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CHILE: EL MINISTRO DE PIÑERA

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Jorge Franco

Agosto de 2018

 

Las reacciones de condena generadas por las afirmaciones formuladas en su momento por Mauricio Rojas, el recién nombrado Ministro de las Culturas por Sebastián Piñera, sobre el Museo de la Memoria, calificándolo como un «montaje» destinado a «hacer un uso desvergonzado y mentiroso de una tragedia nacional» son enteramente justificadas.

No corresponden, como se han apresurado a sostener algunos voceros de la derecha tratando de restar gravedad a esos dichos, a un mero afán oportunista de aprovechamiento político. Lo afirmado por Rojas es muy grave y completamente incompatible con un cargo desde el cual se debiese fomentar el desarrollo de una cultura democrática en el país.

Pero, además, refleja muy claramente la extrema degradación moral y política experimentada por este sujeto. Se trata de un fenómeno que, en diversas maneras y grados, afectó a muchos que a fines de los años sesenta y principios de los setenta se identificaron con la lucha por una transformación profunda de la sociedad chilena orientada a hacer realidad grandes anhelos de justicia.

Ostentando una oscura y fugaz condición de miembro del MIR, cuando el gran capital imperialista y sus socios internos lograron consumar el brutal golpe de Estado en Chile, Mauricio Rojas decidió que no valía la pena arriesgar su vida para continuar luchando en las adversas y peligrosas condiciones imperantes desde entonces y huyó del país, terminando por solicitar refugio en la lejana, segura y solidaria Suecia.

Cabe recordar que entonces el MIR, empeñado en dar cohesión a sus filas para proseguir una desigual lucha en contra de la dictadura y el criminal terrorismo de Estado desplegado por ésta desde el día mismo del golpe, decidió expulsar ipso facto, por «desertor y cobarde», a todo aquel miembro de su organización que optara por abandonar la lucha y se sumase a la avalancha de quienes solicitaban asilo.

Pero más allá de las directrices partidarias, fuesen ellas correctas o no, lo cierto es que tras el golpe de Estado todo militante de la izquierda, cualquiera que fuese la organización en que militaba, se vio inmediatamente enfrentado a asumir, en su fuero más íntimo, su responsabilidad política y moral. ¿Era digno permitir que se pretendiese ahogar por la fuerza toda manifestación de lucha por la justicia social?

Para Mauricio Rojas no era difícil comprender lo reprochable de su decisión, sobre todo al contrastarla con la de aquellos otros que habían optado por arriesgar su vida en un desigual combate cuyo objetivo inmediato sería ahora el de resistir el desquiciado empeño de aniquilación de la izquierda y esclavización de los trabajadores que la dictadura fascista estaba llevando a cabo con los métodos de la Gestapo.

Pero, como suele ocurrir en estos casos, en lugar de reconocer el verdadero significado de su conducta, Rojas se dio, sin el menor remordimiento, a la tarea de racionalizarla. Así comenzó a quemar lo que antes había adorado y a adorar lo que antes había quemado, descubriendo que la izquierda mundial tampoco tenía un pasado inmaculado en materia de libertades.

Sin evidenciar el menor interés por explicarse los tropiezos que había conocido en su desarrollo histórico la causa de la emancipación social de los de abajo, comenzó a desplazarse gradualmente hacia la derecha, renegando de su pasado hasta llegar al extremo de culpabilizar a la propia izquierda chilena, tal como lo hace la derecha chilena hasta el día de hoy, por el golpe de 1973.

Empezó a enarbolar cada vez con mayor entusiasmo las banderas de «la libertad y la democracia» tal como sesgada e interesadamente la entienden los defensores del capitalismo. Pero, desde luego, sin atreverse a arriesgar absolutamente nada en ello. Por esta vía no tardó mucho en valorar en términos positivos la política económica implantada en Chile por la dictadura en exclusivo beneficio del gran capital.

Sin importarle que entre las víctimas de los esbirros de la dictadura se encontrase su propia madre, detenida y torturada por éstos, comenzó a establecer relaciones de camaradería, cada vez más estrechas, con los mismos que brindaron entusiasta e incondicional sostén político a la dictadura, justificando y minimizando su brutal represión contra el pueblo.

En su apacible exilio escandinavo terminó por cortar sus amarras con Chile, adoptar la nacionalidad sueca y unirse a un partido de derecha. Pronto fue retribuido por ello con un bien remunerado puesto en el parlamento desde el cual comenzó a cuestionar, al igual que lo hacen hoy algunos inmigrantes en EEUU, la política de inmigración de la que él mismo se había beneficiado.

Solo se interesó en pisar nuevamente suelo chileno cuando ya el régimen genocida había sido forzado por la heroica y sacrificada lucha de la mayoría del pueblo chileno a hacerse a un lado para abrir paso al restablecimiento de un Estado de derecho. Es decir, cuando pudo hacerlo sin tener que correr ningún riesgo personal. Pero lo hizo para dar su respaldo a lo más cavernario del espectro político.

Nada tiene de extraño entonces que, incapaz de distinguir entre el legítimo debate político e historiográfico sobre las causas del golpe y los horrores del terrorismo de Estado, calificara al museo de la memoria como un «montaje» destinado a desfigurar la verdad histórica. ¿Cómo podría un sujeto como este, incapaz de hacer una distinción tan elemental, fomentar el desarrollo de una cultura decente y democrática en el país?

Quienquiera que busque ejemplificar una trayectoria falta de coraje y de escrúpulos en el plano intelectual y político, es decir de abyección en grado superlativo, podrá sin duda señalar, sin ningún temor a equivocarse, la de este oscuro personaje.

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