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Arrancarle a Israel la voz de nuestra conciencia: descolonizar el judaísmo, defender el antisionismo

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La Izquierda Diario

¿Quién habla hoy en nombre de los judíos? Esta pregunta, tan simple como inquietante, atraviesa el centro mismo de la batalla ideológica en curso. Desde hace más de un siglo, y con brutal hegemonía en las últimas décadas, el sionismo ha intentado erigirse como la expresión política legítima del judaísmo, confundiendo de forma deliberada una tradición milenaria, ética y plural con un proyecto colonial, supremacista y nacionalista.

Tania Melnick

Viernes 18 de julio 2025
 

En palabras del filósofo judío Martín Gak, se trata de “arrancarle a Israel la voz de nuestra conciencia y la voz de nuestra identidad, terminar con la ocupación israelí del judaísmo y, finalmente, enterrar el consenso sionista dentro de la comunidad judía”. Este gesto no es simbólico: es urgente, vital y profundamente político. Porque mientras el sionismo arrastra al judaísmo hacia la complicidad con el genocidio, la ocupación y el apartheid, crece también la judeofobia como reacción ciega y dolorosa frente al horror. Romper con esta lógica es una responsabilidad histórica.

El sionismo no nació del seno del judaísmo tradicional, ni como consecuencia directa de las persecuciones que los judíos sufrieron en Europa. Su origen está profundamente enraizado en el imperialismo europeo del siglo XIX, en las ideas racistas, nacionalistas y coloniales que dominaron esa época. No fue una respuesta colectiva de las comunidades judías, sino un proyecto colonial basado en una ideología moderna, laica, elitista y eurocéntrica.

Incluso antes de Theodor Herzl, el sionismo cristiano había sembrado las bases ideológicas del proyecto colonial en Palestina. Desde el siglo XVII, corrientes del protestantismo imperial británico, especialmente el anglicanismo y luego el evangelismo estadounidense, promovieron la «restauración» de los judíos en Tierra Santa como condición para la Segunda Venida de Cristo. La Declaración Balfour de 1917 es expresión concreta de esa convergencia entre intereses geoestratégicos y milenarismo teológico.

El sionismo, por tanto, fue desde sus inicios un proyecto colonial que aspiraba a establecer una colonia europea en Oriente Medio. Herzl mismo hablaba de fundar un «muro de contención de Europa contra Asia», anticipando sin ambigüedades la función geopolítica del futuro Estado de Israel. Lejos de ser una ideología de liberación, el sionismo se convirtió en una herramienta del neocolonialismo global.

Frente a esta apropiación, existió desde el inicio una resistencia judía. El antisionismo no es una reacción reciente, ni una estrategia para «lavar la imagen» de los judíos ante los crímenes de Israel. Es una tradición política, ética y filosófica que recorrió todo el siglo XX y que hoy cobra especial fuerza en los albores del colapso del Estado de Israel.

Uno de sus exponentes más importantes fue el BUND, la Unión General de Trabajadores Judíos de Lituania, Polonia y Rusia, fundada en 1897. El BUND fue un movimiento socialista, laico y antisionista que luchó por los derechos de los judíos en sus lugares de origen, promoviendo el yiddish como lengua cultural y política, y oponiéndose a la emigración forzada hacia Palestina. Durante el Levantamiento del Gueto de Varsovia, militantes del BUND participaron activamente en la resistencia armada junto a otros grupos judíos. Marek Edelman, su líder más conocido y segundo al mando de la Organización Judía de Combate (ZOB), sobrevivió y mantuvo toda su vida una crítica radical al sionismo.

Sin embargo, la historia también revela alianzas que parecen inconcebibles, pero ocurrieron realmente, como la colaboración entre el sionismo y el nazismo. En nombre del proyecto nacional judío, el movimiento sionista estableció acuerdos con el propio Tercer Reich. El más conocido es el Acuerdo de la Haavara (1933), que permitió la emigración de judíos alemanes a Palestina a cambio de romper el boicot económico internacional contra la Alemania nazi.

Mientras miles de judíos eran perseguidos, deportados o asesinados, parte del liderazgo sionista pactaba con el enemigo, priorizando el proyecto de un “Estado judío” por sobre la solidaridad con sus propias comunidades.

Esta historia duele, pero es necesaria. Porque mientras algunos combatían a los nazis en las calles y en los bosques de Europa, otros buscaban instrumentalizar el terror para acelerar sus planes coloniales.

En ese contexto, es comprensible la necesidad de encontrar una imagen, una metáfora, algo que nos permita dimensionar el espanto de lo que hoy ocurre en Gaza. Pero me parece fundamental cuidar el modo en que construimos esos paralelos históricos, porque si no, corremos el riesgo de caer en simplificaciones peligrosas o incluso en marcos judeofóbicos que el propio sionismo ha promovido para blindarse de toda crítica.

