Pepe Gutiérrez-Álvarez
Mi papá no podía evitar una sonrisa diáfana cuando salía a relucir el nombre de Ingrig Bergman (1915-1982). Había debutado a los diecisiete años en el “Teatro real” de la capital sueca donde consiguió interpretar rápidamente papeles de importancia
En 1933, fue contratada para el cine y efectuó su primera aparición en la pantalla, luego tras su quinta película, se impuso ya como protagonista. Ya entonces cultivó los más diversos géneros aunque mostró siempre una marcada preferencia por la comedia sentimental y el melodrama, que daban un mayor relieve a su aura de primera actriz joven de gran frescura, sana y espontánea. Ingrid Bergman se instaló en Hollywood, donde su carrera prosiguió durante seis años, modelada de forma directa o en la sombra de David SeIznick, contra el cual no tardó en sublevarse contra los gustos y exigencias de su mentor.
Exigió papeles más duros, siendo el primero el de lvy, la encargada de bar en “El extraño caso del Dr. Jekyll“ (1941). Desde entonces, alternó de forma sistemática los papeles perversos y virtuosos, pasando desde melodramas fallidos “La exótica“ (con Gary Cooper) a muy seráfica “Las campanas de Santa María“, pasando por dos obras mayores del maestro Hitchcock “Recuerda“ pero sobre todo “Encadenados, una de las películas más perturbadoras de la historia del cine, pasando por la igualmente antifascista (y amputada por su antifranquismo) “Arco de triunfo“ así como por la grandilocuente “Juana de Arco“, que fue no de sus mayores fracasos. Mostró sus dotes para el cine “noir”.
No obstante, rechazando el contraste sin matices, en dos obras tan emblemáticas del antifascismo más elaborado de su tiempo como la mítica “Casablanca“, Ingrid borda papeles en los que emerge con una sutileza más europea, la indecisión moral del personaje bergmaniano, o sea con su propio toque personal. En ellos, se debate entre dos antagonistas masculinos, desarraigada, arrojada a un turbio contexto cosmopolita. Es un juguete en manos de unas fuerzas que la rebasan, la protagonista ambivalente de unos dramas históricos, en los que el egoísmo y la razón política no están jamás claramente diferenciados, y en los que sacrificio no significa ya necesariamente redención.
A finales de los años cuarenta, Ingrid Bergman era la actriz europea más popular de Hollywood, quizás menos mítica que sus rivales inmediatas, Garbo y Dietrich, pero su maleabilidad, su gusto por la composición su contacto continuo con el teatro le permitió obtener una considerable independencia.
La Bergman no sería la misma sin el período Rossellini, iniciado en 1949, con un sonado “escándalo” que hoy hubiera dado risa, pero que mostró los lazos afectivos entre Ingrid Bergman y el público. Empujada a la fuerza a emprender una nueva carrera, la actriz se aventuraría, de la mano del citado director, a explorar líneas narrativas más abiertas. Las películas de esta etapa (de las que tres relatan curiosamente la descomposición de una pareja) no fueron sin embargo tanto una refutación de la mitología hollywoodiense de Ingrid Bergman, como una desnaturalización de ésta. Todas ellas explotaban en efecto, su reciente pasado la tentación de la entrega a los demás de una burguesa en crisis en “Europa 51“, el infierno conyugal de “Stromboli“; tan cercanos a los sufrimientos de “Luz que agoniza“, un título cuyo significado último fue incorporado al saber popular: “Me estas haciendo luz de gas”, o sea quieres que me vuelva loca, algo más común de lo que pueda parecer con tanto santo varón suelto. Pero la forma de interpretar de la actriz, siempre muy ajustada y racional se casaban mal a los métodos de un director que buscaba un incierto término medio entre naturalismo y drama burgués. Así, su trabajo se desecaba, y dejaba entrever la tensión y una tendencia inédita al histerismo; todo ello quedó recogido en esa muestra de cine-verdad que fue “Viagio in Italia”, conocida aquí como “Te querré siempre“. De hecho, esta película resultó algo así un prólogo al mejor cine de Antonioni.
Después seis años de inquietante esplendor, Ingrid Bergman regresó al Hollywood más tradicional con “Anastasia“, casi una película de ciencia-ficción monárquica, un vehículo construido a su medida para explotar todas las facetas de su talento de manera que le dieron un Oscar que había merecido mil veces más por otras como “Encadenados“. Los siguientes filmes no tendrán ni el lirismo, ni la perfidia ni la fantasía de los que hizo en los años cuarenta. Bergman recuperó parcialmente el tiempo perdido, Hollywood era una sobra de lo que había sido, la propaganda campaba por sus respeto, y la Bergman tuvo que apañársela con personajes de una pieza, tan buenísimos como El albergue de la sexta felicidad, y algún que otro que, por más que pueda tener algún encanto (y pienso en Indiscreta), no merecían a una actriz como ella.
El último gran recuerdo suyo será a los 63 años con “Sonata de otoño”. Se dijo que fue su mejor papel desde el final de la etapa Selznick, y rodado con el otro Bergman en Suecia, todo un triple salto mortal. Con un valor inusual a la mirada escrutadora de lngmar Bergman, trazó, con la complicidad del director, un personaje rico en matices y ambigüedades oscuras, logrando una de las creaciones más equilibradas y conmovedoras de su carrera. Luego interpretó algunos papeles para la televisión, entre ellos un insufrible “biopic” de la sionista de Golda Meir, un patético epitafio para una carrera que conoció dos fase esplendorosas, os cuarenta en Hollywood, y los siguientes en Italia de la mano de Rossellini.
No estaría de más revisar su “María”, la indómita guerrillera republicana de “¿Por quien doblan las campanas?” (1943), una película más que notable políticamente desdentada la maquinaria de Hollywood que algo sí tuvo que molestar a la dictadura porque no la pudimos ver hasta después de la muerte del dictador.