pidió que los restos de su fallecida esposa Ingrid fueran trasladados allí también para que yacieran al lado de los suyos.
Exigió también que solo se aceptaran rosas rojas para el funeral. El organista sabía lo que iba a tocar. El violoncelista también…Preparó una lista de quienes podrían asistir, incluidos familiares. Quiso la presencia de algunos actores, no todos, así como algunos miembros de la realeza sueca. Anticipó que habría algunos periodistas y fotógrafos, pero exigió que fueran contenidos por guardias para que todo fuera en paz, orden y silencio.
La vejez
Bergman hizo todo esto cuando ya intuía que la muerte le estaba tocando timbre. Hacia la primavera sueca del 2005, Linn nota que su padre ha adelgazado tanto que se tiene que atarse los pantalones con un cinturón más estrecho.
“No come casi nada –escribe Linn–. Una rebanada de pan tostado y una taza de te para desayunar, un omelette con leche agria para el almuerzo, un trozo de carne o pescado (sin especies ni verduras) para cenar… A papá no le interesa mucho la comida. Nunca le ha interesado porque es el germen de todo mal y del dolor de estómago… Todos sus demonios viven en su estómago, al punto que en los teatros y sets fílmicos exigía un retrete privado. Siempre creyó que su alma estaba situada allí”.
Poco antes, Bergman había reconocido ante la TV4 sueca: “Mi estómago ha manejado gran parte de mi vida, y ha sido un compañero extenuante”.
Algunos dias reconocía a quienes lo rodeaban o visitaban. Otros no. Y otras tantas veces no se sabía si estaba hablando con la persona que él creía o con otra a quien imaginaba. La realidad y la irrealidad ya se le alternaban sin piedad.
En la primavera del 2007 tuvo pequeños derrames cerebrales, y pocos meses después solo podía moverse en silla de ruedas, lo que exigió quitarle los marcos a varias puertas de su casa para poder desplazarse. Su hija cuenta que el mismo hombre que pocos años antes gozaba manejar su jeep a alta velocidad, andar por la isla en bicicleta o nadar en su piscina antes del desayuno, ya había hecho patinar el vehículo en la carretera, y que cierta vez, al intentar salir del jeep, se tropezó y se cayó.
Una cuidadora que lo había ido a buscar lo encontró tirado en la cuneta. A esa altura, su insomnio ya era crónico. Apenas dormitaba con Valiums o dos pastillas diarias de Flunitrazepam, y otras dos de Diazepam por la noche y la mañana.
“Hacerse viejo es un trabajo a tiempo completo, duro, difícil y extenuante… Convencer al cuerpo de que obedezca al cerebro y después convencer al cerebro de que se obedezca a sí mismo… Con la vejez, algunas cosas que son importantes dejan de serlo y otras se convierten en algo primordial”, confesó.
Un día Bergman le dijo al médico que lo visitó en su casa: “Estoy rodeado de desconocidos”, cuando solo lo acompañaban su hija y algunas mujeres que lo atendían. Palabras no menos sorprendentes que las que dijo otro día cuando se despertó de golpe y, tras incorporarse en la cama, gritó: “Vivo en una perplejidad babilónica”. De vez en cuando hasta se reía de los huecos de su memoria o las humillaciones diarias que sometían a su cuerpo.
Otras veces, la situación fue más dramática, como cuando pidió obstinada y repetidamente a su hija, así como a las personas a su cargo, que quería ver a su madre, muerta años antes. En otras oportunidades, lo sorprendieron hablando solo, murmurando párrafos de la Biblia, muchos de cuyos salmos podía recitar de memoria:
“En verdad, te digo que cuando eras más joven tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo extenderás tus manos, otro te sujetará y te llevará adonde no quieras”.
Las injurias de la vejez azotaban su cuerpo y los nubarrones de la memoria oscurecían la luz de sus últimos años, pero jamás rozaron su legado creativo. Bergman está entre los más grandes creadores de la historia del cine, y seguramente el único cuya obra navegó constantemente las aguas turbias del inconsciente, la influencia de la religión, los espadeos del bien y el mal, el acecho constante de la muerte, el poder de la fe, la esperanza y la caridad, así como la existencia de Dios y la inmortalidad.