Uno de esos lugares comunes, que se repite con frecuencia, es la idea de que lo que Israel hace hoy, sería una tragedia perpetrada por los sobrevivientes y descendientes del Holocausto, como si hubiera una continuidad natural entre el trauma de los judíos y la opresión del pueblo palestino. Es una afirmación potente desde el impacto simbólico, pero débil desde el punto de vista histórico y político.

La verdad es que la mayoría de quienes colonizaron Palestina y fundaron el Estado de Israel no fueron sobrevivientes del Holocausto. Las principales olas migratorias judías hacia Palestina comenzaron a fines del siglo XIX y se intensificaron entre 1882 y 1939, mucho antes del genocidio nazi. Para 1939, ya había más de 450.000 judíos instalados en Palestina bajo el Mandato Británico. Es decir, una proporción muy significativa del asentamiento sionista fue anterior al Holocausto y obedecía a motivaciones nacionalistas, económicas o ideológicas, no a la persecución nazi.

Luego de la guerra, sí hubo migración de sobrevivientes, pero no todos ellos llegaron a Palestina: muchos se establecieron en Estados Unidos, América Latina o Europa occidental. Además, hay que recordar que la gran mayoría de los judíos pobres, de izquierda o antifascistas, permanecieron en Europa y fueron precisamente los que terminaron en los campos de exterminio. El sionismo, lejos de representar al conjunto de las comunidades judías, fue un movimiento colonialista de origen europeo que muchas veces fue criticado o incluso repudiado por sectores judíos, especialmente internacionalistas, socialistas y religiosos.

Es necesario entonces separar al judaísmo del sionismo

Lo que Israel hace hoy no es una “venganza” del Holocausto. No es la transmutación del dolor en violencia. Es un proyecto colonial sostenido por potencias occidentales, que instrumentaliza el trauma del genocidio para justificar crímenes contemporáneos. No hay justicia histórica en eso. No hay redención. Solo hay una ocupación que usa la memoria colectiva de los judíos como arma.

Y por eso es tan peligroso repetir frases como “las víctimas se volvieron verdugos” sin matices. Porque si bien pueden sonar impactantes, también consolidan la falsa premisa de que los judíos en su conjunto estamos representados por el Estado de Israel. Nada más lejos de la verdad.

Hoy más que nunca, cuando Gaza arde y el horror parece no tener fondo, necesitamos precisión ética e histórica. No solo para denunciar el genocidio en curso, sino también para que nuestras palabras no refuercen —aunque sea sin querer— los mismos discursos de odio que, en otras épocas, nos condujeron al abismo.

La instrumentalización del dolor no solo desvió el rumbo de una parte de las comunidades judías, sino que también sentó las bases de una confusión ideológica que persiste hasta hoy, donde judaísmo, sionismo y antisemitismo se entremezclan de forma intencionada y peligrosa.

El antisemitismo no es un concepto neutro ni eterno. Fue acuñado en el siglo XIX por el periodista alemán antijudío Wilhelm Marr, utilizando el falso concepto racial de «semita». En realidad, no existe una raza ni una etnia semita; se trata de una antigua clasificación lingüística que incluye al árabe, el hebreo y otras lenguas.

El uso exclusivo del término «antisemitismo» para referirse al odio contra los judíos ha buscado borrar otras formas de racismo que afectan a pueblos denominados “semitas” (por la lengua que hablan), como el pueblo palestino.

Por eso, habemos quienes proponemos hablar de “judeofobia”: para nombrar con precisión el odio y la discriminación hacia los judíos sin reproducir una categoría inventada desde el racismo europeo, ni aceptar el marco conceptual que el sionismo impone al identificar a los judíos con Israel y descalificar así toda crítica como supuesta expresión de odio o “antisemitismo”.

En ese contexto, no solo se ha tergiversado el sentido del «antisemitismo», sino que también se ha criminalizado toda forma de resistencia anticolonial que critique al Estado de Israel, incluso desde voces judías.

En países como Alemania, Francia, Estados Unidos, Argentina, activistas pro Palestina enfrentan procesos judiciales, despidos, deportaciones, difamación y violencia estatal. Ejemplos abundan: la organización judía antisionista Jüdische Stimme ha sido perseguida en Alemania; el colectivo PAL Action en Reino Unido ha enfrentado arrestos y sus integrantes arriesgan graves condenas; en Francia, el dirigente Anasse Kazib ha sido acusado de antisemitismo por su apoyo a Palestina; en EE. UU., activistas han sido encarcelados, deportados o amenazados con leyes que equiparan boicot y desobediencia civil con terrorismo; Francesca Albanese, relatora de la ONU para los territorios palestinos ocupados, ha sido blanco de presiones y amenazas por denunciar el genocidio en Gaza. En Argentina, el actor y director de cine judío Norman Briski, la diputada Vanina Biasi y el periodista Alejandro Bodart enfrentan una campaña de criminalización por denunciar lo crímenes de Israel y apoyar a Palestina.

