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Arno Mayer nos deja un marxismo heterodoxo

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JACOBIN

GREG GRANDIN

TRADUCCIÓN: PEDRO PERUCCA

El historiador Arno Mayer, fallecido a fines de diciembre a los 97 años, impregnó su obra de un marxismo animado por la atención a la ideología, la pasión y el carácter abierto de la historia.

Imagen: Arno Mayer en París, Francia, 25 de febrero de 2002. (Frederic Souloy / Gamma-Rapho vía Getty Images)

El historiador Arno Mayer falleció a la edad de noventa y siete años, tranquilamente en paz. Mayer nació en Luxemburgo en 1926 en el seno de lo que él llamaba una familia judía de clase media «totalmente emancipada y en gran medida aculturada» que había huido en su Chevrolet hacia Francia minutos antes de la llegada de la Wehrmacht. Atribuyó al sionismo de izquierdas de su padre el haber reconocido a los nazis por lo que eran y haber preparado la huida con antelación: Verdún, Marsella, Orán, Casablanca, Tánger, Lisboa y, finalmente, Nueva York: una «vasta y variada mancomunidad de refugiados», como Mayer describió el refugio de su familia, «temblando por el mundo que era nuestro».

Mayer formó parte, como escribe el historiador de Cornell Enzo Traverso, de esa «extraordinaria generación de eruditos judíos de habla alemana» nacidos entre las dos guerras mundiales y exiliados en Estados Unidos, entre ellos Raul Hilberg, Peter Gay y Fritz Stern. Mayer, sin embargo, era más explícitamente izquierdista, irreverente e iconoclasta que otros de esta cohorte y, con el paso del tiempo, más agudamente crítico con Israel.

Conocí a Arno cuando ya había cumplido los ochenta, y su mente y su ingenio seguían encendidos. Había conservado la amabilidad europea, pero era de blasfemia fácil, y rápidamente te hacía sentir como si le conocieras de toda la vida.

Le encantaba contar esta historia, más de una vez: a finales de los años 50, daba clases en la Universidad de Brandeis, junto con el filósofo radical Herbert Marcuse, con quien estaba políticamente alineado. También estaban en el campus, como estudiantes universitarios, los futuros intelectuales públicos Michael Walzer y Martin Peretz, quienes, según Mayer, ya se habían dado a conocer como críticos liberales de izquierda. Por eso, cada vez que Marcuse y Mayer los veían pasar, Marcuse le daba un codazo a Arno y le decía: «Mira, ahí van los Katzenjammer Kids», en referencia a una popular tira cómica de la época, especialmente divertida para Arno, ya que Katzenjammer en alemán significa caterwaul, el acto de maullar con desesperación como un gato en celo. Mayer contó esa historia como si quisiera plasmar toda la historia moral de la izquierda de posguerra en una burla infantil. El mundo en un grano de arena.

Antes, Mayer se había alistado en el ejército, donde trabajó con otros europeos, muchos de ellos exiliados judíos como él, interrogando a nazis procesados en el marco de la Operación Paperclip. Mayer dijo que sirvió como «oficial de moral» del científico nazi Werner von Braun, que luego haría películas con Walt Disney y ayudaría a dirigir el programa Apolo de la NASA. Mayer, que perdió a miembros de su familia, incluido su abuelo, en los campos, dijo que «no estaba exactamente de humor para, digamos, retozar con Wernher von Braun». Fue testigo de racismo y antisemitismo en el ejército y sus compañeros de barraca apodaron a Mayer «intelectual de mierda», un nombre que, según dijo, sería el título de sus largamente prometidas memorias.

Arno dejó el ejército y se matriculó en el City College de Nueva York y luego, con la GI Bill, se doctoró en la Universidad de Yale. Después de Brandeis, aterrizó en la Universidad de Princeton en 1962, donde pasaría el resto de su carrera. Pronto se uniría a los estudiantes para protestar contra la guerra de Vietnam. Una vez le pregunté a Mayer cómo había llegado a sus posiciones políticas y no citó el sionismo de izquierdas de su padre, el fascismo, la guerra o el Holocausto, que sin duda influyeron. En cambio, lo primero que mencionó fue un viaje de cuatro meses, patrocinado por la World Government Foundation, a la India, donde había pasado la mayor parte del tiempo hablando con comunistas en el estado sureño de Kerala.