El de Bergman es un legado no solo único y profundo sino admirablemente prolífico. Primero, el cine: escribió y dirigió unas 60 películas, varias magistrales y premiadas mundialmente, entre ellas Cuando huye el día, El demonio nos gobierna, la trilogía Luz de Invierno, Detrás de un vidrio oscuro y El silencio, El séptimo sello, La fuente de la doncella, Noches de Circo, Sonata de Otoño, Gritos y susurros, Persona y Fanny y Alexander.
Luego, el teatro: dirigió unas 170 obras, la mayoría en el Teatro Dramaten de Suecia y otras en Munich, Alemania, donde se exilió humillado por más de una década tras una burda acusación impositiva que resultó fundamento.
También incursionó en la televisión, con la maravillosa exploración del amor de pareja y la desintegración de lo que lucía como un matrimonio perfecto en la serie Escenas de la vida conyugal, luego convertida en filme (1973).
Siguió Cara a cara (1976), donde examinó la desintegración psicológica de un terapeuta al límite del suicidio. Una anomalía en su carrera fue la brillante versión fílmica de La Flauta mágica, la ópera de Mozart (1975), tras lo que escribió una docena de guiones filmados por otros directores, uno de ellos –Faithless–, dirigido por su ex pareja, la emblemática actriz Liv Ullmann, madre de Linn–, y otro –Sunday’s Children– por Daniel, su hijo del matrimonio con la pianista Kaebi Laretei.
Solo alguien con una disciplina inhumana, control feroz de su tiempo es capaz de armar y mantener a lo largo de los años un legado creativo semejante. “Para alguien tan desorganizado como yo, es absolutamente vital tener rutinas estrictas”, dijo el cineasta a la biógrafa Nyrerod.
“Mi padre era un hombre puntual y muy ordenado–sigue su hija sobre el tema–. Cuando yo era pequeña, mi padre abrió el reloj de mi abuelo que estaba en el salón y me enseñó sus entrañas… Se exigía puntualidad a sí mismo y se la exigía a todos los demás. Si alguien llegaba tarde debía disculparse: “Siento llegar tarde”. O “discúlpame por llegar tarde… ¿Podrás perdonarme? No tengo ninguna excusa”.
Pero un día de otoño del 2006 Bergman llegó 17 minutos tarde a la cita que tenía con Linn para ver un film en un viejo granero de Faro, que él había convertido en sala de cine. Allí solían ver películas a las 3 de la tarde. “Ese día llegó 17 minutos tarde. Y no se disculpó. Y todo era como siempre y nada era como antes”. En ese momento, a Bergman apenas le quedaba un año de vida. Solo que ni él ni su hija lo sabían.
Apetito por las mujeres
Solo alguien ajeno o indiferente a las exigencias familiares, hijos y responsabilidades domésticas pudo desarrollar semejante carrera con esa intensidad y rapidez. A la luz de ese legado creativo, suena contradictorio que se haya casado cinco veces, tenido nueve hijos y numerosas relaciones extramatrimoniales, incluso con varias de sus actrices, entre ellas Harriet Andersson, Ingrid Thulin, Bibi Anderson y Liv Ullmann.
El propio Bergman reconoció haber conocido a Ingrid Von Rosen (su última esposa) y haber mantenido aventuras entrecortadas con ella (quien también estaba casada) hasta 1969. En ese período el director estaba pasando por otros dos matrimonios, uno con Gun Grut y otro con la famosa pianista Kabi Laretei.
“Es que yo viví tantas vidas…. ¡Siempre he tenido un apetito colosal por las mujeres!”, comentó orgulloso a Linn, con cuya madre, Liv Ullmann, nunca se casó a pesar de haber vivido más de cinco años juntos.
De hecho, Linn confiesa que tiene fotos con el padre, otras con la madre, pero nunca de los tres juntos, lo que de alguna manera la hacía sentir como una hija ilegítima.
Otro dato curioso: Maria Von Rosen –la hija que tuvo con su última esposa en 1959– ni se enteró que su padre era Ingmar Bergman hasta que cumplió 22 años. Otro más: a su primera esposa, Else Fisher, Bergman la abandonó por otra mujer mientras ella estaba en tratamiento por tuberculosis. Y Jan, el varón mayor del segundo matrimonio de Bergman, murió a los 56 años de leucemia, pero él normalmente omitía el episodio en sus entrevistas periodísticas. “Es que a él no le interesaban los hijos”, escribe Linn dolorosamente.
– Tantas mujeres, tantos hijos abandonados…, comenta Nyrerod.
