por Carlos Pichuante
Anoche volvimos a vivir lo impensado. Otra vez el fútbol se tiñó de sangre, de muerte, de dolor. Una niña, un joven… vidas arrancadas de cuajo por una cadena interminable de negligencias, cobardías y miserias humanas. Esta tragedia monumental no es un accidente ni una casualidad. Es el resultado directo de años de abandono, de la completa ineptitud de las autoridades y de una sociedad que ha normalizado lo inaceptable.
He estado en el estadio desde que tengo memoria. Vi cómo nacieron las barras bravas, cómo se instalaron como un cáncer en nuestras tribunas, disfrazando violencia con pasión. Lo vi todo: bengalas lanzadas como armas, peleas campales, baños inmundos que parecen letrinas de guerra, escaleras de evacuación colapsadas, familias acorraladas por turbas que solo buscan imponer miedo. Y lo más triste: lo vi repetirse una y otra vez sin que nadie hiciera nada.
Estadio Seguro es un fracaso rotundo. Un cascarón burocrático incapaz de garantizar lo más básico: que no te maten por ir a ver un partido. Cada tragedia es seguida por las mismas declaraciones vacías, los mismos gestos hipócritas. No hay control real. No hay consecuencias. Solo hay impunidad.
Y qué decir de Blanco y Negro, que lucra con cada entrada vendida, pero no es capaz de asegurar condiciones mínimas de dignidad y seguridad. Organizan partidos como quien organiza un circo en ruinas. Los verdaderos hinchas sufrimos: no podemos sentarnos, los accesos están colapsados, los baños son un asco. Pero ellos se lavan las manos mientras cuentan billetes. Porque, claro, el negocio sigue.
Y luego está la Garra Blanca. No toda, pero sí una parte importante, podrida hasta el fondo. Una organización que dejó de ser barra hace años para transformarse en una asociación delictual donde se ampara el tráfico, la extorsión y la violencia. ¿Dónde está el Estado? ¿Dónde están las policías? ¿Por qué se les permite operar con total impunidad, infiltrando el fútbol, controlando territorios, sembrando terror?
Esto no es una barra. Es una mafia. Y a muchos no les gusta decirlo porque el amor a la camiseta nubla la razón. Pero basta. ¿Cuántas muertes más hacen falta? ¿Cuántas familias destrozadas?
Yo no quiero seguir yendo al estadio con miedo. No quiero mirar a mi hijo a los ojos y decirle que ir al estadio es un riesgo. No quiero seguir viendo cómo los delincuentes se apoderan de lo que alguna vez fue una fiesta familiar. Estoy harto. Estamos hartos. Y quienes deberían hacer algo, todos los gobiernos sin excepción, solo miran para otro lado.
El fútbol chileno se está muriendo. No por los resultados. Sino por la cobardía, por la corrupción, por esa enferma tolerancia al caos. Esta tragedia monumental no es el final. Es apenas otro capítulo de un drama que ya dura décadas.
Pero si no hacemos algo ya, si no limpiamos desde la raíz esta lacra, será solo cuestión de tiempo para que vuelva a morir alguien más.
Y la sangre, esta vez, nos va a salpicar a todos.