Arno también viajó varias veces a Israel, donde trabajó en un kibbutz. Su amistad con israelíes disidentes, entre ellos seguidores de Martin Buber, le apartó del sionismo. «Su humanidad cosmopolita —dijo de los disidentes— les movía a advertir, por motivos tanto morales como pragmáticos, de la imprudencia de despreciar y desdeñar primero a los árabes palestinos y, finalmente, condenarlos como enemigos irreconciliables y siniestros». Israel, temía, se convertiría inevitablemente en una especie de Esparta, altamente militarizada y aislada. Le gustaba decir, y lo decía a menudo, que «como judío europeo procedente del Gran Ducado de Luxemburgo, soy singularmente inmune al encanto de todos los nacionalismos».

Los estudiosos de Europa pueden hablar mejor de la contribución de Mayer a la historia del continente, de sus argumentos sobre las guerras mundiales, el Holocausto y las revoluciones francesa y rusa. Lo que me atrajo fue su método. El historiador Samuel Moyn ha señalado recientemente el fracaso de la teoría crítica (representada por la Escuela de Frankfurt y sus herederos) a la hora de elaborar teorías útiles sobre los temas que más preocupan a los intelectuales más jóvenes, como el militarismo estadounidense de la posguerra fría y el neoliberalismo, empujándoles «en masa hacia críticas más o menos economicistas y materialistas del capitalismo».

Un compromiso con la obra de Mayer podría ser un puente de vuelta, si no a la Escuela de Frankfurt como tal, sí a un tipo de marxismo salpicado de atención a la ideología, el instinto, la pasión y la contingencia. Arno nunca ofreció un análisis del impulso de Washington hacia el supremacismo global. Pero he descubierto que intentar pensar como pensaba Arno Mayer ayuda a dar sentido a, por usar una frase favorita de Mayer, nuestra «crisis general».

La obra de Mayer

Revisitar la erudición de Arno Mayer hoy —especialmente sus escritos sobre la radicalización de la derecha y la descomposición social— es estimulante, tanto porque gran parte de ella sigue siendo relevante como porque uno se da cuenta de lo mal que nos han servido, desde la elección de Donald Trump en 2016, la mayoría de los comentarios académicos y públicos sobre el fascismo.

En Yale, a principios de la década de 1950, Arno se formó como historiador diplomático y luego escribió una disertación en dos volúmenes que echó por tierra la primera premisa de la historia diplomática: que para ser historiador diplomático era necesario estudiar diplomacia. Arno dijo que no, que para entender el sistema interestatal primero había que estudiar las crisis internas de cada nación.

Mayer quería escribir su tesis sobre las negociaciones que desembocaron en el Tratado de Versalles de 1919 y la creación de la Sociedad de Naciones. Pero se dio cuenta de que, para comprender la naturaleza de la paz, primero tenía que entender la guerra. Y para dar sentido a la Primera Guerra Mundial, no había que fijarse en las relaciones internacionales —no en la ruptura del equilibrio de poder en Europa ni en la activación del sistema de alianzas del continente—, sino en la Innenpolitik, la política doméstica de los beligerantes.

«Cuando el examen de las causas y objetivos de la guerra se centra en la toma de decisiones en uno de los países beligerantes —escribiría Mayer más tarde— el peso analítico y explicativo recae en su vida interna y política más que en su vida externa y diplomática». Los «partidos del statu quo», remarcó, se enfrentaban a agravios y temores que se acumulaban rápidamente, acelerados por huelgas generales, atentados anarquistas y feministas, demandas cada vez más estridentes de mayor democracia y, para los pueblos sometidos, de autodeterminación. Ante el creciente malestar social y el colapso de la legitimidad, «las élites gobernantes y de poder, gravemente asediadas» optaron por la guerra para apuntalar su autoridad.

Los gobernantes europeos, escribe, eran «intensamente conscientes de los usos y abusos políticos internos de la guerra». Mayer, sin embargo, tenía un ojo puesto en lo descabellado, en cómo las medidas tomadas para apuntalar la estabilidad aceleran la inestabilidad. Los tradicionalistas, por ejemplo, suelen caer cautivos de los radicales de su propia coalición: «Los ultras encerraron a toda la clase dirigente y gobernante en una crisis de sobrerreacción —escribió Mayer— cuya principal expresión fue la política de la sinrazón y la dominación en casa y la diplomacia de la confrontación y la guerra en el exterior».