– ¡Siempre digo que salí de mi pubertad a los 58 años!… Tardé mucho en darme cuenta que el teatro y el cine son dos formas de trabajo con una inmensa carga erótica. El director trata de ser perfecto como persona y artista. Los actores y actrices también. Y esto da lugar a tensiones increíblemente placenteras… La mayoría de mis relaciones amorosas duraron un promedio de 5 años. Pero la de mi última esposa, Ingrid, duró 24. Con ella rompí el ciclo de infidelidades. Todas mis mujeres fueron bellas, generosas y bondadosas ya que nunca envenenaron emocionalmente a mis hijos contra mi. Estoy orgulloso de ellas y me han enseñado mucho…. Me sentí culpable de haber abandonado a mis hijos hasta que descubrí que eso es una mera afectación. Es una manera de lograr un poco de sufrimiento. No puede igualarse ni por un momento al sufrimiento que uno ha causado. Podría decirse que he sido un “haragán” con respecto a la familia. Nunca puse el mínimo esfuerzo en mis familiares. La escena de odio entre padre e hijo en Saraband, mi última película (filmada a los 83 años) la evoqué de una anécdota personal, cuando una vez tuve una pelea con uno de mis hijos por no ser haber sido buen padre. ‘¿Buen padre?, No me hagas reir…Ni siquiera fuiste un padre’, me contestó. Con el tiempo me ido liberando de mi culpa por todo eso, pero no del sentimiento de culpa… Así y todo, todavía siento que es terrible pensar que yo haya sido tan increíblemente cruel. Pero lo fui”.
-¿A que atribuye que su matrimonio con Ingrid haya durado tanto?
– Quizás porque era la más parecida a mi madre, de quien yo estuve totalmente enamorado de pequeño. Era muy hermosa y tenía el cabello hasta la cintura. Y yo era un llorón que necesitaba que me acurrucaran siempre y que esa persona fuera invariablemente mi mamá. La perseguía para que me acariciara y ella me apartaba. Hasta que me llevó a un pediatra para decirle que yo lloraba mucho y eso le preocupaba. El doctor lo tomó muy seriamente y le dijo que tenía que quitarme ese hábito molesto. Le dijo: ‘El chico tiene que entender que no es una niña y debe ser educado para ser un muchacho, un joven”.
Su hija Linn agrega que otro de los motivos fue la practicidad de Ingrid, su diligencia y capacidad como administradora de la casa, la logística, el respeto riguroso de horarios y rutinas, además de ser buena cocinera, y hasta de pasarle a máquina las hojas amarillas en las que el creador sueco escribía a mano sus textos.
“Mi padre pensaba que una condición para que el amor durase era que los asuntos prácticos estuvieran bajo control. ‘No hay que subestimar el valor de lo práctico, corazón. Esto sirve para el amor y para el trabajo creativo’”, solía decirle.
Bergman la lloró y se quebró emocionalmente por largo tiempo tras su muerte, a los 65 años, provocada por un cáncer de estómago. “Su muerte me dejó emocionalmente lisiado”, reconoció.
La lloró tanto que pensó en suicidarse, pero decía que era demasiado cobarde para hacerlo (por precaución, la administradora de su casa sacó todas las balas de las escopetas de su casa). Ingrid no solo logró cortarle sus infidelidades sino que pudo reunirlo con todos sus hijos en la casa de Faro cuando cumplió 60 años. “Muchos ni se conocían entre sí. Vinieron con esposas, novias e hijos”, recordó Linn.
“De allí en adelante solíamos reunirnos todos los veranos para celebrar su cumpleaños. Invitaba a sus hijos a una opípara comida. El no comía pero se unía mas tarde. Levantábamos la mesa a un ritmo frenético antes de que él llegara. No podía haber ni un plato ni una copa, ni vajilla sucia. Todo tenía que estar en su sitio”, siguió.
Y Bergman dijo en otro momento: “Todos mis hijos nacieron por amor… Fue hermoso verlos juntos, hijos, nietos, bisnietos…Realmente los amo pero nunca toleré estar más de una hora con ellos. Luego me tomaba un Valium y me iba a la cama”.
Hammars, su templo
Varios de sus hijos y nietos siguieron visitándolo en su cumpleaños, para lo que hizo construir una casa de huéspedes en Angen, no lejos de la suya. Nunca permitió que se quedaran en Hammars, la casa que él venía convirtiendo en su templo desde los 60, cuando la isla de Faro lo fascinó para siempre mientras filmaban allí Detrás de un vidrio oscuro.
