Jorge Franco
El 21 de octubre la candidata Beatriz Sánchez dio a conocer públicamente el programa electoral con que el Frente Amplio pretende llegar a ser gobierno. Aunque el documento no fue portador de mayores novedades, dejó sin embargo planteadas, más por sus omisiones que por sus contenidos explícitos, una serie de cuestiones de importancia, tanto programática como estratégica, para el futuro inmediato de las corrientes que, reclamándose de izquierda, han concurrido a formar parte de dicha coalición.
Dejando de lado lo que pudiera decirse sobre las debilidades formales del documento –que además por su excesiva extensión difícilmente podrá ser leído en forma masiva para cumplir la importante misión educativa que cabe asignar a un texto de esta naturaleza en una campaña electoral–, lo claro es que, entre el largo listado de medidas de muy variado alcance y naturaleza que propone, en él se omite por completo toda discursividad con perspectiva anticapitalista y aun toda medida que, por su propia naturaleza, pudiese desatar una dinámica de luchas en tal sentido.
Incluso una demanda tan elemental en defensa del interés nacional en el plano económico, como lo es la de renacionalización del cobre, ha sido ahora dejada completamente de lado. Esto, que de por sí representa un enorme retroceso con respecto a las definiciones programáticas levantadas por las fuerzas «progresistas» en las elecciones presidenciales precedentes, da cuenta de la envergadura política de los problemas a los que ahora se verán enfrentadas las corrientes que reclamándose de izquierda han aceptado participar en un frente electoral con tales características.
Todo indica que semejante desperfilamiento político-programático responde a consideraciones de mera conveniencia electoral, es decir, a consideraciones puramente oportunistas. Para una política de real carácter democrático –y por ello mismo revolucionaria–, cuyo foco central de interés no puede ser las posibilidades de alcanzar acuerdos a nivel cupular en el marco de las instituciones del Estado burgués sino la elevación sistemática de los niveles de conciencia, organización y movilización popular, el programa ha de estar centralmente dirigido a servir a ese propósito.
El que esto sea tachado despectivamente por las corrientes reformistas como una línea de acción exclusivamente «testimonial» obedece a que el horizonte visual de ellas no es otro que el de los conciliábulos y negociaciones cupulares con los representantes directos de las clases dominantes. Pero una política democrática y revolucionaria no puede ser, en su esencia, de carácter cupular sino plebeyo. Ha de apelar ante todo a la población trabajadora, pero no para someterse sumisamente a sus actual estado de despolitización, sino para clarificar ante ella las verdaderas causas de sus problemas cotidianos, buscando recrear y elevar así progresivamente sus niveles de conciencia de clase.
Para ello es necesario que las definiciones programáticas se sitúen a la altura de los desafíos planteados sobre la base de una caracterización clara y adecuada de la situación del país y de una identificación precisa de la verdadera naturaleza de los problemas que lo aquejan. Las corrientes reformistas se limitan a destacar los efectos más directos de las políticas neoliberales, que solo han exacerbado los males del capitalismo, y proponen el retorno de un Estado más fuerte que regule la actividad económica en función del interés general y que al mismo tiempo reconozca y proteja ciertos derechos de las personas.
Pero los problemas de fondo –el débil desarrollo de las fuerzas productivas y el constante drenaje de riqueza al exterior, la abismal y siempre creciente desigualdad social, la corrupción y falta de representatividad de las instituciones políticas, el desconocimiento de derechos ciudadanos básicos y la desatención de las necesidades de la mayoría, el generalizado clima de inseguridad en que vivimos– han sido creados y recreados permanentemente no por el «modelo» sino por el sistema social imperante, es decir por el capitalismo, y no pueden ser superados en el marco del propio sistema que los produce.
Hay que apelar insistentemente a la conciencia de los trabajadores para hacerles comprender que no corresponde a ningún sueño utópico sino que está en su propio y real interés organizarse para desplegar una lucha mancomunada por mejorar sustancialmente sus condiciones laborales y salariales y por conquistar aquellos derechos económicos, sociales, políticos y culturales básicos –al control de la economía y de las decisiones políticas, al acceso a la educación, la salud, la vivienda, a protección social y jubilaciones dignas– que les han sido sistemáticamente negados por los poderes fácticos empresariales y las fuerzas políticas que, aun posando de izquierdistas o progresistas, se encuentran a su servicio.
Para no perderse en esto es, a su vez, clave razonar en términos de intereses de clase y determinar con precisión el carácter de clase de los gobiernos, vale decir, cuál es el repertorio de intereses que condiciona y enmarca decisivamente el diseño de sus políticas, particularmente en el campo de las reglas del juego económico, decisiones de emprendimiento, formas de financiamiento del presupuesto público y características del gasto social, imponiéndole claros límites a sus posibilidades de acoger las demandas de los sectores sociales subalternos.