Y la guerra que consiguieron las élites no fue la que esperaban. En ausencia de objetivos bélicos claramente definidos, la lucha se intensificó y la política se descontroló, provocando una revolución en Rusia y amenazando con lo mismo en Alemania. Woodrow Wilson temía que el conflicto «trastornara el mundo que habíamos conocido», provocando una redistribución del poder dentro de las naciones y desafíos al dominio anglosajón desde los recintos más remotos y oscuros del globo.

Mayer inició su tesis con dos libros —Wilson vs. Lenin: Political Origins of the New Diplomacy, 1917-1918 (1959) y Politics and Diplomacy of Peacemaking: Containment and Counterrevolution at Versailles, 1918-1919 (1967)— y una serie de ensayos programáticos que desarrollaron su argumento sobre la «primacía de la política interior». Pronto describió la Primera Guerra Mundial como una contrarrevolución «preventiva», dirigida por reaccionarios que determinarían la naturaleza conservadora del acuerdo de paz.

The Persistence of the Old Regime: Europe to the Great War, publicado en 1981, hacía más complejo el argumento de Mayer de que es la Innenpolitik la que impulsa la guerra exterior, argumentando que, contrariamente a las interpretaciones ortodoxas de la historia, Europa hasta la víspera de la Primera Guerra Mundial no era ni moderna ni liberal. Culturalmente, prevalecían los modos aristocráticos; económicamente, dominaban las grandes clases feudales; políticamente, las clases tituladas controlaban gran parte del Estado, incluido su aparato represivo.

Enfrentados a la crisis interna, los «ultraconservadores agresivos» se lanzaron a una ofensiva implacable, cada vez más fanática, más decidida a la destrucción. El feroz empuje pretendía «endurecer el orden establecido”, pero sus consecuencias fueron las contrarias: «dos guerras mundiales y el Holocausto» acabaron por quebrar «el poder feudal y aristocrático», junto con los mitos, rituales y conjuros que justificaban ese poder.

El método de Mayer

Mucho antes de que el término policrisis se pusiera de moda, Mayer había ofrecido una visión de la historia casi sinónima de crisis. «Los conceptos verbales de estabilidad y equilibrio (de normalidad) son muy problemáticos —escribió— debido a sus implicaciones normativas». «Puesto que todo equilibrio está constantemente en flujo», la tarea de un historiador sutil es «determinar las condiciones en las que las perturbaciones inherentes a un equilibrio en movimiento pero estable en última instancia convergen para producir un equilibrio inestable», identificar las cronologías superpuestas y no sincrónicas, las múltiples cadenas de causa y efecto, que producen rupturas sociales. Sin embargo, la tarea es difícil, ya que la palabra-concepto «crisis» no era menos compleja que la normalidad; «no existe una prueba de fuego que indique cuándo el alcance, la intensidad y el patrón de las perturbaciones producen un cambio» hacia la ruptura y la radicalización.

Mayer era un cronometrador empedernido, que vertía una secuencia interminable de épocas de crisis. Estaba la «crisis general» de Europa, con fechas de inicio y fin flotantes. Estaba la crisis que precedió a la Primera Guerra Mundial y ciclos más largos de convulsiones, que se remontaban a la Comuna de París o a 1848. Y era un tipólogo loco, que nos dio al menos siete tipos de contrarrevoluciones, junto con muchas subvariantes. La «contrarrevolución disfrazada», por ejemplo, implicaba utilizar la reforma desde arriba para pacificar y dividir la movilización popular. Sólo una de las siete, la «contrarrevolución posterior», es una respuesta a una amenaza revolucionaria real. El resto son diversas contrarrevoluciones «preventivas» o «anticipatorias», lanzadas por las élites tradicionales y respaldadas por potencias extranjeras, movilizadas bien para apuntalar una legitimidad frágil o, en el caso del fascismo, destruir la legitimidad que quedaba para instalar el extremismo en el poder.