El lugar está a ocho horas de Estocolmo, repartidos entre dos trenes, dos ferrys que circulan infrecuentemente entre las islas, y unos 90 minutos de auto. O una hora de avión hasta el aeropuerto más cercano,Visby, y luego otros 50 minutos de coche. Suficientes como para desanimar visitas indeseadas y alejarse del mundo.
“Aquí en Faro nunca me siento solo… Puedo pasar varios días sin hablar con nadie. Hay algo muy agradable y placentero en no hablar. Entendámonos: amo hablar, sobre todo por teléfono. De hecho, hablo todos los sábados con mi amigo íntimo, el actor Erland Josephson, y siempre sobre los mismos temas: el amor, la vida y la muerte. Pero hay algo en el silencio que lo hace maravilloso”, confesó a Nyrerod.
Su casa era solo de una planta, no tenía escaleras ni sótano ni desván, y cada varios años se alargaba más, hasta llegar a tener 57 metros de largo. Bergman siguió ampliando su “templo” hasta poco antes de morir. Lo último que hizo construir fue “el cuarto de la meditación”, una suerte de caja de madera con una ventana que daba al mar, equipada con una vela y una radio. Iba allí en las noches de insomnio.
Puso reglas rigurosas de convivencia en Hammars, motivadas por sus propias fobias: cerrar siempre las ventanas, incluso en verano; evitar las corrientes de aire, los ruidos, nadar inmediatamente después de comer, o nadar muy alejado de la costa a riesgo de ingresar involuntariamente en aguas rusas y no volver nunca más a Suecia.
Influenciado por sus raíces luteranas, Bergman recomendaba no olvidar la limpieza, el control de las emociones, el orden y la puntualidad. Pero conservaba una furia asesina y tenía dificultades respiratorias cuando se ponía irascible. “Si se tiene la mala suerte de tener tanta ira –decía–, es importante mantenerla a raya”.
Las torturas del pastor luterano
¿De dónde provienen tantos temores y la ira?, le preguntó Nyrerod. “Hay dos aspectos de mi casa cuando era chico. Por un lado, alegría y felicidad enormes. Las Navidades eran increíblemente festivas. Luego estaba el lado oscuro, que representé en el obispo Vergerus en Fanny and Alexander, que existía en mi familia en la persona de mi padre, un torturado y estricto pastor luterano. Siempre me sorprendió que mi madre, tan fuerte y mandona, jamás interviniera en los rituales de castigo de mi padre. En esa etapa infantil y preadolescente yo era mentiroso, en parte para evitar los castigos, que nunca se cuestionaban y podían ser rápidos y simples como un cachetazo o un coscorrón, o hacerme usar una pollera todo el día si me hacía pipí en la cama. Pero también podían ser extremadamente sofisticados, refinados a través de generaciones. Primero había que confesar el pecado. Después venía el castigo: debía decirle a mi padre cuantos azotes yo consideraba que debía recibir. Me hacían bajar los pantalones, postrarme en un almohadón mientras alguien me sostenía de la nunca y se me daban los azotes. No podría decir que dolieran mucho. Pero lo más penoso era la terrible humillación. Luego había que pedir perdón por la ofensa y besar la mano de mi padre, tras lo que venía la redención. Otro día me castigaron encerrándome en un closet oscuro por muchas horas y oí a alguien decir afuera que allí adentro había un monstruo que se comía los pies de los chicos. Fue una experiencia terrorífica. Otro episodio aterrador lo viví cuando unos chicos amigos me hicieron una broma encerrándome en una morgue frente a mi casa. Allí dentro vi el cadáver de una joven, mi primer contacto real con la muerte. Vi solo su cara porque el resto del cuerpo estaba cubierto. Caminé alrededor suyo y no paré de mirarla. Sus ojos no estaban totalmente cerrados. Y de pronto me pareció que me miraba. Al día de hoy todavía tengo sueños con esa terrible experiencia. Los rituales de castigo y humillación me hicieron embotellar mucha ira”.
Hubo otros episodios atemorizantes en sus últimos años. “En agosto del 2006 papá se tiró a la piscina y se hundió hasta el fondo. Aunque sabía nadar muy bien noté que no era capaz de salir a la superficie pero finalmente lo logró. Por primera vez experimenté lo desagradable que es la muerte. Tuve miedo de morir, pero luego se me pasó”, le dijo a su hija después.
