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Berlusconi fue el político emblemático de nuestro tiempo

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JACOBIN

DAVID BRODER

TRADUCCIÓN: FLORENCIA OROZ

Silvio Berlusconi, fallecido el lunes a los 86 años, centró la política italiana alrededor de su imperio televisivo y condujo a la extrema derecha al poder. Predecesor de Donald Trump, fue el máximo emblema de la deslegitimación de la democracia por el poder mediático.

Imagen: Silvio Berlusconi, exprimer ministro italiano, luego de votar en el referéndum sobre la reforma constitucional en Roma, Italia, el 4 de diciembre de 2016. (Alessia Pierdomenico / Bloomberg vía Getty Images)

El «fin de una era». La Repubblica encabezó su cobertura de la muerte de Silvio Berlusconi destacando su larga etapa en el centro de la vida pública italiana. Este encuadre de su estatura «histórica» fue quizá demasiado amable con su historial de vínculos delictivos, abuso de poder y utilización del Parlamento para defender su imperio televisivo. Sin embargo, decir que su muerte marca el final de una era es malinterpretar los cambios que encarnó. Desde el actual gobierno de extrema derecha de Italia hasta el ascenso del trumpismo en Estados Unidos, seguimos viviendo en el mundo de Berlusconi.

La primera campaña electoral del magnate de los medios de comunicación en 1994 anunció muchos cambios que pronto se extendieron por la democracia occidental. Centrando su campaña en la resistencia a una izquierda supuestamente demasiado poderosa, se presentó como líder no de un partido de masas, sino de un vehículo de nueva creación llamado Forza Italia. Sus listas de candidatos estaban pobladas por sus aliados empresariales; su campaña se desarrollaba a través de sus propias cadenas de televisión privadas; y su llamamiento a una Italia «liberalizada» y de libre mercado venía de la mano del uso del poder estatal al servicio de sus propios intereses empresariales. Fue, en resumen, una privatización progresiva de la democracia italiana.

Esto fue posible gracias a la podredumbre del viejo orden, expresada en un escándalo de corrupción conocido como «Bribesville», que hundió a los viejos partidos de masas entre 1992 y 1994. En un ambiente de falta de fe popular en las instituciones, Forza Italia y sus aliados afirmaron representar un nuevo movimiento «liberalizador»; denigraron a los «políticos» elitistas. El neofascista Movimento Sociale Italiano se recreó como el partido de «la gente» —la gente corriente— y no de «tangente» —el soborno—.

Berlusconi, antiguo miembro de la logia masónica P2 —que tenía, a través de su socio Marcello Dell’Utri, un historial de vínculos con la mafia— era un candidato irónico para representar este cambio de los tiempos. De hecho, su gobierno endurecería el vínculo entre el poder estatal y los turbios intereses empresariales. Sin embargo, la nueva derecha que él lideraba consiguió cohesionar a una minoría considerable de italianos tras su proyecto, ganando poder de forma progresiva a medida que la propia base de la izquierda se fragmentaba. Aunque los problemas legales de Berlusconi acabaron por obstaculizar su carrera política, deja tras de sí un ámbito público permanentemente marchito y una derecha radicalizada.

Fin de la Historia

El final de la Guerra Fría fue decisivo para derribar el viejo orden político italiano y desatar las fuerzas que llevaron por primera vez a Berlusconi al poder. En medio del triunfalismo del «fin de la historia» y sus mezquinas disputas ideológicas, los medios de comunicación liberales hablaron con entusiasmo de una oportunidad histórica: el momento de crear una Italia «moderna», «normal», «europea», que podría surgir de las cenizas de los viejos partidos de masas. Los comunistas arrepentidos se pasaron a la socialdemocracia o a los liberales, y los durante mucho tiempo poderosos partidos demócrata cristiano y socialista desaparecieron bajo el peso de las acusaciones de corrupción. Las masacres orquestadas por la mafia que marcaron el comienzo de la década de 1990 añadieron urgencia a la petición de que se limpiara la vida pública italiana, y de que una administración eficiente y racional impusiera por fin el Estado de derecho.