Arno conceptualizó, tipologizó y comparó para dar sentido explicativo a la historia que narraba. A veces parece un positivista de las ciencias sociales y un metafísico continental. En una frase puede estar hablando de la necesidad de crear «constructos» comparativos para identificar variables casuales. En otra, está citando a Ernst Bloch sobre la «no simultaneidad» del capitalismo, la idea de que las sociedades están estructuradas por modos de producción antagónicos y que los individuos experimentan su presente como un bricolaje, es decir, que cualquier momento histórico se compone de múltiples coyunturas anidadas dentro de estructuras multiformes.

Es fácil sentirse abrumado ante las exhortaciones programáticas y los saltos comparativos de Mayer. Para cuando Why Did the Heavens Not Darken? The «Final Solution» in History (¿Por qué no se oscureció el cielo? La «solución final» en la Historia) (1990) se lanza a comparar la «crisis general» del siglo XVII para dar sentido a la «crisis general» del XX, uno empieza a pensar en Mayer como el Ángel de la Historia de Walter Benjamin, es decir, como un ser cuya visión del pasado es tan amplia que lo abarca todo a la vez, sin ver nada más que un cataclismo indiferenciado (algo así como esas tomas aéreas de los escombros de Gaza).

Pero entonces Mayer transforma sin esfuerzo el caos en lo concreto, ofreciéndonos vívidos retratos de diplomáticos ansiosos, campesinos vengativos, nazis revanchistas, sionistas agraviados y jacobinos delirantes jadeando por el regicidio, todo narrado con una gran atención al tiempo y al detalle. ¿Por qué no se oscurecieron los cielos? hace gala de un dominio tolstoiano del tiempo y el espacio, proporcionando a los lectores una sensación táctil de cómo se sucedían las batallas campales y el exterminio de los judíos. No se trata de narrar por narrar. Mayer, en este libro, estaba decidido a fusionar el Holocausto con la guerra, a indexar el ritmo de matanza de los campos de exterminio con la intensidad de la campaña en el frente oriental contra el Ejército Rojo.

La otra preocupación de Mayer era incrustar el eliminacionismo nazi en la centenaria historia de fanatismo religioso de Europa, no para presentarlo como algo surgido de tiempos inmemoriales, sino para entrelazar el antisemitismo con otras cepas de fanatismo, para demostrar que la guerra que Berlín libró contra Moscú tenía las dimensiones de una cruzada, la Primera Cruzada para ser exactos, 1095-1099, en la que los «fanáticos de Cristo» masacraron a musulmanes y judíos por igual «sin tener en cuenta la edad, el sexo, la salud y el estatus».

Las Furias es la expresión más completa del método de Mayer y su aplicación; la primera mitad ofrece un léxico de «conceptos-palabra» que incluyen «violencia», «terror», «religión» y «venganza», y la segunda una lectura comparativa minuciosa del desarrollo del terror revolucionario y contrarrevolucionario en las revoluciones francesa y rusa. Cuando se publicó el libro en 2000, una década después del final de la Guerra Fría y en la cúspide del triunfalismo neoliberal, se había convertido en un lugar común argumentar que el terror revolucionario era inherente a la idea revolucionaria, al impulso de imponer la utopía, una premisa que algunos extendieron más allá del jacobinismo y el estalinismo a cualquier esfuerzo por desafiar la democracia de mercado.

Mayer, naturalmente, no estaba de acuerdo, y Las Furias es su esfuerzo por historizar el extremismo revolucionario, de un modo no muy distinto a su historización del fanatismo nazi. La premisa de partida del libro es la contingencia. Dado que la historia es abierta e indeterminada, porque nada en el paso del tiempo es inevitable, los revolucionarios operan en «una historia abierta, no cerrada», en un sistema social que no es unilateralmente determinante, sino algo que hay que transformar mediante la acción política.

En todo caso, los revolucionarios tienden a subestimar la naturaleza atrincherada e intransigente de las fuerzas alineadas contra una distribución más equitativa de los recursos y el poder. Enfrentados a tal intransigencia, «los revolucionarios aceleran su embestida hacia un futuro imperativo pero incontrolable y peligroso». Es esta contingencia abierta, y no una plantilla ideológica fija —codificada en la ideología por haber leído a Platón, Marx o Lenin— lo que impulsa a los militantes a actuar en un presente desconocido.