Días más tarde, se cayó y se hundió en la piscina nuevamente pero otra vez logró salir. Luego contrajo una neumonía, y, cuando se le pasó, llegaron los problemas de equilibrio: se cayó varias veces y debió ser operado de la cadera.
“En esa época fue que escribió en su cuaderno: “Aquí empieza mi confusión. No puedo hacer mucho más que sentarme, acostarme, mirar el techo y escuchar música”.
Pone una y otra vez en su tocadiscos el Concierto para violín en mi mayor de Bach, o Viaje de Invierno, de Schubert, o La pasión según San Mateo, de Bach. Pero su hija lo descubre un día llorando mientras escuchaba el Concierto para piano número 4 en sol mayor de Beethoven. “Nada es más grande que esto, a excepción tal vez de Bach”, le dijo con voz entrecortada.
¿Qué importancia tienen Dios, la música y la muerte en su vida?, pregunta Nyrerod. «Creo en lo que dice uno de mis personajes (el obispo) en Fanny y Alexander: “No debemos hablar de Dios sino de la santidad en el hombre… Tenemos a Dios dentro de nosotros”. Siento lo mismo que él. Antes tenía dudas, pero ya estoy harto de los parloteos sobre la incredulidad y la falta de fe. A través de músicos, profetas y santos hemos sido iluminados sobre otros mundos y realidades, particularmente a través de la música. Muchas veces me he preguntado a mí mismo y a muchos músicos: ¿De donde sale la música y por qué la tenemos? Es extraño que no tengan una respuesta real. Yo estoy rodeado permanentemente de música. Es parte esencial de mi vida. Pero también no ha pasado un día en mi vida en que no se me haya pasado por la cabeza pensar en Dios y la muerte. Sin embargo, tuve una curiosa experiencia. Hace unos años tuvieron que operarme de un absceso en la cara. Sentí un pinchazo y luego nada. Ocho horas de mi vida completamente obliteradas. En ese momento pensé: ¿es esto la muerte? En realidad, somos una luz que se prende y se apaga al otro día. Y luego no hay nada. La llama se apaga. Por lo tanto no hay nada para temer en la muerte. Y luego vino un problema devastador que me rompió el corazón: la temprana muerte de Ingrid. Y allí me dije: ‘No la voy a ver más… Se fue para siempre’. A partir de allí mi vida fue una carga muy pesada. Pero lo extraño es que comencé a sentir su presencia, sobre todo aquí en Faro,en medio de la quietud y el silencio… La siento fuerte. Y pienso. No podría sentir su presencia si no existiera, ¿no? Entonces esa operación me produjo una reacción química. No fue una muerte real sino artificial. En realidad, esto puede significar que Ingrid me está esperando y que ella existe y que vendrá a encontrarse conmigo. Acepto que me voy a encontrar con Ingrid. Creo en Dios plenamente pero no espero comprender su voluntad. Dios está donde está la música. Estoy convencido de que los grandes compositores nos transmiten sus experiencias con Dios…”.
Los demonios privados
Nyrerod tuvo el privilegio de ser la única documentalista que logró entrar repetidamente con cámara y luces en Hammars para entrevistarlo-. Algunas escenas de su excelente documental muestran espacios a los que nadie– fuera del círculo familiar del director- había tenido acceso mientras él vivía.
Nyrerod fue también la única que se atrevió a preguntarle cuáles eran sus demonios. Bergman no se molestó y hasta sacó una hoja donde los había listado, enumerándolos uno por uno, no sin antes hacer una advertencia general: “A los demonios no les gusta el aire libre. Lo que les gusta es que te quedes en la cama con los pies fríos. Por eso salgo siempre a hacer una caminata después del desayuno”. A continuación, esa lista:
El desastre.´“Estoy muy preparado para las catástrofes. Esto significa que lo que haces un día o planeas para otro, irá todo mal”.