La primera incursión de Berlusconi en la arena electoral fue una respuesta a este mismo momento de refundación, pero, aunque también aprovechaba un espíritu «posideológico», apuntaba en una dirección casi opuesta. La implosión de los partidos de masas y de sus raíces sociales no trajo consigo un ámbito público moralizado y finalmente liberado de las redes clientelares, sino su captura por quienes, como Berlusconi, ya ostentaban el poder por medios no electorales. Aunque en las décadas de posguerra el parlamento e incluso la radiotelevisión pública habían estado dominados por los partidos que lideraron la Resistencia contra el fascismo, esto ya había empezado a cambiar. El imperio empresarial de Berlusconi se había construido primero en el sector inmobiliario, y su expansión en la yuppificada Milán de los años 80 le ayudó a encarnar el espíritu del dinámico hedonismo empresarial. Gracias a sus vínculos con el Partido Socialista de Bettino Craxi, en esos mismos años pudo convertir sus cadenas de televisión locales en emisoras nacionales privadas.

El hundimiento de los viejos partidos también alimentó una especie de celebritización de la vida pública, unida a la búsqueda de líderes «presidenciales» al estilo estadounidense. Mucho más allá del propio Berlusconi, una multitud de empresarios, jueces y tecnócratas compitieron por el control de la arena electoral como supuestas figuras «salvadoras» que podrían rescatar a Italia de los males de los políticos y la política. Esta personalización de la vida pública alcanzó seguramente su punto álgido durante los nueve años de Berlusconi como primer ministro, dispersos entre 1994 y 2011. Sus continuos comentarios sexistas y racistas, su trivialización del fascismo histórico y sus denuncias de los ataques de magistrados supuestamente «comunistas» contra él enfurecieron a sus oponentes y agitaron a sus propias bases.

Durante este periodo, la centroizquierda cayó habitualmente en la trampa de hacer de las fechorías personales del magnate el centro de su propia acción política, con interminables intentos de llegar a las partes supuestamente «moderadas» de la base de Berlusconi, que acabarían cansándose de sus payasadas. Lo que estaba bastante menos en cuestión —y era mucho más perjudicial para el propio electorado histórico de la izquierda— era la prioridad incuestionable de la «liberalización» empresarial y económica como modelo para el futuro de Italia.

En un sentido limitado, la corrupción personal de Berlusconi fue realmente un talón de Aquiles político. En 2013, fue inhabilitado para ocupar cargos públicos gracias a una condena por fraude fiscal, lo que acabó con su posición como líder de la alianza de derechas y pronto abrió el camino a la Lega de Matteo Salvini. Sin embargo, cuando esto ocurrió, la centroizquierda ya se había unido a él en el gobierno, pues la imposición de medidas de austeridad tras la crisis exigía «grandes coaliciones» que supuestamente superaban las divisiones políticas.

Giro a la derecha

Forza Italia ya no es la fuerza dominante de la derecha italiana: hoy es un socio relativamente menor en la coalición liderada por los posfascistas de Giorgia Meloni. Veteranos aliados de Berlusconi, como el antiguo jefe del partido en Sicilia, Gianfranco Miccichè, ya han dicho que es improbable que Forza Italia sobreviva sin su histórico fundador-propietario. Sin embargo, aunque el propio partido esté en las últimas, la transformación berlusconiana de la vida pública italiana sigue muy presente.