A medida que la política se polariza, se forman coaliciones. Los revolucionarios intentan establecer la soberanía sobre un terreno social que ellos mismos destrozaron. La violencia y el terror suelen formar parte de esta centralización, ya que los líderes intentan no sólo neutralizar a la oposición, sino incorporar las demandas populares de justicia y venganza a las nuevas estructuras estatales. Ésta es una de las razones por las que el terror rojo suele ser público e incesantemente teorizado, mientras que el terror blanco puede hacer su trabajo de forma silenciosa y encubierta, a través de escuadrones de la muerte. Sin embargo, los líderes revolucionarios suelen considerar que la resistencia a su programa es más coherente de lo que a menudo es, abriendo un cisma amigo-enemigo cada vez más intenso.

Mayer se basa en el existencialista marxista francés Maurice Merleau-Ponty para argumentar que durante los momentos revolucionarios, «la historia se suspende y las instituciones a punto de extinguirse exigen que los hombres tomen decisiones fundamentales que están cargadas de un enorme riesgo en virtud de que su resultado final depende de una coyuntura en gran medida imprevisible». «La historia —escribe Merleau-Ponty— es terror porque hay contingencia». Los lectores de Los jacobinos negros pueden reconocer una relación similar entre terror y contingencia en la observación de C. L. R. James de que «en una revolución, la revolución es lo primero», lo que significa que son los imperativos de maniobrar a través de las complejidades de la política revolucionaria inmediata más que la insistencia en mantenerse fiel a la rigidez ideológica lo que determina la acción.

El materialismo histórico de Mayer

Alo largo de los años, Arno sería cuestionado por sus colegas historiadores europeístas por sus detalles. Aun así, es difícil contemplar la crisis general actual y no pensar que muchos de sus «constructos» son sólidos. Vivimos en un mundo azotado por reacciones exageradas preventivas ante amenazas percibidas, por luchas de clases que no se experimentan como tales ni se reducen a determinantes de clase específicos, por guerras impulsadas más por la inestabilidad nacional que por intereses estratégicos globales, por el desencadenamiento de furias vengativas en un campo histórico sin límites, por odios que parecen atávicos pero que son tan modernos como «el Evangelio» (el programa de inteligencia artificial utilizado por Israel para elegir sus objetivos de bombardeo en Gaza), por un «cártel superior de la ansiedad», élites que no tienen ni idea de cómo reconstruir la legitimidad o restaurar el equilibrio.

Mayer se centró sobre todo en Europa y, más tarde, en Israel, guardando un gran silencio sobre Estados Unidos. Pero el prefacio de un pequeño libro teórico, Dynamics of Counterrevolution in Europe, 1870-1956: An Analytical Framework, insinúa que su método podría aplicarse. Escribiendo en el verano de 1970, después de la invasión de Camboya por Richard Nixon en primavera, Mayer dedicó unas líneas a lo que llamó la «situación en desarrollo en Estados Unidos». «Cualquier estudioso de la contrarrevolución —decía— debe detenerse ante el auge de la extrema derecha en una política y una sociedad imperial insensibles cuya desagregación está siendo simultáneamente detenida y acelerada por un formidable complejo militar-industrial y su concomitante truculencia internacional».

Deténgase un momento y aprecie la imagen de la desintegración doméstica a la vez detenida y acelerada por la guerra exterior. Mayer se sumerge en la dialéctica. Continúa diciendo que, cuando se trata de Estados Unidos, no hay mucho que decir. Las «palabras y hechos» de hombres como Ronald Reagan y George Wallace, junto con sus partidarios y patrocinadores financieros, «son tan inequívocos que se explican por sí mismos». Nótese que Mayer no menciona al entonces presidente, Richard Nixon, sino al peor que estaba por venir.

Puede que el matizado materialismo histórico de Mayer no sea clarividencia, pero le permitió ver en 1970, cuando muchos de los sucesores de la Escuela de Frankfurt aún se centraban en el gerencialismo corporativo, los horrores que se avecinaban. Mientras tanto, la «situación que se desarrolla en Estados Unidos» continúa desarrollándose.

GREG GRANDIN

Profesor de historia en la Universidad de Nueva York. Es autor, entre otros libros, de Fordlandia, que fue preseleccionado para el Premio Pulitzer.

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