Miedos. “Lo he tenido toda la vida. Le temo a todo. A los animales: perros, gatos, insectos y hasta pájaros que podrían entrar dentro de mi casa si tengo las ventanas abiertas, aunque logré convivir con un perro salchicha por varios años, que al principio me celaba y mordía por mi cercanía a Liv Ulmann, hasta que lo saqué de la casa en pleno invierno, con 20 grados bajo cero, y le hablé como a un ser humano, amenazándolo con dejarlo a la intemperie hasta que se muriera si seguía comportándose así. El salchicha curiosamente accedió y de allí en adelante nos amigamos…
Tengo miedo de cierta clase de gente y de las muchedumbres. Tengo miedo a viajar y me da dolor de estómago. Soy una persona profundamente temerosa, pero no tengo miedo de morir, por ejemplo… Es mas: creo que hasta sería interesante… Lo que seria horripilante sería vivir como un vegetal. O ser una carga permanente para los demás. Uno puede decidir si quiere seguir viviendo o no. Espero tener la suficiente presencia mental para tomar una decisión, aunque soy muy cobarde para suicidarme…”.
La ira. “Es muy difícil de manejar. No sé porqué la tengo pero la heredé de mis padres y de sus castigos. Solía ser peor de joven, hasta que pude liberarme con el arte. Mis sentimientos de crueldad y de ser humano fracasado ´los compensé con el deseo de ser el profesional más consumado posible. Esto me hizo vivir un estilo de vida completamente ascético donde prevalecía la precisión, la puntualidad, la sobriedad y el rigor…Ya no había más espacio para la improvisación”.
Rencores.“Me avergüenzan pero como tengo una memoria de elefante, recuerdo perfectamente situaciones o personas que me agraviaron o injuriaron hace más de 30 ó 40 años. Hay también demonios que por suerte no tengo. Por ejemplo, el de la nada. Eso sería cuando mi creatividad o mi imaginación me abandonen. Ocurriría cuando las cosas se silencien, cuando estén totalmente vacías. Y eso no me ha pasado nunca, por lo que estoy muy agradecido”.
El libro. Los diálogos y frases de Bergman citadas en Los inquietos originalmente iban a formar parte de un libro que escribirían ella y su padre. Comenzaron a hablar del proyecto dos años antes de su muerte, pero no lograron acordar una estructura y recién comenzaron a trabajar en mayo de 2007. Finalmente se decidieron por un formato de preguntas y respuestas. Fue así que grabaron seis cintas, de unas dos horas cada una. Solo que a esa altura, Bergman ya tenia 89 años. Murió dos meses después.
Para grabar las conversaciones, Linn había comprado un grabador muy simple y las grabaciones resultaron defectuosas porque él hablaba bajo y el grabador registraba todos los ruidos que los rodeaban. Linn escuchó solo un tramo de una de ellas y se dijo que eran inservibles. Llevó las cintas en su cartera por 3 años sin prestarles mayor atención. Luego se le traspapelaron y les perdió el rastro.
Su marido las encontró de casualidad en una caja del ático y se las pasó. Linn tardó 7 años en escucharlas y solo pudo rescatar algunos tramos de las respuestas de Bergman. Resultado: optó por escribir una autobiografía novelada.
Hubo un par de acontecimientos imprevisibles en su guión de vida y muerte. El hombre que compró su propiedad en Faro (valuada entre 3 y 4 millones de euros) fue el multimillonario inventor y arqueólogo noruego Hans Gude Gudesen.
El nuevo dueño luego desembolsó otros dos millones para adquirir el moblaje, las alfombras, cuadros, su escritorio y silla personales y hasta el tocadiscos de Bergman. Luego investigó el lugar exacto de cada pertenencia y las hizo colocar en su sitio original. Su intención, así como la de Linn y Liv Ullman, fue convertir Hammars en un museo y sus otras 7 casas en residencias veraniegas, donde artistas de todo el mundo pudieran continuar creando.
Hammars se eternizó así como el oráculo de un genio, con sueños y pensamientos suyos escritos en las paredes. Hay otros espacios en Suecia que lo inmortalizan y que tampoco estaban en el guión bergmaniano: una calle y una plaza de Estocolmo llevan su nombre; su rostro comparte con otros personajes históricos varios billetes de coronas suecas. Hoy, a quince años de la muerte de Ingmar Bergman, Los inquietos adquiere un valor testimonial gigantesco.
“Recuerdo que el sacerdote tenía una rosa en el pelo el día de su funeral y entierro –cuenta Linn ya en las últimas páginas– Y que cantó una canción en un dialecto que me resultaba incomprensible. Recuerdo que el violoncelista tocó la zarabanda de la Quinta Suite para violoncello de Bach.
* Alberto Oliva fue corresponsal de Editorial Atlántida en Estados Unidos. También trabajó en Associated Press y Time, entre otros medios. Es un cinéfilo apasionado del cine arte.