De hecho, centrarse en la agenda interesada de Berlusconi y en su excéntrico personaje público también puede ocultar su efecto más específico en el sistema de partidos. Lo puso de manifiesto en un discurso pronunciado en 2019, en el que —ya pasado su mejor momento político— se jactó de su papel histórico en la construcción de la coalición de derechas. «Fuimos nosotros quienes legitimamos y constitucionalizamos a la Lega y a los fascistas», insistió, haciendo un gobierno con estas fuerzas en 1994, donde los partidos anteriores los habían rechazado como aliados potenciales. Dijo esto en un discurso en el que se distanciaba del nacionalismo italiano «soberanista»: sugirió que había moderado a estas fuerzas integrándolas en altos cargos. Sin embargo, la realidad es mucho más confusa.

A través de muchos cambios y rupturas esporádicas, esta alianza básica —la Forza Italia de Berlusconi con la Lega regionalista del norte y los herederos del fascismo, hoy organizados en Fratelli d’Italia— ha durado casi tres décadas. Sin embargo, aunque en los últimos años el magnate se presentó como un guardián «proeuropeo» frente a las tendencias «populistas», en general la dinámica clara ha sido la radicalización de la política identitaria nacionalista de esta coalición, bajo el liderazgo de Salvini y ahora de Meloni.

Parte de esta apertura fue una cuestión de revisionismo histórico, buscando trivializar el historial del fascismo. Sin duda, las afirmaciones del multimillonario de que Benito Mussolini «nunca mató a nadie» fueron ofensivas para los antifascistas y para quienes recordaban el régimen. Pero no solo tenían que ver con el pasado, sino con presentar a Italia y a los italianos como víctimas de la corrección política de la izquierda y de una hegemonía cultural no conquistada en las urnas. Berlusconi también trató de cambiar lo que denominó la Constitución italiana de «inspiración soviética», redactada por los partidos de la Resistencia en 1946-47, y sustituirla por otra centrada en el líder. Hoy Meloni promete llevar a cabo la misma agenda: revisionismo histórico acompañado de una liquidación definitiva del orden político de posguerra y de sus partidos de masas mediante una reescritura de la propia constitución.

El viernes, la presentadora de TV Lucia Annunziata afirmó que los planes de Meloni de reescribir la carta magna y amontonar la radiotelevisión pública RAI con aliados políticos eran un poco para crear un «orden jerárquico con su propio Istituto Luce». Aquí comparó hiperbólicamente la visión de Meloni de los medios de comunicación con el régimen fascista; en otros lugares, el nuevo gobierno ha suscitado muchas comparaciones con el líder húngaro Viktor Orbán. Sin embargo, también es un producto puro de una historia italiana más reciente, desde la caída en picado de la participación democrática hasta el auge de un nacionalismo resentido, pasando por un «anticomunismo» que ha sobrevivido durante mucho tiempo a la existencia real de los comunistas.

Seguramente Berlusconi no ha vaciado la democracia italiana ni ha dado un empujón a la extrema derecha él solo. Pero sin duda es el representante icónico, la cara sonriente, la figura ridícula pero oscura que osciló entre las bromas racistas y la legislación que reprimía a los inmigrantes, las referencias «indulgentes» a Mussolini y la mortal represión policial en la cumbre del G8 de Génova en 2001. Al igual que George W. Bush, cuya guerra de Irak apoyó con tropas italianas, Berlusconi sería más tarde comparado positivamente con la derecha más dura y radical que le siguió, y su amor por los caniches recibió un espacio notable en la radiotelevisión pública.

Sin embargo, lejos de ser una época feliz que contrasta con los males actuales, la etapa de Berlusconi en el poder produjo los monstruos que siguieron. La trivialización de su historial hoy en día, como partidario de Europa o de la OTAN, o incluso como oponente al «populismo», es un indicador de hasta qué punto la política dominante ha virado hacia la derecha, y cuán bajos son los estándares que se han establecido para la «democracia liberal». Berlusconi el hombre se ha ido, pero seguimos viviendo en su mundo.

DAVID BRODER

Historiador, editor de Jacobin Magazine (EE.UU) y autor de First They Took Rome (Verso, 2020).

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