Esta guerra jurídico-mediática no es casual. Se enmarca en un contexto global de auge del neofascismo, donde el lenguaje de los derechos humanos ha sido vaciado para convertirlo en herramienta de dominación, al punto de llamar «Ciudad Humanitaria» a un campo de concentración. Donde la resistencia es redefinida como «terrorismo», la disidencia como «odio», y la defensa de la vida como «radicalismo peligroso».

Israel es una pieza clave del neocolonialismo y del orden imperial global. No es un Estado cualquiera. Desde su fundación, ha operado como enclave militar y tecnológico de Occidente en el corazón de Medio Oriente. Ha armado, entrenado y respaldado a dictaduras, como el apartheid sudafricano o las juntas militares en América Latina. Ha colaborado con regímenes como el de Bolsonaro en Brasil o Milei en Argentina. Vendió armas al gobierno de Guatemala y entrenó a su ejército y fuerzas paramilitares que fueron responsables del genocidio maya, en el que más de 200.000 personas fueron asesinadas/desaparecidas entre 1960 y 1996, incluyendo el «Holocausto silencioso» de 1982-1983. Y ha sido vinculado incluso con redes de terrorismo como Isis y Al-Qaeda.

Todo esto lo hace en alianza permanente con Estados Unidos y la Unión Europea, que lo sostienen económica, diplomática y militarmente. La complicidad occidental en el actual genocidio en Gaza no es una omisión: es una política. El derecho internacional ha sido instrumentalizado por las potencias para castigar enemigos y proteger aliados. No hay Corte Internacional de Justicia ni Corte Penal Internacional para los aliados del imperio, incluidas amenazas a sus jueces que han emitido órdenes de captura internacional contra Netanyahu y sus principales ministros.

Todo esto revela que Gaza no es una excepción, sino el espejo de un orden mundial que normaliza la deshumanización, donde la vida puede ser aniquilada con impunidad frente a los ojos del mundo. Un territorio bloqueado, sitiado, convertido en laboratorio de vigilancia, control y exterminio, que refleja los mecanismos de dominación global: la racialización del enemigo, la necropolítica, la tecnología al servicio de la muerte, la propaganda como verdad oficial.

Gaza se convierte así en una figura universal del castigo colectivo, donde se ensaya un modelo global de dominación.

Como ha señalado Francesca Albanese, lo que está en juego en Palestina es el futuro del derecho internacional y de la humanidad misma. Y como afirma el filósofo Rodrigo Karmy, “Todo es Gaza”.
“Toda una población puede ser objeto de exterminio sin que el derecho pueda impedirlo… Todo es Gaza significa que nadie puede estar a salvo, no hay lugar seguro porque ya no es posible ninguna protección. Ni protección jurídica (la impunidad campea), ni económica (la precarización laboral se multiplica) ni política (conflictos escalan todos los días)”.

Frente a la descomposición de lo humano, el antisionismo no emerge como simple denuncia, sino como horizonte ético y político desde el cual reconstruir una humanidad común.
Ser antisionista hoy no es una opinión; es una postura ética, una decisión política y un acto de descolonización de la conciencia. Es, para quienes somos judíos, reivindicar nuestra historia de lucha, nuestra memoria colectiva, nuestra ética de la justicia. Es volver al judaísmo del cuestionamiento crítico y de la solidaridad internacionalista.

Pero también es un llamado universal. Porque Palestina nos interpela a todos. Porque el sionismo no amenaza solo al pueblo palestino, sino al porvenir mismo de la humanidad. Porque derrotar al imperialismo y al neofascismo exige enfrentar también sus formas más sofisticadas: aquellas que manipulan la memoria histórica, invocando el lugar de la víctima absoluta para perpetuar los crímenes de la ocupación israelí.

Frente a esta maquinaria de impunidad global, los pueblos resisten. Una nueva intifada parece recorrer el mundo.

Quizás estemos ante la primavera antisionista. Y si es así, será porque supimos arrancarle a Israel la voz de nuestra conciencia, pero, sobre todo, porque será Palestina quien libere a la humanidad: con su resistencia inquebrantable y con el sumud de su pueblo, que nos ha enseñado vida, coraje y dignidad para romper por fin el pacto entre colonialismo y silencio.

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