En tal sentido podemos constatar que el sistema político vigente no ha estado hasta ahora internamente tensionado por un real cuestionamiento a la hegemonía de la clase dominante, constituyendo sus opciones «conservadora» y «progresista» (engañosamente bautizadas como de «centro-derecha» y «centro-izquierda») meras variantes en el marco de acción posible definido por tal hegemonía. Así, lo que en rigor hemos tenido desde el término de la dictadura pinochetista, como en la mayoría de las «democracias» capitalistas, es un sistema de partido único con dos variantes.
Dicha hegemonía de clase no es otra que la del gran capital financiero, nacional y extranjero, cuyas actividades han conocido una extraordinaria expansión, tanto por ser las más altamente rentables como por disponer de todos los resguardos y garantías imaginables por parte de un Estado completamente sumiso a sus requerimientos. Sobre esa base, el gran capital ha podido extenderse también, con el aval y sostén del Estado, a un sinnúmero de emprendimientos productivos altamente rentables, principalmente en el ámbito de los recursos naturales exportables y la provisión de servicios básicos a la población.
En consecuencia, por el carácter de las políticas aplicadas, tanto en su variante conservadora como en su variante «progresista», lo que hemos tenido desde el término de la dictadura militar son gobiernos burgueses, cuyo objetivo central ha sido el de proveer, mediante diversas medidas de modernización del Estado –ciertos niveles de regulación, reforma a los sistemas procesales, reforzamiento de la cobertura en el ámbito de la salud, la educación y la protección social, etc.–, de un mayor grado de legitimidad al sistema económico y social heredado de la dictadura.
Alegando que las definiciones programáticas deben limitarse estrictamente a lo que parece posible en el marco de la correlación de fuerzas existente, las corrientes reformistas intentan justificar su negativa a luchar por cambios realmente de fondo. Pero esta manera de abordar las cosas se basa en al menos tres falsos supuestos: 1) la confusión entre el programa y los pasos que harán posible realizarlo; 2) el asumir la correlación de fuerzas como algo estático y no cambiante como realmente lo es; 3) el privilegiar como espacio de la acción política la interlocución entre cúpulas partidistas y no la interpelación a la conciencia colectiva de la población que es lo que en definitiva define la correlación de fuerzas y permite modificarla.
En consecuencia, para una izquierda cuyo objetivo estratégico sea la superación del sistema de explotación capitalista –y no solo mejorar la condición de los sectores explotados en el marco del capitalismo– si bien no puede dejar de tomar como punto de partida de su programa electoral el estado de conciencia política realmente existente en la población, tampoco puede limitarse a postular una serie de reformas sin acompañarlas de un horizonte estratégico claro de cambios estructurales y sin la determinación de aprovechar el potencial movilizador de tales reivindicaciones para llevar las cosas tan tejos como vaya resultando posible, algo que solo el curso mismo de la lucha puede determinar.
Para superar el sistema de explotación capitalista se necesita ciertamente disponer del poder, es decir de la fuerza política necesaria para doblegar la tenaz resistencia que indudablemente opondrán los explotadores. Por ello, de lo que se trata es de desarrollar una acción política consistentemente dirigida a acumular esa fuerza, es decir, un sostenido trabajo de clarificación, organización y movilización popular cuyo norte necesariamente es la conquista del poder. Y ciertamente el aprovechamiento de las tribunas que proveen las elecciones es parte de esa labor.
Pero para limitarse a demandar reivindicaciones y reformas orientadas a mejorar la situación de los trabajadores en el marco del capitalismo no es en modo alguno necesario hacerlo bajo la forma de un programa de gobierno, es decir, bajo la forma de un compromiso político de administración «progresista» del Estado burgués. Por el contrario, aun como ejercicio puramente «testimonial», ello solo puede confundir a los trabajadores, llevándolos a ilusionarse y confiar en fuerzas e instituciones políticas que en última instancia continuarán actuando en defensa de los intereses fundamentales de sus enemigos de clase.
Un ejemplo en sentido contrario es el que ofreció el programa presidencial de la Unidad Popular en 1970. Si bien en el seno de esta coalición había también agrupaciones liberales, su formulación programática no dejó lugar a dudas al caracterizar a Chile como «un país capitalista, dependiente del imperialismo, dominado por sectores de la burguesía estructuralmente ligados al capital extranjero», señalar que sus problemas fundamentales derivan precisamente de esta estructura de poder y proclamar abiertamente que su objetivo era «reemplazar la actual estructura económica, terminando con el poder del capital monopolista nacional y extranjero y del latifundio, para iniciar la construcción del socialismo».
Es importante advertir, además, que al contrastar esta clara toma de posición programática con las experiencias anteriores de la propia izquierda chilena, queda claramente de relieve que solo cuando las fuerzas políticas que la conformaban se desentendieron de su vieja y timorata práctica de autolimitar sus demandas para no «asustar» a las capas medias, decidiéndose a proclamar abiertamente sus objetivos, solo entonces fueron capaces de despertar un real entusiasmo entre sus adherentes y conquistar el apoyo ciudadano que le permitió alcanzar un triunfo en el plano electoral.
En el programa del FA se autodiluye en cambio, vergonzosamente, la existencia de posiciones de izquierda en un mar de reivindicaciones y propuestas, en su mayor parte de menor alcance, sin que se insinúe siquiera una determinación de alterar sustantivamente las relaciones de poder actualmente existentes. El tímido horizonte exclusivamente antineoliberal del programa apunta más bien a llevar a cabo algunas reformas que el actual gobierno de la NM no se atrevió a hacer suyas, pero sin atacar frontalmente la causa real de los problemas: el poder del gran capital. Por ninguna parte se mencionan objetivos económica y políticamente trascendentes, dirigidos a alterar sustancialmente la estructura del poder social actualmente existente.
Objetivos como el de la renacionalización del cobre, el pilar más altamente rentable de la actual estructura productiva del país, virtualmente regalado a las transnacionales por los sucesivos gobiernos posdictadura, o el del control de las empresas productivas y financieras estratégicas del país, o aun el de una modificación radical de la regresiva estructura del sistema tributario vigente, brillan por su ausencia. Tampoco se encuentra en él una caracterización del estado de cosas imperante y los principales desafíos a que ello nos confronta, tanto a escala nacional como mundial, así como una justificación pedagógica, clara y convincente, de la legitimidad de las transformaciones que la actual realidad del país reclama con urgencia.
Como enfatiza la propia campaña del Frente Amplio, se podrá decir que «no se puede» en virtud de la correlación de fuerzas y de los compromisos ya contraídos por el Estado. Pero lo cierto es que la correlación de fuerzas, que es lo que efectivamente determina el límite de lo posible en el plano político, es una realidad enteramente alterable, a condición de proponerse actuar con la claridad y determinación necesarias. Y para que ello se torne posible es preciso aprovechar cada oportunidad –en este caso la que la coyuntura electoral proporciona– para educar políticamente a la población trabajadora, denunciando los atentados cometidos en su contra y contra el interés nacional por los precedentes gobiernos entreguistas y demandando su respaldo para superar esta situación. No hay ni puede haber otro camino.
9 de noviembre de 2017
que curioso que a partir de que el programa no incluye la nacionalización del cobre, el autor saque tantas conclusiones incluso contradictorias.
precisamente lo que plantea «una lucha mancomunada por mejorar sustancialmente sus condiciones laborales y salariales y por conquistar aquellos derechos económicos, sociales, políticos y culturales básicos –al control de la economía y de las decisiones políticas, al acceso a la educación, la salud, la vivienda, a protección social y jubilaciones dignas– que les han sido sistemáticamente negados por los poderes fácticos empresariales y las fuerzas políticas que, aun posando de izquierdistas o progresistas, se encuentran a su servicio.» esos puntos pues están en el programa, quizá por lo extenso de este, el autor no leyó todo,
Por otra parte si bien la correlación de fuerzas es cambiante, actualmente no es muy favorable y no tiene muchos vistos de cambiar ni a corto ni a mediano plazo, la gran mayoría de la población sigue ensimismada en el cosumismo y el individualismo y con la falta de medios masivos de comunicación a nuestra disposición eso no va a cambiar pronto y precisamente estamos aprovechando la coyuntura electoral para elevar la consciencia de la población.
Respondo al comentario crítico de Sergio:
1. La renacionalización del cobre, como aspiración y bandera de lucha, no es un tema menor, tanto por la enorme significación económica que actualmente tiene ese mineral para la economía chilena y mundial como por el significado simbólico que esta reivindicación aun conserva en la memoria colectiva de la población, y con ello para un proyecto de cambio social revolucionario como el que requiere el país. En consecuencia, sí se justifica reparar en su ausencia para extraer las conclusiones pertinentes acerca del carácter de un programa y de las fuerzas que lo asumen.
2. Del mismo modo, no hay contradicción alguna entre asumir la necesidad de impulsar la lucha por las más sentidas demandas sectoriales del pueblo trabajador y lamentar que ese empeño no se sitúe en el contexto de una perspectiva estratégica de carácter globalmente revolucionario y que, por el contrario, desde la partida se autolimite su significado y alcance al de un programa de reformas en el marco del sistema de explotación capitalista.
3. El cambio en la correlación de fuerzas es, ante todo, una alteración, en un sentido u otro, de los estados de percepción y conciencia política colectiva de la población. Y el sentido y rapidez con que ese cambio se opere dependerá en una importante medida de la discursividad y accionar de las fuerzas que se hallan presentes sobre el escenario político. Y si nos valemos en este contexto de la imagen de la carreta y los bueyes, no deberíamos olvidar que son los bueyes –las demandas– los que mueven la carreta –posibilitan cambiar la correlación de fuerzas.
4. Por otra parte, la posibilidad real de que un cambio de esa naturaleza se produzca rápidamente la abre actualmente el generalizado descontento que está presente en la mayor parte de la población trabajadora y que busca expresarse de una u otra forma. En todo caso, al menos desde una perspectiva de izquierda, identificada con el legítimo anhelo de la emancipación social, ¿qué sentido tiene pretender ser gobierno y levantar un programa solo para limitarse a reformar y administrar el sistema, pretextando que la correlación de fuerzas no permitiría aspirar a más?
Jorge Franco